jueves, 21 de julio de 2016

Alba Bascou-Argentina/Julio de 2016

El abrazo

Egeo había crecido con los códigos de la familia griega. Un padre rígido, una madre complaciente en la apariencia pero que le hacía creer al pobre don Macario que él era el comandante del hogar, cuando en realidad era un sencillo colaborador, que le acercaba todas las ganancias de su trabajo. Un hermano mayor rígido, con conceptos tan estrictos que a veces hasta le daba miedo.
Egeo creció, estudió como pudo y lo único que lo salvaba era su creatividad y su embelesamiento por las mujeres sin importancia de edades. Siguió con una casa de ventas de dulces y tés  y masitas griegas que había heredado de su padre, con horarios desvencijados que hacía que mientras otros ganaban espacio en el ramo, él empezara a endeudarse mientras el amor lo embelesaba por etapas. Ya de una mujer entrada en años, ya de una jovencita glotona hasta que pareció asentarse con una muchacha de su edad que dio nacimiento a su hijo. Fueron años de amor y desasosiego. Cornelia Primera, su mujer, que llevaba ese nombre haciendo honor como buena descendiente de griegos a la familia de origen, allá lejos, lo notaba muchas veces errante, comprobaba que desaparecía del negocio para distraerse sin importarle en absoluto la suerte que aquél corría.
Llegó el aburrimiento, el cansancio, la separación de las dos partes y finalmente el desalojo de la unión.
Y quedó solo. Es decir, rodeado de algunos que decían ser sus amigos, que le golpeaban el hombro y le comentaban qué suerte te la sacaste de encima, ojalá yo pudiera. Compartir las salidas con los hombres todas las noches humedecidas por el wisky, prostitutas y juego fue la nueva etapa, estimulada por los que andaban en la vida a los empujones como él.  La mala bohemia arrasó su cuerpo y sus ideas.
Y allí aumentó el desenfreno en que no llegaba a distinguir en sus noches de pocker y vino,  la figura de un hombre o de una mujer.
            Y cierta tarde, sentado en la mesa de una confitería en tanto saboreaba su tercer wisky, observó a una joven estilo Rodin, sentada frente a él, que escuchaba cómo era criticada por una viejas señoras que tenía a su derecha. Siguió con ese estado de perro cansino acumulando su atención y vio cómo aquélla se levantaba hasta el baño contoneándose unas nalgas demasiado desarrolladas y movedizas y revoloteando la cabeza al mismo tiempo que le estampaba una mirada.
Esperó tranquilo, escuchando los susurros de las entradas en años que posiblemente nunca se permitieron ese movimiento ni las miradas provocativas, quizás un tanto excesivas pero naturales y cuando regresó fijándole los ojos, deslumbrado estalló en aplausos y se sentó a su mesa.
De allí, empezó un nueva historia que no podía creerla pero su pensamiento griego lo aventuraba. Sus 60 años contra los 20 de ella no lo atemorizaron. Después de todo, había que renovarse. Sacarse el fantasma de la vejez y de los malos pensamientos con alguien de la que lo separaban dos generaciones. Sus colmillos vampirescos asomaban entre sus gruesos labios, a través de una feliz sonrisa .
. Un amor extraño para otros, radiante y engolosinado para él con el que hacía ostentación de su poder amoroso presentaba la visión de un hombre añoso unido a un simple brote.
Pasaron dos años.  Todo parecía haber vuelto a su lugar. Albricias y Egeo aparecían como una pareja enamorada cuando anunciaron su primer hijo. Los dos ostentaban con alegría la noticia que era compartida por los otros, con cierta admiración.
Cierta tarde, su amigo llegó al local y subió las escaleras caracol que lo llevaban al escritorio de Egeo porque tenía ganas de darle un abrazo por el notición. Él  no estaba pero le escribió una nota, de pocas palabras y mucha emoción.  Bajó corriendo las mismas escaleras y de un salto se evaporó del lugar, saludando con un movimiento de mano a los empleados del local. La alegría recibida apuraba el ritmo de su corazón.
Llegó a su estudio. Encerrado en él, sonrió a solas. Pero, en un segundo se abrió la puerta para su asombro y dio paso a Egeo que abriendo los brazos lo estrechó con fuerza.
            Marcial palmeó su espalda balbuceando emocionado con un vamos compañero,
mientras entraban juntos  en la novela de la alegría que al pasar un tiempo los transformó en hombres invisibles en el territorio del más allá.

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