OJOS
AZULES Y LA REVELACIÓN
DE SAN SANTIAGO *
“Ojos azules,
no llores; no llores ni te enamores.”
(Manuel
Casazola Huancco)
Cuando él llegó
hasta la esquina de Lavalle y Alverro, encontró cerradas las puertas de la
antigua iglesia. La noche era fresca, pero el poncho que llevaba como propio
era suficiente abrigo.
Evitando pisar la
bosta que habían dejado los caballos al costado de la plaza chica, se lamentó
por no haber llegado a tiempo, por no haber sido uno más desde el comienzo de
la festividad. Sintió cierto temor. ¿Y si el santito no se lo perdonaba? Se
consoló, porque desde donde estaba, se oía la procesión. La música lo llevaría
al encuentro de San Santiago. En parte así fue, porque los alcanzó.
La peregrinación
ya andaba de regreso hacia las casas; sin embargo él acomodó el paso al ritmo
de los otros. Parejas de mujeres llevaban cuartos de cordero con cuero, iban
bailando cadenciosamente, avanzaban hasta el santo para ofrendarle el
animalito, y luego retrocedían para
adelantarse nuevamente hacia él, con un paso acompasado. Seguían el rumbo que
marcaban los jinetes, que iban dedicándole a Santiago otros tantos cuartos de
cordero. Cuatro hombres cargaban la angarilla que portaba la imagen del santito
bien vestida. ¡Qué hubiera dado él por ser uno de ellos!
Sintió rabia.
Observó las miradas devotas de esos hombres y la rabia se transformó en una
envidia extraña, una envidia triste que desconocía. Necesitaba descubrirse
pleno de fe. Y la música... ¿Por qué no estaba destinado a él uno de los tantos
instrumentos que sonaban esa noche? Quería ser uno de los venteros, uno más en
la banda de sikuris...
Por momentos podía
hacerse un lugar entre las columnas de devotos. Se acercaba tanto que podía
sentirles el aliento a coca, a la sagrada coca de Los Andes. Pero enseguida
debía volver a su lugar, a las veredas. Así iba, tropezándose con otros
turistas, volviendo al sitio que le correspondía, a un costado.
A la altura del
hospital, su mirada se cruzó con unos profundos ojos negros de mujer que lo
observaban. Concibió en su corazón redobles más intensos. Y confió en el
milagro. Interpretó que el santo estaba feliz por enlazar dos almas, y se
prometió no defraudarlo. Pero la sombra de San Santiago pasó frente a él y en
un parpadeo perdió el contacto con aquella intensa mirada negra. Apresuró el paso y siguió siendo un
suplicante, pero ahora, además de fe, mendigaba la bendición del amor.
Las bombas de
estruendo anunciaban el final de la celebración. Desesperado, persiguió todos
los ojos. Dejó de caminar. Y trotó. Y corrió. Se disparó entre el gentío y
restregó su poncho contra la multitud hasta que, por fin, llegando a las
últimas esquinas, encontró a la mujer que buscaba. Vestía la ropa de aquellas
gentes, llevaba el cabello trenzado.
Ahí estaba la
bella, contemplando la imagen del santo mientras rezaba en quechua, la lengua
primigenia que él aún no podía comprender. Ansioso por aprehender aquel
momento, sus ojos azules necesitaron retener ese cuadro de amor y de fe. No
consiguió evitar la tentación. Y tomó la foto. La muchacha bajó los párpados
ante el relámpago, y se alejó definitivamente.
Con el disparo del flash todo llegaba a su fin.
Él no dudó de que ese
25 de julio despedía definitivamente una ilusión. Comprendió con un dolor
impreciso, recién estrenado, que San Santiago era para él una revelación, no un
milagro.
Él tomó la foto.
Él está del otro lado. Santiago se lo hizo saber y el gringo lloró.
- Forma parte de mi libro “Miradas de sal y otras” (cuentos, 2015).
- Este cuento está publicado en Colombia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario