UN MANJAR PARA TU BOCA
Ahí estaba él, su amo, esa abominable bola de grasa carnívora, sentado
en el extremo de la extensa mesa del comedor. Como de costumbre, llenaba su maloliente boca
con los desagradables manjares que le preparaban sus cocineros, y, como de
costumbre, almorzaba en solitario, en el extremo de esa extensa mesa en la cual
podrían caber, al menos, unos cincuenta comensales.
Cada vez que Ingrad veía al rechoncho adefesio de su amo atragantarse
con los platillos que le servían sus criados, se preguntaba cuál era la
necesidad de una mesa tan grande, si de todas maneras aquél siempre comía solo.
Quizá sería porque a su amo le encantaba demostrar que le sobraba el dinero, y
que podía derrocharlo sin el más mínimo remordimiento. Quizá su amo se
regocijaba exhibiendo su corrupta opulencia.
—Estoy satisfecho —dijo el Barón Chaiden—. Puedes retirar los restos.
El obeso hombre se inclinó hacia atrás, lo poco que pudo, y luego de un
arduo trabajo logró desabrocharse el ancho cinturón. La maleable masa de tejido
adiposo se derramó libre al fin, provocándole gran satisfacción.
Ingrad emergió de un rincón sombrío de la sala y comenzó a despejar la
mesa. Odiaba a Chaiden con cada fibra de su cuerpo. Le odiaba por no haberle
dejado morir aquella vez, y por haberle sometido, en cambio, a toda una vida de
servidumbre. ¿Pero qué podía hacer? Después de todo, ahora se encontraba en un
planeta extraño y hostil. Si escapaba no tendría donde ir, y probablemente
moriría en cuestión de semanas, pues nadie se interesaría en prestar ayuda a un
patético alienígena. O peor aún, quizá le capturarían para experimentar con él.
Años atrás, luego de que colisionara con un pequeño asteroide, la nave
comercial en la que Ingrad viajaba con su familia quedó a la deriva. Cuando el
Barón Chaiden, que viajaba en su yate espacial de lujo, encontró los restos de
la nave, se dio con que todos los extraños pasajeros habían muerto, excepto
uno.
Al principio pensó en vender a Ingrad, pues al parecer se trataba de una
especie todavía no catalogada por la Confederación, y por ende muy valiosa. Sin
embargo, el alienígeno parecía ser un espécimen inteligente. Hasta ese momento,
los pocos seres vivos extra-planetarios que se habían descubierto, si bien se
asemejaban a los animales terrestres, no presentaban características
intelectuales avanzadas. De todas formas, luego de meditar las distintas
posibilidades, el Barón pensó que no necesitaba aún más dinero, así que optó
por no efectuar la venta. Además, el extraño y menudo alienígeno parecía
demostrar asombrosos signos de inteligencia, así que quizá le podría servir de
algo. Nunca venía mal tener un sirviente más, sobre todo cuando se trataba de
mano de obra barata.
Luego de un par de años de entrenamiento, el extraño homínido
extra-planetario comenzó a entender, aunque con ciertas limitaciones, el idioma
y las costumbres humanas. Así fue entonces, que el solitario Barón decidió
convertir a Ingrad en su criado personal, pues pensó que como el pobre no tenía
a quien más acudir, le seria siempre fiel. Y, por otro lado, le gustaba
amedrentarlo. Ya le había amenazado en
reiteradas ocasiones, diciéndole que, si alguna vez osaba traicionarlo, lo
entregaría a los científicos del gobierno, siempre tan dispuestos a las
disecciones y a los experimentos genéticos.
Los años pasaron, y la opresión en el pecho de Ingrad se había vuelto
insostenible. Una mezcla de impotencia, sumisión y odio polucionaban su
corazón. Su odio era tan intenso que parecía tener vida propia, como un ente en
sí mismo, como un parásito que le corroía las entrañas. Cada vez que Ingrad
veía a su amo, a ese bulbo sudoroso y grosero, llenarse el estómago con los
cadáveres de otros seres vivos, se le revolvían las tripas, y las venas de su
frente latían desenfrenadas al compás de los exaltados pálpitos de cólera.
Jamás, en sus ciento treinta y siete años de vida, había visto tal aberración.
