viernes, 20 de mayo de 2016

Nilo Gastón Fernández Montini-Jujuy, Argentina/Mayo de 2016



UN MANJAR PARA TU BOCA


Ahí estaba él, su amo, esa abominable bola de grasa carnívora, sentado en el extremo de la extensa mesa del comedor.  Como de costumbre, llenaba su maloliente boca con los desagradables manjares que le preparaban sus cocineros, y, como de costumbre, almorzaba en solitario, en el extremo de esa extensa mesa en la cual podrían caber, al menos, unos cincuenta comensales.
Cada vez que Ingrad veía al rechoncho adefesio de su amo atragantarse con los platillos que le servían sus criados, se preguntaba cuál era la necesidad de una mesa tan grande, si de todas maneras aquél siempre comía solo. Quizá sería porque a su amo le encantaba demostrar que le sobraba el dinero, y que podía derrocharlo sin el más mínimo remordimiento. Quizá su amo se regocijaba exhibiendo su corrupta opulencia.
—Estoy satisfecho —dijo el Barón Chaiden—. Puedes retirar los restos.
El obeso hombre se inclinó hacia atrás, lo poco que pudo, y luego de un arduo trabajo logró desabrocharse el ancho cinturón. La maleable masa de tejido adiposo se derramó libre al fin, provocándole gran satisfacción.
Ingrad emergió de un rincón sombrío de la sala y comenzó a despejar la mesa. Odiaba a Chaiden con cada fibra de su cuerpo. Le odiaba por no haberle dejado morir aquella vez, y por haberle sometido, en cambio, a toda una vida de servidumbre. ¿Pero qué podía hacer? Después de todo, ahora se encontraba en un planeta extraño y hostil. Si escapaba no tendría donde ir, y probablemente moriría en cuestión de semanas, pues nadie se interesaría en prestar ayuda a un patético alienígena. O peor aún, quizá le capturarían para experimentar con él.
Años atrás, luego de que colisionara con un pequeño asteroide, la nave comercial en la que Ingrad viajaba con su familia quedó a la deriva. Cuando el Barón Chaiden, que viajaba en su yate espacial de lujo, encontró los restos de la nave, se dio con que todos los extraños pasajeros habían muerto, excepto uno.
Al principio pensó en vender a Ingrad, pues al parecer se trataba de una especie todavía no catalogada por la Confederación, y por ende muy valiosa. Sin embargo, el alienígeno parecía ser un espécimen inteligente. Hasta ese momento, los pocos seres vivos extra-planetarios que se habían descubierto, si bien se asemejaban a los animales terrestres, no presentaban características intelectuales avanzadas. De todas formas, luego de meditar las distintas posibilidades, el Barón pensó que no necesitaba aún más dinero, así que optó por no efectuar la venta. Además, el extraño y menudo alienígeno parecía demostrar asombrosos signos de inteligencia, así que quizá le podría servir de algo. Nunca venía mal tener un sirviente más, sobre todo cuando se trataba de mano de obra barata.
Luego de un par de años de entrenamiento, el extraño homínido extra-planetario comenzó a entender, aunque con ciertas limitaciones, el idioma y las costumbres humanas. Así fue entonces, que el solitario Barón decidió convertir a Ingrad en su criado personal, pues pensó que como el pobre no tenía a quien más acudir, le seria siempre fiel. Y, por otro lado, le gustaba amedrentarlo.  Ya le había amenazado en reiteradas ocasiones, diciéndole que, si alguna vez osaba traicionarlo, lo entregaría a los científicos del gobierno, siempre tan dispuestos a las disecciones y a los experimentos genéticos.
Los años pasaron, y la opresión en el pecho de Ingrad se había vuelto insostenible. Una mezcla de impotencia, sumisión y odio polucionaban su corazón. Su odio era tan intenso que parecía tener vida propia, como un ente en sí mismo, como un parásito que le corroía las entrañas. Cada vez que Ingrad veía a su amo, a ese bulbo sudoroso y grosero, llenarse el estómago con los cadáveres de otros seres vivos, se le revolvían las tripas, y las venas de su frente latían desenfrenadas al compás de los exaltados pálpitos de cólera. Jamás, en sus ciento treinta y siete años de vida, había visto tal aberración. En su planeta natal, y en todos los demás que había visitado, los seres dominantes, aquellos que poseían una elevada inteligencia y raciocinio, jamás hubiesen concebido matar a otro animal para comerse su cadáver.  Sin embargo, los nauseabundos humanos, quienes se jactaban de su inteligencia y de ser una especie evolucionada, lo hacían sin remordimientos. Hacían gala de su tecnología pero en el fondo continuaban siendo una especie bárbara que todavía no había descubierto como producir alimentos sintéticos y nutritivos.
