Tucumán y el efecto dominó que no fue
por
Alejandro Insaurralde
La tierra del
Plata sucumbe otra vez. Lo hace en forma cíclica, por periodos. Nunca termina
de sucumbir y cuando los inestables corazones de sus hijos parecen aquietarse,
vuelve la manía. Se hace crónica la cosa, no tiene culminación. Funciona como
una espiral que crece y mengua en la psicodélica circunvalación de su monotonía
que algún botarate llamará "destino".
Vaya periplo. Se
sale y se entra al mismo punto que, para ser taxativo a nuestra política, es
como el triunfo del masoquismo colectivo. ¿Qué clase de destino nos inventamos
entrando y saliendo de un error caprichoso que duele?
No hay tal
destino. Y si lo hubiere, se consume en cada renglón de la historia escrita. El
destino no conoce de futurologías, se diseña en la acción permanente. Para un
cronista testigo de la realidad argentina, la pluma o código binario
testimonian aquello que la espiral revolea por los costados en forma de
miserias populares.
Tucumán
representó la consumación del hastío. La mansedumbre tiene límites. Y la
tolerancia también. Pero la noticia de fraude se expandió como una onda
centrífuga que no provocó el efecto esperado. Lo que debió manifestar una gran
parte del país harta de políticas feudaloides lo terminó gritando un puñado de
patriotas de una provincia tan pequeña como significativa. Los tucumanos
dijeron "basta" no sólo al fraude electoral, sino al vicio y felonías
del poder donde el fraude es una práctica más. Y vamos a anotarle un poroto al
destino: la Declaración
de la Independencia
parece haber signado a Tucumán a este tipo de sacudidas.
Argentina es una
tierra donde sus retoños tienen pasiones enrevesadas y extrañas. El criollo
lleva el lastre del lamento gaucho y el cosmopolita se contagia rápido de la
inmoralidad. Por eso el argentino va armando así su "destino"
con pruritos que invitan al desasosiego. Todo ello, de la mano de su más
fiel servidora: la bronca. Es ella la encargada de exteriorizar males en estado
larval que nos carcomen en voz baja y que cuando nacen, se manifiestan como en
Tucumán. Pero hay otros bichos que habitan en el argentino medio, en especial
el de Buenos Aires. Es un bicho narcisista que prejuzga, fogonea el clasismo,
divide en lugar de unir, exige sin ofrecer. El egoísmo es ese bicho cuyo único
entomólogo capaz de analizarlo es la conciencia de la otredad. El otro es
alguien que puede sufrir igual que yo, sentir igual que yo, vivir igual que yo.
Pero la toma de conciencia es un ejercicio en desuso y por tal motivo la epidemia
de este bicho se propaga. Un dato curioso: siendo un país record en
psicoanalizados, en Buenos Aires todavía se bucea en la banalidad a la hora de
analizarse y son muchos los que salen corriendo al terapeuta por cualquier
nimiedad. No hay fórmulas mágicas ni rivotriles que puedan con esto. Se
cambia con decisiones.
Para el porteño,
Dios puso oficinas de todo tipo en Buenos Aires, menos la "Oficina
Anticorrupción". Esa, la abrió el Diablo. Y la puso adrede para boicotear
a Dios con el engañoso prefijo "anti". La oficina en cuestión hace
todo al revés: encajona causas, denuncias e incluso muertos en los roperos. A
éstos muertos se les niega un féretro digno porque el amarillismo los encajona
después en la TV
con infinitos videographs boyando en pantalla. Por eso lo de
"anticorrupción" es una discordancia flagrante. Imaginemos que esta
oficina nacional - con sede porteña - pueda controlar más allá de la
administración pública y que su función se haga extensiva a la conducta de los
ciudadanos: que controle su psicología, su escala de valores, su formación
cívica, su espiritualidad. ¿Cuántas sucursales harían falta? ¿Unas pocas darían
abasto?
La Buenos Aires
irredenta por falta de federalización es consecuencia de una perversión
antirrepublicana. No tenemos entidad como República y cuando reclamamos
por ella, estamos pateando al vacío. Tomaré al respecto palabras de Santiago
Kovadloff: "La
República aún no ha sido construida; Alberdi, Belgrano y
Güemes no son hombres del pasado sino del porvenir y nos están esperando".
Kovadloff nos indica que no se puede reivindicar lo que aún no
nació. Estamos todavía en el pasado bajo la influencia de populismos
monolíticos, que se perpetúan una y otra vez por los corredores de la impunidad
y la corrupción. Las políticas feudaloides de Tucumán y otras provincias, son
el producto de esa corrupción y atentan contra el federalismo y la República.
Ese masoquismo
que padece el argentino tanto de Capital Federal como del resto del
país, se instituye en el clásico "mentime que me gusta",
"son todos iguales, qué te vas a calentar si todos roban". Nos
dejamos seducir y sospechamos que hay un engaño, pero la seducción nos puede.
Seducir proviene del latín seductio que significa "engañar con
arte" y los políticos aprenden bien estas técnicas persuasivas de oratoria
para seducir a la audiencia. Y en algunos, todo este disparate cívico desemboca
en la luctuosa forma de "votar por el mal menor" para disimular
el engaño.
Esperábamos que
lo ocurrido en Tucumán tuviera una reacción en cadena donde cada pieza de
dominó hiciera su parte. Tal reacción no consiste en empujar al otro sino en
pasar la posta al otro, respaldarse y no volver atrás con la dirección trazada.
Este efecto dominó quedó trunco, pero ojalá haya servido de inspiración
para las pusilánimes voluntades que aspiran al cambio pero que no lo
efectivizan en la práctica.
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