En su planeta natal, y en todos los demás que había visitado, los seres
dominantes, aquellos que poseían una elevada inteligencia y raciocinio, jamás
hubiesen concebido matar a otro animal para comerse su cadáver. Sin embargo, los nauseabundos humanos, quienes
se jactaban de su inteligencia y de ser una especie evolucionada, lo hacían sin
remordimientos. Hacían gala de su tecnología pero en el fondo continuaban
siendo una especie bárbara que todavía no había descubierto como producir
alimentos sintéticos y nutritivos.
Ingrad consideraba, con justa razón, que el Barón Chaiden era el peor de
todos los humanos. Después de todo, su objetivo era devorar al menos un
ejemplar de todas las demás especies de animales del planeta, aun cuando, según
había oído Ingrad, se habían establecido leyes para la protección y
conservación de la fauna. Fuera como fuese, el Barón Chaiden lograba hacerse
con las suyas y mantenerse al margen de la ley. Pero en los últimos años las
cacerías clandestinas se habían tornado más difíciles. Debido a las crecientes
y más eficientes medidas de prevención contra los cazadores furtivos, los
criados del Barón retornaban muchas veces con las manos vacías, o traían algún
animal cuyos parientes cercanos ya habían conocido la húmeda hediondez de sus
grumosas fauces. Y esto le disgustaba cada día más.
Un día en particular, Ingrad se encontraba realizando sus quehaceres
domésticos, cuando repentinamente uno de los demás sirvientes entró a la sala.
—¡Maldito alienígeno! ¡Te he estado buscando por todas partes!
—exclamó—. Nuestro amo no se siente bien. Creemos que puede tratarse de un ataque al corazón, así que le
llevaremos ahora mismo al hospital. Por
ser hoy vísperas de navidad, los demás sirvientes se irán pronto, así que
procura cuidar de todo hasta nuestro regreso. ¡No destroces nada, de lo
contrario te enviaremos en una caja directo a la unidad de experimentos
biológicos!
Acto seguido, el lacayo giró sobre sus pasos y echó a correr, dejando a
Ingrad solo y perplejo en la habitación.
Era la primera vez que le dejarían a solas en la mansión.
Se asomó a la ventana y vio a la ambulancia en el jardín. Siete hombres…
ocho, con el criado que ahora llegaba corriendo, trataban de asistir a los
paramédicos en su inigualable lucha por subir al fláccido Chaiden al vehículo
de emergencias.
—Espero que ese endemoniado obeso muera camino al hospital —pensó
Ingrad, y sin prestar mayor atención a los sucesos, continuó removiendo el
polvo de las antigüedades, con un plumero hecho de una de las tantas víctimas
de su amo.
Pasaron las horas. Ya había removido todo el polvo que sus cansados
hombros le permitían, ya había pulido casi todos los muebles y limpiado gran
parte de los suelos de mármol. Se sentó entonces, exhausto, en uno de los
acojinados sillones de la sala.
La mansión estaba sumida en un silencio denso y tétrico. Solo un pequeño
ronroneo había captado su atención, y después de haber buscado intensamente de
dónde provenía, terminó por darse cuenta de
que se trataba de su propio estómago. Los pocos criados que quedaban en
la casa se habían marchado, y nadie se había dignado en dejarle ni siquiera una
dura hojuela de pan.
Después de meditarlo un rato, cuando ya el ronroneo se había convertido
en una suerte de rugido que rompía el silencio que se cernía en los
alrededores, se incorporó con decisión y se dirigió hacia uno de los pocos
lugares a los que tenía prohibido el paso: la cocina de la mansión.
—Cocina… —pensó. Así llamaban los grotescos humanos al lugar donde
guardaban los cadáveres que ingerían. Pero seguramente habría alguna clase de
vegetal que él pudiese comer. Por lo general, le alimentaban con algo llamado
zanahoria, que no era más que una versión diminuta de la planta de skag que
también se encontraba en su planeta natal. Se conformaría con encontrar algo de
eso.
La cocina se encontraba bastante ordenada, aunque más abarrotada de
alimentos que en otras épocas del año. Había notado que la proximidad de la
festividad llamada navidad hacía que los humanos recolectaran más alimentos que
de costumbre, y que en la celebración se dieran un hartazgo con ellos. Se
imaginó al Barón comiendo aún más de lo que generalmente acostumbraba, y un
escalofrío mezclado con una sensación de repugnancia le invadió de inmediato.