Ingrad consideraba, con justa razón, que el Barón Chaiden era el peor de todos los humanos. Después de todo, su objetivo era devorar al menos un ejemplar de todas las demás especies de animales del planeta, aun cuando, según había oído Ingrad, se habían establecido leyes para la protección y conservación de la fauna. Fuera como fuese, el Barón Chaiden lograba hacerse con las suyas y mantenerse al margen de la ley. Pero en los últimos años las cacerías clandestinas se habían tornado más difíciles. Debido a las crecientes y más eficientes medidas de prevención contra los cazadores furtivos, los criados del Barón retornaban muchas veces con las manos vacías, o traían algún animal cuyos parientes cercanos ya habían conocido la húmeda hediondez de sus grumosas fauces. Y esto le disgustaba cada día más.
Un día en particular, Ingrad se encontraba realizando sus quehaceres domésticos, cuando repentinamente uno de los demás sirvientes entró a la sala.
—¡Maldito alienígeno! ¡Te he estado buscando por todas partes! —exclamó—. Nuestro amo no se siente bien. Creemos que puede  tratarse de un ataque al corazón, así que le llevaremos ahora mismo al hospital.  Por ser hoy vísperas de navidad, los demás sirvientes se irán pronto, así que procura cuidar de todo hasta nuestro regreso. ¡No destroces nada, de lo contrario te enviaremos en una caja directo a la unidad de experimentos biológicos!
Acto seguido, el lacayo giró sobre sus pasos y echó a correr, dejando a Ingrad solo y perplejo en la habitación.  Era la primera vez que le dejarían a solas en la mansión.
Se asomó a la ventana y vio a la ambulancia en el jardín. Siete hombres… ocho, con el criado que ahora llegaba corriendo, trataban de asistir a los paramédicos en su inigualable lucha por subir al fláccido Chaiden al vehículo de emergencias.
—Espero que ese endemoniado obeso muera camino al hospital —pensó Ingrad, y sin prestar mayor atención a los sucesos, continuó removiendo el polvo de las antigüedades, con un plumero hecho de una de las tantas víctimas de su amo.
Pasaron las horas. Ya había removido todo el polvo que sus cansados hombros le permitían, ya había pulido casi todos los muebles y limpiado gran parte de los suelos de mármol. Se sentó entonces, exhausto, en uno de los acojinados sillones de la sala.
La mansión estaba sumida en un silencio denso y tétrico. Solo un pequeño ronroneo había captado su atención, y después de haber buscado intensamente de dónde provenía, terminó por darse cuenta de  que se trataba de su propio estómago. Los pocos criados que quedaban en la casa se habían marchado, y nadie se había dignado en dejarle ni siquiera una dura hojuela de pan.
Después de meditarlo un rato, cuando ya el ronroneo se había convertido en una suerte de rugido que rompía el silencio que se cernía en los alrededores, se incorporó con decisión y se dirigió hacia uno de los pocos lugares a los que tenía prohibido el paso: la cocina de la mansión.
—Cocina… —pensó. Así llamaban los grotescos humanos al lugar donde guardaban los cadáveres que ingerían. Pero seguramente habría alguna clase de vegetal que él pudiese comer. Por lo general, le alimentaban con algo llamado zanahoria, que no era más que una versión diminuta de la planta de skag que también se encontraba en su planeta natal. Se conformaría con encontrar algo de eso.
La cocina se encontraba bastante ordenada, aunque más abarrotada de alimentos que en otras épocas del año. Había notado que la proximidad de la festividad llamada navidad hacía que los humanos recolectaran más alimentos que de costumbre, y que en la celebración se dieran un hartazgo con ellos. Se imaginó al Barón comiendo aún más de lo que generalmente acostumbraba, y un escalofrío mezclado con una sensación de repugnancia le invadió de inmediato.
