EL TURBANTE
Cuando Alba llegó aquella tarde, el turbante de
Etelvina estaba tirado al lado de la mecedora.
Las dos amigas solían tomar el té de las cinco
sentadas en el jardín de invierno, cuando los vientos del sur soplaban fuerte o
en la galería que miraba al este en las
tardes de verano.
En ese pueblo pequeño de la provincia de Buenos
Aires, enclavado en las pampas argentinas,
lo más entretenido que tenían era rememorar anécdotas, casi siempre compartidas.
Alba llegaba en la camioneta desde su casa
ubicada a dos kilómetros de camino polvoriento, de lunes a viernes, como en un
rito inquebrantable, sin importar como estuviera el cielo de ese día.
Se amontonaban sus recuerdos y se enredaban en
la memoria formando a veces un nudo gordiano.
Se encimaban las palabras de una sobre otra y
algunas veces ni la una ni la otra entendía nada.
Muchas veces eran reiterativas, sobre todo Etelvina, que no había vez en que no relatara
algún detalle del día en que entraron tres bandidos armados hasta los dientes y
redujeron a su familia.
Se
llevaron el dinero de la venta de un remate de vacas que había hecho su
padre la semana anterior y lo dejaron malherido. Etelvina tenía quince años.
Quedó tan impresionada que se le cayó el pelo
y, a pesar de los tratamientos que inició con los mejores médicos, nunca pudo
recuperar su cabellera dorada como los campos de trigo que circundaban su casa.
Tenía ataques de pánico que duraban poco tiempo, pero lograba superarlos con el
entrenamiento terapéutico.
A partir de ese día usó un turbante que le daba
un aire misterioso e interesante a pesar de sus setenta años.
Decidió no casarse. Seguir con el negocio de
las vacas y últimamente con los sembradíos de soja que era más fructífero. Un
peón, sordo y patizambo era el único que hacía las tareas del campo y vivía con
su mujer en una casa apartada de la principal.
-
Etelvina
¿te enteraste que se casó la hija menor de los Peña Zavala? Dicen que está
embarazada…
-
¡Ay
Alba! ¡Menos mal que cuando entraron esos bandidos no quedé embarazada!
-
¡Pero
que decís mujer! Olvidáte ya esa tarde nefasta y viví el presente. ¡Eso ya
pasó!
Y se servían otra taza de té de Ceilán,
humeante y perfumado, con los perfumes de las historias pueblerinas y contadas
en voz baja, como en un susurro.
- Alguna mañana de esta semana te voy a venir
a buscar y vamos a ir al pueblo a encargar el regalo para los quince de mi
nieta, dijo Alba.
- ¿Quince años cumple ya tu nieta? La misma
edad que tenía yo cuando entraron los bandidos y apuñalaron a papá.
-
¡Basta ya Etelvina! ¡Olvidáte de ese día! ¡Pasó hace cincuenta y cinco
años!
- Sí. Pero pueden volver. Esos u otros.
Cuando Alba entró a la casa esa mañana, lo
primero que vio fue el turbante de Etelvina tirado al lado de la mecedora.
Todo estaba revuelto. Etelvina yacía tirada en la cocina con un
facón clavado en el pecho.
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