Tendría que encontrar alguno de los alimentos similares a los de su
planeta. Su aparato digestivo no estaba capacitado para procesar muchas de las
comidas que los humanos consumían. Él sabía, por experiencia, que algunas cosas
le producían diversos ataques alérgicos o epilépticos; otras podrían hasta
matarle, pues al mezclarse con sus jugos gástricos producirían una reacción
química venenosa. En definitiva, por lo general Ingrad sólo podía ingerir
verduras y frutos de aquellos colores similares a los de su planeta: tomates,
zanahorias, naranjas, remolachas, y en general aquello que tuviese un color
fuerte o dentro de la gama de colores rojizos o anaranjados, aunque había
ciertas excepciones.
Luego de rebuscar entre los diferentes víveres, sólo encontró un par de
naranjas, las cuales no bastarían para clalmar su desorbitada hambruna. Después
de todo, tenía dos estómagos.
Sobre los mesones había gran cantidad de papas, lechugas, choclos, uvas
verdes, y uno que otro animal muerto, pero pocos alimentos de su agrado. Se
decidió entonces a husmear dentro de la caja mortuoria, esa en donde los humanos
guardaban en frío los cadáveres, para así retrasar su descomposición. Esa cosa
que los humanos llamaban heladera.
Tomates —pensó Ingrad. Eso le sentaría bien. Unos cuantos tomates y
naranjas bastarían para saciar su apetito hasta la mañana siguiente. Pero en el
momento en que Ingrad llenaba una bolsa de plástico con lo que sería su cena,
escuchó una combinación de voces y pasos que se acercaban. Sabía que, por
órdenes del Barón, si le encontraban en la cocina, sobe todo manipulando
alimentos, deberían matarle. Pero no quería morir todavía, no sin vengarse del
Barón.
Dos lacayos del Barón Chaiden ingresaron a la cocina.
—Bien —dijo uno de ellos en voz baja—. Aquí podemos conversar
tranquilos.
—No hay mucho más que decir —contestó el otro—. El Barón ya lo ha
decidido así. Lo quiere frito, acompañado con papas a la francesa y salsa de
champiñones. Es un nuevo animal, así que quiere darse con todos los gustos.
—Es más fácil decirlo que hacerlo. El primer punto es como lo cazaremos.
Es un animal ágil y escurridizo. Y el segundo, pero no menos importante, es que
en esta época del año se hace difícil conseguir champiñones.
—Tú encárgate de atrapar a ese animalejo, que yo me encargaré de la
salsa —contestó el lacayo gordo—. Chaiden ya le ha echado el ojo, y no aceptará
que le defraudemos. Quiere que sea el plato principal para su cena con el jeque
Mustafi.
Ambos asintieron, decididos a lograr la misión que tenían encomendada, y
se retiraron, entre risas socarronas, de la abarrotada cocina. Luego de unos
minutos, cuando ya no se oían pasos ni voces, Ingrad emergió de una de las
alacenas en la cual se había escondido.
—Hijo de puta… —dijo, pensando en Chaiden, pues otro animal caería
víctima de sus desquiciadas apetencias.
A la mañana siguiente, Ingrad se despertó con renovadas energías. Se
sentía realmente bien, y le extrañaba no haber sido despertado por algún criado
a las seis de la mañana, como era lo habitual. Y para complementar su sorpresa,
junto a su cama yacía una bandeja de desayuno llena de frutos y zumos que eran
de su agrado.
Más tarde, al caminar por los pasillos de la mansión, los demás criados
le sonreían o saludaban. Evidentemente, algo extraño estaba sucediendo. Tanta
bondad hacia él no era algo habitial.
—¡Ingrad! —exclamó uno de los criados. Era Jonás, un escuálido y calvo
esperpento que se encargaba de conseguir las especias para los platillos de
Chaiden-.
—¿Sí? —contestó Ingrad.
El criado se acercó y le dio unas amistosas palmaditas en la espalda.
—¿Cómo estas hoy, Ingrad? —pregunto Jonás—. ¿Te ha gustado el desayuno?
Sabemos que esas cosas te gustan y no le hacen daño a tu… a tus estómagos, para
ser más exacto.
—¿Se puede saber que sucede aquí? —inquirió Ingrad.
—¿A qué te refieres, amigo?
—-Pues, precisamente a eso, a lo que acabas de hacer.
—¿Qué cosa?
—Me estás tratando bien. ¿Por qué lo haces? No tiene sentido. Aquí
siempre me han tratado mal, como si yo fuera basura que solo sirve para remover
el polvo y desechar desperdicios.