Tendría que encontrar alguno de los alimentos similares a los de su planeta. Su aparato digestivo no estaba capacitado para procesar muchas de las comidas que los humanos consumían. Él sabía, por experiencia, que algunas cosas le producían diversos ataques alérgicos o epilépticos; otras podrían hasta matarle, pues al mezclarse con sus jugos gástricos producirían una reacción química venenosa. En definitiva, por lo general Ingrad sólo podía ingerir verduras y frutos de aquellos colores similares a los de su planeta: tomates, zanahorias, naranjas, remolachas, y en general aquello que tuviese un color fuerte o dentro de la gama de colores rojizos o anaranjados, aunque había ciertas excepciones.
Luego de rebuscar entre los diferentes víveres, sólo encontró un par de naranjas, las cuales no bastarían para clalmar su desorbitada hambruna. Después de todo, tenía dos estómagos.
Sobre los mesones había gran cantidad de papas, lechugas, choclos, uvas verdes, y uno que otro animal muerto, pero pocos alimentos de su agrado. Se decidió entonces a husmear dentro de la caja mortuoria, esa en donde los humanos guardaban en frío los cadáveres, para así retrasar su descomposición. Esa cosa que los humanos llamaban heladera.
Tomates —pensó Ingrad. Eso le sentaría bien. Unos cuantos tomates y naranjas bastarían para saciar su apetito hasta la mañana siguiente. Pero en el momento en que Ingrad llenaba una bolsa de plástico con lo que sería su cena, escuchó una combinación de voces y pasos que se acercaban. Sabía que, por órdenes del Barón, si le encontraban en la cocina, sobe todo manipulando alimentos, deberían matarle. Pero no quería morir todavía, no sin vengarse del Barón.
Dos lacayos del Barón Chaiden ingresaron a la cocina.
—Bien —dijo uno de ellos en voz baja—. Aquí podemos conversar tranquilos.
—No hay mucho más que decir —contestó el otro—. El Barón ya lo ha decidido así. Lo quiere frito, acompañado con papas a la francesa y salsa de champiñones. Es un nuevo animal, así que quiere darse con todos los gustos.
—Es más fácil decirlo que hacerlo. El primer punto es como lo cazaremos. Es un animal ágil y escurridizo. Y el segundo, pero no menos importante, es que en esta época del año se hace difícil conseguir champiñones.
—Tú encárgate de atrapar a ese animalejo, que yo me encargaré de la salsa —contestó el lacayo gordo—. Chaiden ya le ha echado el ojo, y no aceptará que le defraudemos. Quiere que sea el plato principal para su cena con el jeque Mustafi.
Ambos asintieron, decididos a lograr la misión que tenían encomendada, y se retiraron, entre risas socarronas, de la abarrotada cocina. Luego de unos minutos, cuando ya no se oían pasos ni voces, Ingrad emergió de una de las alacenas en la cual se había escondido.
—Hijo de puta… —dijo, pensando en Chaiden, pues otro animal caería víctima de sus desquiciadas apetencias.
A la mañana siguiente, Ingrad se despertó con renovadas energías. Se sentía realmente bien, y le extrañaba no haber sido despertado por algún criado a las seis de la mañana, como era lo habitual. Y para complementar su sorpresa, junto a su cama yacía una bandeja de desayuno llena de frutos y zumos que eran de su agrado.
Más tarde, al caminar por los pasillos de la mansión, los demás criados le sonreían o saludaban. Evidentemente, algo extraño estaba sucediendo. Tanta bondad hacia él no era algo habitial.
—¡Ingrad! —exclamó uno de los criados. Era Jonás, un escuálido y calvo esperpento que se encargaba de conseguir las especias para los platillos de Chaiden-.
—¿Sí? —contestó Ingrad.
El criado se acercó y le dio unas amistosas palmaditas en la espalda.
—¿Cómo estas hoy, Ingrad? —pregunto Jonás—. ¿Te ha gustado el desayuno? Sabemos que esas cosas te gustan y no le hacen daño a tu… a tus estómagos, para ser más exacto.
—¿Se puede saber que sucede aquí? —inquirió Ingrad.
—¿A qué te refieres, amigo?
—-Pues, precisamente a eso, a lo que acabas de hacer.
—¿Qué cosa?
—Me estás tratando bien. ¿Por qué lo haces? No tiene sentido. Aquí siempre me han tratado mal, como si yo fuera basura que solo sirve para remover el polvo y desechar desperdicios.
