lunes, 25 de septiembre de 2017

Nora Coria-Argentina/Septiembre de 2017




OJOS AZULES Y LA REVELACIÓN DE SAN SANTIAGO *
 “Ojos azules,  no llores; no llores ni te enamores.”
(Manuel Casazola Huancco)

    
Cuando él llegó hasta la esquina de Lavalle y Alverro, encontró cerradas las puertas de la antigua iglesia. La noche era fresca, pero el poncho que llevaba como propio era suficiente abrigo.
Evitando pisar la bosta que habían dejado los caballos al costado de la plaza chica, se lamentó por no haber llegado a tiempo, por no haber sido uno más desde el comienzo de la festividad. Sintió cierto temor. ¿Y si el santito no se lo perdonaba? Se consoló, porque desde donde estaba, se oía la procesión. La música lo llevaría al encuentro de San Santiago. En parte así fue, porque los alcanzó.
La peregrinación ya andaba de regreso hacia las casas; sin embargo él acomodó el paso al ritmo de los otros. Parejas de mujeres llevaban cuartos de cordero con cuero, iban bailando cadenciosamente, avanzaban hasta el santo para ofrendarle el animalito, y luego retrocedían  para adelantarse nuevamente hacia él, con un paso acompasado. Seguían el rumbo que marcaban los jinetes, que iban dedicándole a Santiago otros tantos cuartos de cordero. Cuatro hombres cargaban la angarilla que portaba la imagen del santito bien vestida. ¡Qué hubiera dado él por ser uno de ellos!
Sintió rabia. Observó las miradas devotas de esos hombres y la rabia se transformó en una envidia extraña, una envidia triste que desconocía. Necesitaba descubrirse pleno de fe. Y la música... ¿Por qué no estaba destinado a él uno de los tantos instrumentos que sonaban esa noche? Quería ser uno de los venteros, uno más en la banda de sikuris...
Por momentos podía hacerse un lugar entre las columnas de devotos. Se acercaba tanto que podía sentirles el aliento a coca, a la sagrada coca de Los Andes. Pero enseguida debía volver a su lugar, a las veredas. Así iba, tropezándose con otros turistas, volviendo al sitio que le correspondía, a un costado.
A la altura del hospital, su mirada se cruzó con unos profundos ojos negros de mujer que lo observaban. Concibió en su corazón redobles más intensos. Y confió en el milagro. Interpretó que el santo estaba feliz por enlazar dos almas, y se prometió no defraudarlo. Pero la sombra de San Santiago pasó frente a él y en un parpadeo perdió el contacto con aquella intensa mirada negra.  Apresuró el paso y siguió siendo un suplicante, pero ahora, además de fe, mendigaba la bendición del amor.
Las bombas de estruendo anunciaban el final de la celebración. Desesperado, persiguió todos los ojos. Dejó de caminar. Y trotó. Y corrió. Se disparó entre el gentío y restregó su poncho contra la multitud hasta que, por fin, llegando a las últimas esquinas, encontró a la mujer que buscaba. Vestía la ropa de aquellas gentes, llevaba el cabello trenzado.
Ahí estaba la bella, contemplando la imagen del santo mientras rezaba en quechua, la lengua primigenia que él aún no podía comprender. Ansioso por aprehender aquel momento, sus ojos azules necesitaron retener ese cuadro de amor y de fe. No consiguió evitar la tentación. Y tomó la foto. La muchacha bajó los párpados ante el relámpago, y se alejó definitivamente.  Con el disparo del flash todo llegaba a su fin.
Él no dudó de que ese 25 de julio despedía definitivamente una ilusión. Comprendió con un dolor impreciso, recién estrenado, que San Santiago era para él una revelación, no un milagro.
Él tomó la foto. Él está del otro lado. Santiago se lo hizo saber y el gringo lloró. 

  • Forma parte de mi libro “Miradas de sal y otras” (cuentos, 2015).
  • Este cuento está publicado en Colombia.
Fue premiado por SADE

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