viernes, 22 de julio de 2016

Ascensión Reyes (Cuento)-Chile/Julio de 2016



EL  ÚLTIMO  CANDADO

     La pesada cortina metálica se debe bajar una vez más. Sin embargo, este día se escribe la última línea del Libro de Ventas Diarias de mi  negocio, que fuera por largos años una actividad próspera, en la que mis padres y después yo, hicimos gala de salud y vitalidad.

     Soy Elías Abur,  descendiente de palestinos. Mis padres llegaron muy jóvenes de su país natal, en un pueblito perdido entre montañas, a fin de mejorar su vida de pobres agricultores, sin posibilidades de cambiar. Con sólo el dinero del pasaje, yo en proyecto y muchas ilusiones en su mente. Su destino, una ciudad desconocida en el nuevo mundo. América, tierra de desafíos, en el extremo que baña el Pacífico. Una mágica y angosta faja donde no faltarían el agua y la comida. Punto de llegada para navegantes y extranjeros en busca de mejores oportunidades. Chile, y más precisamente su puerto principal, Valparaíso, fue nuestro destino.
     Llegaron en un pequeño bergantín en el cual se amontonaban pasajeros de las más diversas nacionalidades, con el mismo norte: Hacer suya la nueva tierra y dejar atrás todas las dificultades y la pobreza. Para ello debían aprender su lengua, adoptar sus costumbres. Trabajar mucho para dar mejor vida a los suyos.
     Durante el viaje, del idioma algo aprendieron, el resto lo haría la necesidad. Así, se instalaron en una pequeña pieza, que hacía de dormitorio, comedor y cocina. Un pequeño patio compartido con otras familias, era el tendedero de la ropa recién lavada y también el lugar de juego infantil para todos los vecinos. Allí confraternizaba la pobreza, con la inocencia y la desbordante energía de nuestra edad.  Este fue mi entorno, en un cité del cerro Barón.
     Sin embargo, a pesar de los pocos medios y la estrechez, había agua, mucha agua; sobre todo en invierno. De los cerros bajaban ríos líquidos inundando el plan de la ciudad. Audaces constructores improvisados levantaban sus casas como palafitos y año tras año,  más de alguna partía quebrada abajo, producto de la lluvia.
     Mis padres me contaron que el oficial civil que los  inscribió en el Registro de Inmigrantes era un hombre bastante mayor.  Usaba gruesos lentes  y  se  le notaba cierta dificultad para escuchar. Por ello, de nuestro apellido original  Aburleme,  sólo conservamos  Abur. O no lo entendió o le pareció más cómodo acortarlo. De tal manera que del apellido de nuestros ancestros, el nuevo mundo nos concedió solamente una parte como precio de una nueva vida.
     Mientras duraba la espera mía, vendieron a los vecinos algunas prendas de vestir en buen estado  que traían en su equipaje. Con  este producto, compraron otras nuevas para volver a venderlas.
     Con las mismas maletas del viaje, José, mi padre, empezó a subir a los cerros para colocar su mercadería. Cobrando semanalmente  a las caseras que lo esperaban con ansias de poder surtirse y cancelar en cómodas cuotas. Desde ropa interior hasta de cama, pasando por trajes,  medias y calcetas.
     Así,  el capital y la familia fueron creciendo. Ya éramos cinco en casa, habían llegado dos hijas más. El desafío era mayor, debían educarnos. Por ello, acostumbrados a las empresas difíciles, arrendaron un viejo negocio del barrio Puerto, cercano a la  Plaza Echaurren. Se instalaron con la mucha mercadería para dos maletas, pero poca para un local comercial.  Para disimular un  buen stock, se consiguieron cajas en una zapatería de la vecindad, las cuales forraron prolijamente para llenar las estanterías.
     -Señora María, necesito un camisón de dormir,  bastante amplio y en color rosado.
     -Caserita, mañana llega la nueva mercadería.  Si usted lo deja separado, yo se lo guardo para mañana, pues cuando llega algo nuevo se vende muy rápido.