—Sucede que nos hemos dado cuenta de lo importante que eres para este lugar —contestó Jonás—. Tú haces muchas cosas por esta mansión, y el Barón nos ha ordenado que ya es tiempo de reconocer tus años de arduo trabajo.
Ingrad emitió una carcajada gutural. Su risa, como las de todos los de su especie, era una suerte de espasmo bronquial. Muy desagradable, por cierto.
—No me lo creo —contestó Ingrad—. Seré de otro planeta, pero no soy… ¿cómo le dicen ustedes?.. estúpido. Sí, eso. No soy estúpido.
—Está bien, está bien —dijo el criado—. Nos has pillado. Te diré la verdad, después de todo quizás así sea más fácil. Verás, sucede que a nuestro amo se le ha metido en la cabeza cuál es el animal que quiere para su cena con el Jeque, y se trata de uno escurridizo y muy difícil de encontrar.
—¿Y eso que tiene que ver conmigo?
—Tú eres muy inteligente, ¿no es así? ¿No eras acaso inventor en tu planeta natal?
—Ingeniero en Industrias Hiperespaciales Kormak —contestó Ingrad con cierto orgullo.
—Bueno, el punto es que eres inteligente, y por eso necesitamos tu ayuda para capturar a ese animal. La cena con el Jeque será dentro de tres meses. Pensamos que en ese tiempo tal vez podrías inventar alguna clase de trampa que nos facilite atrapar al animal.
—Me lo dices como si tuviera alguna opción. Pero si el Barón quiere que lo haga, estaré obligado a hacerlo.
—Eso es cierto —admitió el criado—. Pero ten en cuenta que si haces un buen trabajo, serás recompensado. Se duplicarán tus raciones de comida mientras trabajes en la máquina, y si en definitiva funciona, el Barón promete dejarte en libertad. Él tiene amigos mercenarios que poseen naves espaciales. Dice que arreglará con alguno para que te lleve hasta algún lugar cercano a tu planeta.
—¿Lo dices en serio? —exclamó Ingrad, emocionado—.
—Por supuesto que sí. Ya sabes que el Barón puede ser un verdadero malnacido, pero también sabes que es conocido por cumplir, para bien o para mal, con todas sus promesas.
—En eso tienes razón —reconoció Ingrad, sin poder ocultar su felicidad—. Pues bien, dile al Barón que construiré para él una máquina infalible.
—Entonces tenemos un trato —dijo el criado. Luego agregó: —Ya hemos preparado una habitación para que la utilices de taller, o laboratorio, o como le llames. Se te proveerá de todo lo que necesites, ya que el Barón espera que la trampa funcione.
Los días pasaban rápidamente. Ingrad trabajaba incansablemente en el taller, ideando una máquina que sirviera para capturar a la presa deseada por Chaiden. Su calidad de vida había mejorado; ahora le alimentaban regularmente y el trabajo era más satisfactorio, pues podía hacer uso de su intelecto. Y como los criados del Barón no entendían nada sobre ingeniería o cosas por el estilo, le surtían de los elementos que él necesitaba sin siquiera chistar.
—¿Y cómo va el invento? —preguntó Jonás, al tiempo que entraba al taller, teniendo cuidado de no tocar nada que pudiera afectar el trabajo de Ingrad—. ¿Empieza a cobrar forma?
—Claro que sí —contestó Ingrad—. He avanzado bastante en estos últimos días, pero me sería de mucha utilidad saber más detalles sobre el dichoso animal. Sólo me han dicho lo que come, y que además es muy inteligente y ágil.
—Es un animal muy particular. Raramente es avistado por las personas, ya que siempre se anda guarecido. Se sospecha que no hay demasiados ejemplares de su especie en la actualidad. Por eso mismo es difícil aportar mayores datos.
Jonás observó que la bandeja de comida de Ingrad estaba vacía.
—¿Quieres más alimentos Ingrad? —preguntó el criado—. Tenemos tomates frescos y piñas. Sabemos cuánto te gustan las piñas, aunque la verdad corriste un gran riesgo aquella vez, cuando probaste una de ellas para comprobar si tus estómagos la toleraban.
—Un gran riesgo —coincidó Ingrad—. Pero valió la pena. Y ya que lo mencionas, me apetecerían unas piñas. Aunque, por otro lado, quizá no debería comer tanto. Creo que estoy ganando algo de peso  —Ingrad se estrió un rollo de la panza.
