Rebecca en el pozo
Rebecca siente gusto a tierra. La siente
en la boca. La mastica, la tiene entre los dientes. Hay algo que le raspa en la
garganta y eso le da un poco de asco, pero se aguanta. Se aguanta y reconstruye la caída. Es tierra
—piensa— como si supiera el sabor que tiene el barro. Siente en la lengua una
sustancia pastosa, un sabor amargo y los dientes le crujen si los
aprieta, por eso sabe que es tierra lo que tiene adentro. No hay duda. Piensa
que a lo mejor fue cuando vino cayendo que pasó lo de la tierra en la boca;
mientras daba manotazos alocados, poniendo las esperanzas en cualquier cosa que
pareciera un saliente, en alguna ramita que se asomara por entre las grietas o
en las raíces de un árbol. Como si eso evitara que siguiera viaje abajo, trató
de agarrarse. Y ahí fue cuando tragó tierra. Pero no sabe, porque todo eso pasó
rápido y ahora solamente siente el gusto.
Si trata de concentrarse, si lo analiza un poco, lo único que se acuerda
es de estar ahí adentro, en el fondo, tratando de flotar. Como si hubiera
nacido en el pozo o se le hubieran borrado los recuerdos anteriores a éste. El
pozo tiene agua, un agua negra, sucia, con olor a podrido. Está oscuro y siente
las paredes cerca porque así están, muy cerca. Cayó en un pozo chiquito, de
esos en los que no cabe más que un alma.
Un círculo perfecto la conecta con el
cielo y, si mira para arriba, lo ve, pero muy, muy lejano. Todavía es de día y
pasan algunas nubes. Entre ellas aparece por momentos el celeste nítido, típico
de los cielos despejados. Pero nubes hay y, cuando se distrae mirando para
arriba, las puede ver pasar. Celeste mezclado con blanco, los colores del
cielo, piensa. Formando figuras, piensa. Figuras como lobos, osos, elefantes.
Pero las paredes del pozo son negras, negras de tierra mojada. No hay nada vivo
más que Rebecca y nada más vivo que Rebecca. Tiene la cabeza empapada, tirita
de frío y el pelo chorrea esas aguas oscuras que se le cuelan por los hombros y
la espalda, porque cuando cayó llegó hasta el fondo y quedó sumergida. Le tomó
un rato entender dónde estaba. Cuando el
cuerpo chocó contra el agua creyó que se moriría pronto. Mientras chapoteaba
con esa desesperación inmunda de los que se ahogan, sacó la cabeza para
respirar y se aferró a lo que pudo. Arañó las paredes aunque se le desmoronaran
encima, mientras las piedritas y el polvo caían en una lluvia fina, dejándola
ciega, sin aliento y con los ojos llorosos y ardiendo. Después descubrió que el
fondo no estaba tan lejos y se soltó, se dio cuenta de que el pozo no era mucho
más profundo, y que si estiraba los pies, podía tocar la base lodosa. Lo último
que recordó fue que cuando cayó lo hizo gritando, porque lo que pasó no lo
esperaba, no esperaba caerse, nadie espera eso.
Y fue cuando por primera vez la tierra, en algún manotazo, se le coló
por la boca y la dejó en ese estado amargo.
Entre esas paredes el grito se ahogó enseguida. Ahora en el pozo hay
silencio, casi lo único que hay es silencio. Silencio, agua y Rebecca, que
escucha su respiración y nada más. Y piensa, piensa más tranquila en el medio
del silencio, aunque esté mojada y con tierra en la garganta.
Buenísimo tu cuento Karina!!! Me gustó mucho. Beso Josefina Fidalgo
ResponderEliminarGracias, Josefina. Gracias por leerme y gracias a la Revista por publicar el material. Un abrazo grande.
ResponderEliminar