—Sucede que nos hemos dado cuenta de lo importante que eres para este
lugar —contestó Jonás—. Tú haces muchas cosas por esta mansión, y el Barón nos
ha ordenado que ya es tiempo de reconocer tus años de arduo trabajo.
Ingrad emitió una carcajada gutural. Su risa, como las de todos los de
su especie, era una suerte de espasmo bronquial. Muy desagradable, por cierto.
—No me lo creo —contestó Ingrad—. Seré de otro planeta, pero no soy…
¿cómo le dicen ustedes?.. estúpido. Sí, eso. No soy estúpido.
—Está bien, está bien —dijo el criado—. Nos has pillado. Te diré la
verdad, después de todo quizás así sea más fácil. Verás, sucede que a nuestro
amo se le ha metido en la cabeza cuál es el animal que quiere para su cena con
el Jeque, y se trata de uno escurridizo y muy difícil de encontrar.
—¿Y eso que tiene que ver conmigo?
—Tú eres muy inteligente, ¿no es así? ¿No eras acaso inventor en tu
planeta natal?
—Ingeniero en Industrias Hiperespaciales Kormak —contestó Ingrad con
cierto orgullo.
—Bueno, el punto es que eres inteligente, y por eso necesitamos tu ayuda
para capturar a ese animal. La cena con el Jeque será dentro de tres meses.
Pensamos que en ese tiempo tal vez podrías inventar alguna clase de trampa que
nos facilite atrapar al animal.
—Me lo dices como si tuviera alguna opción. Pero si el Barón quiere que
lo haga, estaré obligado a hacerlo.
—Eso es cierto —admitió el criado—. Pero ten en cuenta que si haces un
buen trabajo, serás recompensado. Se duplicarán tus raciones de comida mientras
trabajes en la máquina, y si en definitiva funciona, el Barón promete dejarte
en libertad. Él tiene amigos mercenarios que poseen naves espaciales. Dice que
arreglará con alguno para que te lleve hasta algún lugar cercano a tu planeta.
—¿Lo dices en serio? —exclamó Ingrad, emocionado—.
—Por supuesto que sí. Ya sabes que el Barón puede ser un verdadero
malnacido, pero también sabes que es conocido por cumplir, para bien o para
mal, con todas sus promesas.
—En eso tienes razón —reconoció Ingrad, sin poder ocultar su felicidad—.
Pues bien, dile al Barón que construiré para él una máquina infalible.
—Entonces tenemos un trato —dijo el criado. Luego agregó: —Ya hemos
preparado una habitación para que la utilices de taller, o laboratorio, o como
le llames. Se te proveerá de todo lo que necesites, ya que el Barón espera que
la trampa funcione.
Los días pasaban rápidamente. Ingrad trabajaba incansablemente en el
taller, ideando una máquina que sirviera para capturar a la presa deseada por
Chaiden. Su calidad de vida había mejorado; ahora le alimentaban regularmente y
el trabajo era más satisfactorio, pues podía hacer uso de su intelecto. Y como
los criados del Barón no entendían nada sobre ingeniería o cosas por el estilo,
le surtían de los elementos que él necesitaba sin siquiera chistar.
—¿Y cómo va el invento? —preguntó Jonás, al tiempo que entraba al
taller, teniendo cuidado de no tocar nada que pudiera afectar el trabajo de
Ingrad—. ¿Empieza a cobrar forma?
—Claro que sí —contestó Ingrad—. He avanzado bastante en estos últimos
días, pero me sería de mucha utilidad saber más detalles sobre el dichoso
animal. Sólo me han dicho lo que come, y que además es muy inteligente y ágil.
—Es un animal muy particular. Raramente es avistado por las personas, ya
que siempre se anda guarecido. Se sospecha que no hay demasiados ejemplares de
su especie en la actualidad. Por eso mismo es difícil aportar mayores datos.
Jonás observó que la bandeja de comida de Ingrad estaba vacía.
—¿Quieres más alimentos Ingrad? —preguntó el criado—. Tenemos tomates
frescos y piñas. Sabemos cuánto te gustan las piñas, aunque la verdad corriste
un gran riesgo aquella vez, cuando probaste una de ellas para comprobar si tus
estómagos la toleraban.
—Un gran riesgo —coincidó Ingrad—. Pero valió la pena. Y ya que lo
mencionas, me apetecerían unas piñas. Aunque, por otro lado, quizá no debería
comer tanto. Creo que estoy ganando algo de peso —Ingrad se estrió un rollo de la panza.