     -Conforme, le abonaré dos pesos y mejor vuelvo pasado mañana.
     -Aquí se lo tendré sin falta.
     -Que usted  tenga buen día.
     -Adiós,  caserita.
     Apenas la clienta desaparecía, mamá decía a mi viejo.
     -José, anda de inmediato donde don René y le compras dos camisones rosados de la talla más grande,  pasado mañana vendrán  a retirar uno de ellos.
     Así moviéndose como conejos sin madriguera, el negocio fue creciendo, aumentando mercaderías y capital. Cuando yo tuve edad para ayudar, me integré tácitamente al negocio familiar y aunque era un adolescente me era más entretenido contar billetes y monedas  que descubrir secretos en los textos de estudio. Por eso, apenas terminé la primera enseñanza ya era el brazo derecho de mis padres.
     El tiempo transcurre raudo, sin que nos demos cuenta. Mis padres ya se advertían cansados, por ello dejé el colegio y me integré totalmente a la actividad comercial. Decidido a levantar el negocio a toda costa y casar bien a mis hermanas con algún paisano de buena situación. Fui a Santiago a comprar a las fábricas al por mayor. Oferté precios  y di un nuevo impulso al  modesto negocio que fuera en sus inicios.
     Mis hermanas se casaron  con buenos y prósperos  hombres de la colectividad. Ya contaba con varios sobrinos. Ellas y su familia  llegaban los domingos a la casa que yo compartía con mis padres. Los chicos decían venir a visitar a los abuelos y al tío solterón, desbaratando el orden y la tranquilidad hogareña de la semana.
     Ahora ya vendía al por mayor y muchos de los productos los fabricaba por cuenta propia. El esfuerzo familiar había rendido frutos. Del antiguo negocio solamente quedaba el recuerdo, podíamos darnos la satisfacción de vivir en casa propia y en un barrio de buen nivel. Mis padres  tenían bastante edad cuando fallecieron  y entre uno y otro se llevaron  muy poco tiempo. Así, la casa solitaria se hacía inmensa los fines de semana,  ya que de mi vida sentimental no podía decir mucho. Las conquistas femeninas siempre fueron eventuales y pasajeras. Mis afanes los había derivado solamente a  producir en la ahora gran empresa.
     Sin embargo, el tiempo fluye como río hacia el mar, yo también había envejecido, el cuerpo me lo recordaba a menudo. El pasado daba lugar al presente y al progreso. La propiedad sería demolida para construir un nuevo  edificio habitacional, con locales más pequeños y modernos. Las grandes tiendas habían dado condiciones de ventas,  con las cuales mi negocio no podía competir. La mayoría de los antiguos clientes habían derivado hacia ellas.
    
     Hoy,  con cerrar el candado, viejo guardián de mis intereses, he terminado de escribir la última página  de una actividad que ha sido mi vida y la de mis padres. Me arrebujo en el grueso abrigo, la noche está bastante fría. Creo que esbozo una semisonrisa  al hacerme la pregunta que a menudo ronda por mi cabeza. - ¿Habré hecho bien al escoger este camino, o habré errado miserablemente mi destino? ¡Señor!, dame una razón, pues yo no la encuentro.                 
     Camino  con la mente llena de preguntas sin respuesta. De pronto, me doy cuenta que voy acompañado por Berta, la cajera de siempre. Casi parte del inventario del negocio que acabo de cerrar. Ha sido tanta la costumbre de verla a diario que su presencia se me ha hecho casi invisible; hasta ahora.  La miro y ese rostro de mujer madura sonríe  dándome la  calidez del afecto desinteresado. Tímidamente  tomo  su mano, como niño pequeño en busca de protección. Necesito con urgencia  sentir el calor de otros dedos. La miro y ella aprieta mi  mano.
     Dos figuras de andar pausado se pierden por las desiertas calles de una ciudad que empieza su sueño nocturno.

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario