LAS
CANAS
Cuando los años nos han superado sin
darnos cuenta, cualquier día nos miramos al espejo y nos damos cuenta que
nuestra cabeza ralea. Los cabellos que aún se resisten a caer, se tiñen, así
como la cordillera nevada. Pero éste no es mi caso. Han de saber ustedes, que
mi cabeza quedó casi albina a raíz de una maldición. Con un poco de vergüenza y
algo de nostalgia también, les contaré que la primera cana me apareció cuando
tenía quince años, normal, podrían decir muchos que también tuvieron canas, pero
lo mío es muy diferente. Lo que voy a contarles quiero que quede entre ustedes
y yo. Por favor no lo divulguen.
Recuerdo aquel día como si hubiese
sido ayer. En las vacaciones de verano solía ir al campo, a la casa de mi abuela,
yo era su regalón para envidia de mis primos. Era el único al que permitía
entrar en la quesería y otras regalías más. Pero en la granja había un lugar
que estaba vedado para todos, al que sólo ella entraba. Era el sandial, que
estaba justo al costado de un arroyo por donde se deslizaba el agua pura y
cristalina. De vez en cuando, se nos permitía dar un chapuzón en ese lugar.
Yo era un niño travieso y temerario,
que no gustaba mucho de las estructuras, y mucho menos de las prohibiciones. Eso
de que no me dejaran entrar al sandial, me molestaba, así es que cierto día,
contraviniendo todas las advertencias, sabiendo que regularmente mi abuela
dormía a cierta hora de la tarde, respiré hondo e ingresé al sandial. Eran unos
frutos enormes y hermosos, daban ganas de hincarles el diente. En esa instancia
me encontraba, cuando un ruido de agua me dejó perplejo, como si estuviera
jugando “un, dos, tres, ¡momia!”. En el arroyo había alguien dándose un
chapuzón, me agazapé y avancé silenciosamente. Si antes había quedado perplejo
por el ruido, ahora quedé con la boca abierta. Estaba como Dios la echó al
mundo, una hermosa niña se bañaba allí. Yo que nunca había visto a una doncella
en esas condiciones, lo único que atiné a hacer fue esconderme y seguir
observando. Algo comenzó a sucederme en el interior del cuerpo, no sé si era
calor o frío, pero un estremecimiento se apoderó de mí, el tiempo fue muy
efímero; anochecía cuando la niña se fue del arroyo.
¡Para qué les cuento! la noche fue
eterna, mi mente parecía disco rayado, recordando a cada instante esa figura
celestial. Desperté asustado, sintiendo una humedad en mi entrepierna, que hizo
que me levantara de un salto, pensando que me estaba orinando. Un líquido
desconocido había fluido. Obviamente a nadie le conté lo sucedido, de pronto,
como un latigazo, azotó mi cabeza el recuerdo de la niña. Medio tomé desayuno,
ayudé en algunas labores de la casa y luego de almorzar, esperé que mi abuela
se retirara al dormitorio. Rápidamente me dirigí al sandial, donde estaba el
arroyo. No terminaba de preocuparme por la ausencia de ella, cuando apareció. Oculto
observé cuando lentamente una a una se fue despojando de sus prendas, hasta
quedar completamente desnuda. Yo volaba entre las nubes, ante tal visión, como
si de una abrupta caída se tratara. La voz de ella me trajo a la realidad
cuando dijo:
-¿Por qué no vienes a bañarte
conmigo? Me quedé en silencio. Cuando salió del agua y sin vestirse se dirigió
directamente hacia mí, yo casi no respiraba, ella levantó el arbusto que me
protegía y sutilmente me tomó el hombro, diciéndome - ¡Ven!
Su voz cálida y firme pareció
hipnotizarme y la seguí. Ella ayudó a sacarme la ropa y juntos nos metimos al
agua. Aquella tarde, la tengo en mi recuerdo como la más hermosa de mi vida, y
mi cuerpo parece sentir el agua acariciándome.
Nos seguimos encontrando, la hora y
el lugar parecía sagrado para nosotros, para mí nada más existía. Un día me
dijo:
-¿Cómo te sientes conmigo? - Mi
respuesta fue muy simple: - eres un ángel. - Ella me preguntó: -¿Tú harías algo
por mí?- Intrépidamente le respondí:- Pide lo que quieras.
–Disfrutemos una sandía- me dijo.
Ahí me entró el pánico, mi abuela me
mataría, pensé, pero era tal mi afán de agradarla que me la jugué. Ambos
disfrutamos una hermosa sandía. Después de bañarnos, nuevamente, nos despedimos
con un cálido abrazo. Fue en ese instante, cuando un fuego interior pareció
atraparnos y nos desplomamos en el pasto.
Las noches parecieron eternas
esperando el día siguiente, ya no nos bañábamos, nos confundíamos en eternos abrazos
plagados de besos. Cierto día me sorprendió, llegó antes que yo, tenía los ojos
llorosos.
Me dijo: - ¡Nos marchamos! Mi padre
es patriarca de un campamento gitano y nos iremos lejos. ¡No me quiero ir!
–Dijo sollozando.
No alcanzamos a tocarnos, cuando
unos fuertes y enormes brazos me tiraron de bruces al suelo; era su padre que
tomándome de un pie me arrastraba hacia
el campamento. Ella suplicaba:
-¡Déjalo! - pero él seguía tirándome.
Cuando llegamos, toda la comunidad estaba reunida, parecía una especie de
juicio al que iba a ser sometido. El padre, con una voz profunda de autoridad
dijo:
- Haz cometido una de las mayores
ofensas a nuestro pueblo, te sacrificaría en el acto, si mi hija no te hubiera
consentido, pero esta afrenta no puede quedar sin castigo, cada vez que tú
enamores a una mujer virgen, de aquí en adelante, aparecerá en tu cabello una
cana conmemorativa de tu infamia.
El campamento se fue junto con mi
amada. Días después fui al sandial a recordar aquellos bellos momentos.
Reflexionando me dije: “la saqué barata”. Regresé a mi casa en Santiago y
cuando lo acontecido ya parecía haber sido un sueño, en el colegio hicimos una
fiesta.
Fue una noche un poco pasada de copas.
Desperté con varias compañeras de curso, en una cama y todos desnudos. Sin
tener clara conciencia de lo que había sucedido, silenciosamente me vestí, me
fui al baño a lavarme la cara. Mi sorpresa fue grande, al observarme en el
espejo cerca de la sien derecha, una tremenda mancha de canas, intensamente
blancas apareció. Ahí fue
como comprobé que la maldición gitana se había cumplido.
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