—Bah, que importa eso. Dejemos los problemas de imagen para las mujeres.
—Y necesito que me traigas algunos limones, peras y uvas verdes.
—Pero tú no puedes comer esas cosas.
—Son para la máquina. En nuestro planeta hemos descubierto que los zumos de frutas similares a las que te he indicado sirven para mejorar los efectos del aceite lubricante.
—¿Utilizan zumo de frutas cómo agregado lubricante? —se sorprendió Jonás—. Que ingenioso.
Ingrad se encogió de hombros.
—Necesito que me traigan esas frutas los días martes y jueves —dijo Ingrad—. Son los días que dedicaré a lubricar los engranajes de la máquina.
Las semanas pasaron y la invención de Ingrad fue cobrando más y más forma. Forma de qué, ni siquiera él podría decirlo, pues solamente se había dedicado a unir piezas y engranajes al azar en una trampa para osos. No obstante, los ineptos lacayos del Barón creían que se trataba de un arma mortífera y colosal.
Pero en vísperas de la fecha estipulada para probar la máquina, Ingrad comenzó a sentirse algo enfermo. Si bien había aumentado unos ocho quilos gracias a una buena alimentación, su salud parecía haberse deteriorado. Cuando le preguntaban qué era lo que le sucedía, respondía que se trataba sólo de cansancio, consecuencia de su arduo trabajo.
Finalmente llegó el día que todos habían estado esperando, el día en que se vencía el plazo para entregar el invento, un invento que, por cierto, no funcionaba en lo absoluto. Pero eso no tenía importancia.  Ingrad se había dado cuenta de todo y sabía lo que ocurriría después.
Tal y como lo había esperado, en medio de la noche unos tres criados del Barón irrumpieron violentamente en su habitación, mientras él se encontraba durmiendo, y se lo llevaron a la fuerza.
Al llegar el día de la cena con el Jeque Mustafi, el Barón Chaiden se encontraba ansioso y emocionado. No sólo forjaría nuevos y provechosos lazos comerciales con un corrupto mercenario como él, sino que por fin probaría ese manjar que tanto había esperado. Ese por el cual sus fauces se llenaban de viscosa saliva de solo pensarlo.
Se sentaron a la mesa, y los sirvientes trajeron en una bandeja de plata el preciado tesoro culinario.
—¡Ah, sí que huele bien! —dijo el Jeque—. ¿Puedo preguntar qué es?
El Barón asintió con una sonrisa.
—¡Un manjar que sólo alguien como yo podría conseguir! —exclamó orgulloso—. ¡Un platillo de otro mundo! Del planeta Perseth, según él solía contarnos.
—¡Asombroso!  ¿Y cómo lo capturaste?
—Lo encontré naufragando en el espacio, en una destartalada nave. Como era el único que quedaba con vida, le traje aquí y le convertí en uno de mis sirvientes. Me fue útil por un tiempo, ¿pero quién diría que terminaría siendo mi cena?
Ambos estallaron en carcajadas, y luego de brindar con un fino vino proveniente de las bodegas del Jeque, se dispusieron a cenar. Jamás, en sus nefastas vidas, habían probado tal manjar. La deliciosa carne se deshacía en sus paladares y viajaba suavemente por las resbaladizas grutas hasta sus inescrupulosos estómagos. Por un momento estuvieron extasiados de placer, pero sólo por un momento, ya que prontamente comenzaron a ahogarse y a toser descontroladamente, y unos finos hilos de sangre comenzaron a brotar de sus narices.
Ya no había nada que hacer, estaban muriendo.
Sucede que, como bien alguien lo habían dicho, Ingrad era un animal muy inteligente, y no tardó mucho en darse cuenta de la farsa. Por eso, mientras trabajaba en el supuesto invento, con una simple mentira había conseguido, sin levantar sospechas, que le surtieran de aquellos alimentos que eran nocivos para él, y los ingirió, con gran desagrado, cada martes y jueves. Así, todo su cuerpo terminó por infectarse con toxinas letales. Es que Ingrad no estaba dispuesto a dejar este mundo sin vengarse, de una vez por todas, de su amo, esa abominable bola de grasa carnívora.
Después de todo, una de las tantas cosas que había aprendido de los humanos, es que la venganza es un plato que se sirve mejor frío.

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