—Bah, que importa eso. Dejemos los problemas de imagen para las mujeres.
—Y necesito que me traigas algunos limones, peras y uvas verdes.
—Pero tú no puedes comer esas cosas.
—Son para la máquina. En nuestro planeta hemos descubierto que los zumos
de frutas similares a las que te he indicado sirven para mejorar los efectos
del aceite lubricante.
—¿Utilizan zumo de frutas cómo agregado lubricante? —se sorprendió Jonás—.
Que ingenioso.
Ingrad se encogió de hombros.
—Necesito que me traigan esas frutas los días martes y jueves —dijo
Ingrad—. Son los días que dedicaré a lubricar los engranajes de la máquina.
Las semanas pasaron y la invención de Ingrad fue cobrando más y más
forma. Forma de qué, ni siquiera él podría decirlo, pues solamente se había
dedicado a unir piezas y engranajes al azar en una trampa para osos. No
obstante, los ineptos lacayos del Barón creían que se trataba de un arma
mortífera y colosal.
Pero en vísperas de la fecha estipulada para probar la máquina, Ingrad
comenzó a sentirse algo enfermo. Si bien había aumentado unos ocho quilos
gracias a una buena alimentación, su salud parecía haberse deteriorado. Cuando
le preguntaban qué era lo que le sucedía, respondía que se trataba sólo de
cansancio, consecuencia de su arduo trabajo.
Finalmente llegó el día que todos habían estado esperando, el día en que
se vencía el plazo para entregar el invento, un invento que, por cierto, no
funcionaba en lo absoluto. Pero eso no tenía importancia. Ingrad se había dado cuenta de todo y sabía
lo que ocurriría después.
Tal y como lo había esperado, en medio de la noche unos tres criados del
Barón irrumpieron violentamente en su habitación, mientras él se encontraba
durmiendo, y se lo llevaron a la fuerza.
Al llegar el día de la cena con el Jeque Mustafi, el Barón Chaiden se
encontraba ansioso y emocionado. No sólo forjaría nuevos y provechosos lazos
comerciales con un corrupto mercenario como él, sino que por fin probaría ese
manjar que tanto había esperado. Ese por el cual sus fauces se llenaban de
viscosa saliva de solo pensarlo.
Se sentaron a la mesa, y los sirvientes trajeron en una bandeja de plata
el preciado tesoro culinario.
—¡Ah, sí que huele bien! —dijo el Jeque—. ¿Puedo preguntar qué es?
El Barón asintió con una sonrisa.
—¡Un manjar que sólo alguien como yo podría conseguir! —exclamó
orgulloso—. ¡Un platillo de otro mundo! Del planeta Perseth, según él solía
contarnos.
—¡Asombroso! ¿Y cómo lo
capturaste?
—Lo encontré naufragando en el espacio, en una destartalada nave. Como
era el único que quedaba con vida, le traje aquí y le convertí en uno de mis
sirvientes. Me fue útil por un tiempo, ¿pero quién diría que terminaría siendo
mi cena?
Ambos estallaron en carcajadas, y luego de brindar con un fino vino
proveniente de las bodegas del Jeque, se dispusieron a cenar. Jamás, en sus
nefastas vidas, habían probado tal manjar. La deliciosa carne se deshacía en
sus paladares y viajaba suavemente por las resbaladizas grutas hasta sus
inescrupulosos estómagos. Por un momento estuvieron extasiados de placer, pero
sólo por un momento, ya que prontamente comenzaron a ahogarse y a toser
descontroladamente, y unos finos hilos de sangre comenzaron a brotar de sus
narices.
Ya no había nada que hacer, estaban muriendo.
Sucede que, como bien alguien lo habían dicho, Ingrad era un animal muy
inteligente, y no tardó mucho en darse cuenta de la farsa. Por eso, mientras
trabajaba en el supuesto invento, con una simple mentira había conseguido, sin
levantar sospechas, que le surtieran de aquellos alimentos que eran nocivos
para él, y los ingirió, con gran desagrado, cada martes y jueves. Así, todo su
cuerpo terminó por infectarse con toxinas letales. Es que Ingrad no estaba
dispuesto a dejar este mundo sin vengarse, de una vez por todas, de su amo, esa
abominable bola de grasa carnívora.
Después de todo, una de las tantas cosas que había aprendido de los
humanos, es que la venganza es un plato que se sirve mejor frío.
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