Usted no sabe que vos
me lo contaste
La siesta se despereza sobre la
hirviente acera de San Juan. Cuarenta y dos grados insoportables presagian la
llegada del viento Zonda. Junto a la puerta del bar aledaño a la esquina de España
y Pedro Echagüe, frente al Mercado Artesanal, digo basta y entro a refrescarme
la garganta, cara y muñecas. El calor me oprime la cabeza y me trae alucinaciones…
En una mesa
veo a dos Domingos, pero no al ocioso día de la semana en duplicado si no a dos
hombres de carne y hueso. El viejo maestro Domingo Faustino Sarmiento y a su
lado mi amigo escritor Domingo Acuña, autor de “El terremoto de San Juan en
1944 y sus huérfanos”. Me acerco despacio, meditando como entrar en
conversación con una figura ilustre y respetada que justo hoy vino desde la historia y otra querida que
se escapó del olvido, quizás para que siempre los recuerde a ambos. Me paro
frente a ellos, los miro casi a un mismo tiempo y murmuro…
- Usted no
sabe Sarmiento que vos Acuña me lo contaste. Aquello de doña Paula Albarracín y
sus esfuerzos de madre para que a su hijo no le faltara nada en la casa de la
higuera, que hoy es el museo histórico
de la calle San Martín. Por eso Maestro,
se preguntará de donde yo sé tanto de su vida. Y lo que pasa es que este
muchacho que tiene a su lado y que conozco hace unos años es un historiador de
San Juan y frente a algún café que poco a poco se iba enfriando, una tarde
parecida a ésta me fue relatando todo, de su nacimiento un 15 de febrero de 1811
hasta su muerte el 11 de septiembre de 1888, pasando por supuesto por la
anécdota que a los cuatro años leía de corrido y que a los quince fundó una
escuela y dictaba clases a alumnos que lo superaban en edad en San Francisco
del Monte de Oro. Que fue escritor, periodista, sociólogo, educador
empedernido, diplomático, gobernador y otras altas responsabilidades o
respetables oficios que ya no me acuerdo en este momento, pero de lo que estoy
seguro es que llegó a Presidente de la República…¿no es así? Vos Acuña, en todo caso
ayudáme, que lo tenés claro porque investigaste acerca de Don Domingo. Yo sólo
te escuché esa tarde y además leí tus libros y por supuesto me quedó bastante
de los maestros de la primaria que hablaban de este hombre.
Al llegar a
este punto, el canoso anciano de cabeza prominente, que con la mano derecha se
apoyaba en un bastón pero se mantenía erguido gracias al brazo izquierdo que
posaba sobre la mesa, a centímetros del vaso de la moderna Coca Cola light - para evitar complicaciones de una incipiente
insuficiencia cardíaca - me miraba
impávido, mientras Acuña abría los ojos desmesuradamente por cada dato que yo
expresaba y que se suponía que él me había dado pero que quizás yo repetía con
errores.
Lo miré fijo
al gran sanjuanino y me dije para mis adentros que si le daba un segundo de
resuello comenzaría a apabullarme con su inteligencia y don de la palabra, por
lo que seguí hablando sin parar de su amor por Aurelia Vélez, del libro
Facundo, del exilio en Chile, de las grandes discusiones sobre el destino del
país, que mantenía por su carácter fuerte. No quise meterme con la niñez porque
seguro me contaría aquello de que nunca
supo bailar un trompo, rebotar la pelota, encumbrar un cometa…
Vos Acuña te tomaste dos
cervezas heladas en menos de quince minutos, tal era la nerviosidad que te
consumía, pero yo no tengo la culpa de que justo estuvieras sentado al lado del
Maestro cuando a mí se me ocurrió delirar y acercarme a la mesa, es más, aún no
entiendo bien por que milagro del túnel del tiempo estábamos allí los tres
junto al sobrecito de Sucaryl para diabéticos. Vos y yo vaya y pase, somos
contemporáneos, pero él… ¿ qué almanaque del siglo diecinueve lo trajo, de
que libro de Felipe Pigna se cayó una
página, o acaso vino a convencer al mozo de que las ideas no se matan ?
Disculpe Don Domingo que lo
haya interrumpido, pero ocurre que – y esto ni siquiera me lo contó Acuña
porque lo descubrí recorriendo su biografía – hay algo que usted no sabe a
pesar de todo lo que conoce. En 1887 el doctor Lloveras, le recomendó – por su enfermedad cardíaca -que se establezca en Paraguay dado que el clima lo favorecería,
traslado que usted hizo. Mire como son las cosas. Ese médico que le diera tan
buen consejo era el padre del compañero de estudios de medicina de mi papá en
la Universidad de Córdoba. A Lloverita lo conocí siendo yo adolescente, quince
años después de morir mi padre en el terremoto de ésta ciudad. Él me contó que
lo habían puesto a estudiar junto a papá porque mi viejo era muy perseverante y
querían que Lloverita se contagiase de Luis María…
Ahora los dejo
a usted Maestro y a vos Acuña. Seguramente cuando traspase la puerta, los dos
se irán diluyendo porque sólo fueron imaginación. Apenas quedarán sobre la mesa
muestras materiales del presente, como la tradicional botellita vacía, un
sobrecito de edulcorante roto y la tapitas metálicas de las Quilmes.
Vuelvo a la realidad contento de que en una encrucijada del tiempo
o en el azar de una consigna de taller literario, la historia de los Siburu se
haya cruzado tangencialmente con la de los Sarmiento y los Acuña. Muy, pero muy
tangencialmente. Ellos fueron actores del San Juan con rica historia y amarga
tragedia. Yo apenas fui espectador desde muy lejos.
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