miércoles, 25 de septiembre de 2019

Lucía Lezaeta Mannarelli-Chile/Septiembre de 2019


LA CARTA

            Premiado en el Primer Concurso
Nacional de cuentos “Julio Silva Lazo”
           
            Algo se agita en mi pecho. – Algo que no se desvanece. Algo sobrenatural que, además de convivir con las inquietudes normales de los hechos cotidianos, insertos en la continuada estofa de los días, los desplaza y arrincona en una brumosa vaguedad totalmente desusada y casi innoble-. Algo que, en fin, no puedo explicar por ser diferente en tamaño, sentido y profundidad.
            Aquí en mi pecho, bajo mi tosco sayal y descarnados huesos, suenan notas diferentes, discordantes, liberadas del enlace tradicional y fugitivamente, hermanan una composición que rescata de la lejanía, otoños primaveras, etapas, períodos, juventudes, añoranzas, marchitas horas que han plasmado estos surcos en mi pálida faz. Cierto aire decadente ha venido a restar esplendor a la vida opacando mi imagen que debe ser exponente serena, viva y floreciente, del místico apostolado de caridad, bondad y actividad cual el árbol que es sombra, refugio y resguardo más amplio, mientras más años tiene su fronda.
            Esta inquietud ha motivado el viaje matinal hacia la cuidad. –Paisajes diversos se enmarcan en la ventanilla del vagón-. ¡Oh! ¿Por qué tropiezan mis dedos?- Mis sarmentosos y largos dedos hurgando el viejo maletín de viaje donde al fondo brillan las monedas sobrantes del pasaje y que debo juntar a unos pocos billetes para poder regresar.
            Casi tiemblo ordenando viejos papeles que debo mostrar. Comprobantes de colegios, hospitales, casas de reposo, conventos y escuelitas  rurales en que flotaron aleteantes mis mejores años-. Trabajo, servidumbre, sacrificio, esfuerzo y, también reflejos tornasoles de triunfos, alegrías e ilusiones. Estaciones de pueblecitos despertando a la luz del sol. Chicos lavados y vestidos. ¡Sabe Dios con cuánto sacrificio!, acudiendo presurosos a sus escuelas. Los veo ahora que el tren raudo va cruzando, pero mis tumultuosos pensamientos no se detienen  con el lazo de simpatía  y ternura que siempre derramé por ellos. ¿Por qué respiro diferente? ¿Qué espero o clamo? ¡Oh tren, apresúrate!- Allá un humo azul de una casita en medio del campo. Deshaciendo el hielo estará la leche caliente y el pan sobre la mesa mientras fuera, la humedad de la tierra se evapora en un vaho blanquecino-. Y otra parada ferroviaria. Y “un sólo día a la semana” me habían dicho. Y la información ampliaba una obligatoriedad: “que los motivos de la audiencia deberían ser presentados al secretario”,”  y que entrevistas anteriormente  concedidas”, y motivos de importancia económica, o social, o educacional, y dignatario de renombre y relieve y asuntos complejos de subvenciones, publicaciones, seminarios, construcciones, y ¡qué se yo cuánto más! – Y allá abajo el conductor conversando tranquilamente conversando con el boletero de la estación... ¿Y con qué coraje puedo exponerle mi petición al señor Obispo, sabiendo de antemano que no podría dispensarme de mi labor de servidora en el Hospital de Rehabilitación para Alcohólicos si no hay reemplazante?- ¿Y quien soy sino una humilde religiosa que debo derramar los frutos de la experiencia sobre los demás?
            ¡Oh, encuentro difícil éste que hace acelerar el ritmo de mi corazón! Las ciudades que pasan aún, ya no son paisajes, son evocaciones por encima del tiempo. Retrospectivas e inversas a la marcha y me llevan por los caminos de la memoria hacia el episodio que fue como el símbolo que guió mi destino sin que yo participara por propia iniciativa.
            Entrecierro los ojos. ¿Cómo no recordarlo? Si era sólo una muchachita quinceañera...Alegre, cariñosa, obediente. No era mera apariencia el orden y la limpieza en la educación de la casa. Había un amparo, un tutor, un confidente y una protección permanente encarnados en una mujer modesta, sencilla y franca: mi madre. Dejó a sus hijos, ningún bien material, pero sí su entereza, alegría, afecto, cariño, amistad, educación. Su corona de luz nos moldeó. Nuestro padre había muerto hacía años y era yo la pequeña. La más tímida, débil y anhelosa de protección.
            ¿Qué secretas explicaciones guardan aquellas diluidas fisonomías situadas en las líneas intermedias del presente y el pasado?  Sin relación aparente y caminando sin embargo debajo de mi piel-. Dándole expresión a mi rostro, impulsando mi propia manera de caminar, influyendo mis determinaciones aún ahora, retrotrayendo como en un flujo mis emociones  que yo creía apagadas...Caminos que he recorrido, como ahora recorro éste... ¡Tal si pareciera que el tren hace un alto en cada etapa de mi vida! Intervalos dinámicos que renuevan la movilidad y se internan en el pasado... (Ni siquiera he insinuado pasar hoy las cuentas de mi rosario). Ríos de mi juventud, cerros como aquellos que desfilaron  por la ventanilla...Tras cuántos de ellos, a más de seiscientos kilómetros de aquí, en un pequeño y tranquilo pueblecito del norte donde fui niña...Cuando no había entrado en la sociedad esa especie de fiebre de experimentalismo por las sensaciones. Cuando las libertades juveniles eran desconocidas. Los hijos crecían bajo el alero de su propio hogar. El fraude y el engaño eran manchas infamantes y el estudio era matizado solamente con las tertulias familiares.
            Fue entonces, en esa etapa, cuando llegó a mis manos la carta. Alguien, una compañera de colegio me la pasó cuchicheando misteriosamente: “Léela a solas en tu cama, me la entregaron para ti”. No supe de esa tarde clases. Doblada bajo los libros del bolsón estaba el pequeño papel  y yo aguardaba con impaciencia sin límites el fin de esa jornada. Nadie jamás me había escrito antes. Ya en casa dejé el bolso en mi pieza y, guardando la carta bajo la blusa corrí a encerrarme a leer en el baño disimulando mi prisa...”Eres la más hermosa”. Te vengo observando, de lejos, cada mañana al pasar al colegio. No pienso sino en ti. Te ofrezco mi cariño, nada valgo si mi vida no se alumbra con la grandiosidad de tu amor. Espero tu respuesta. Te adoro”.- Y una firma...Siete frases que me inflamaron como en una fiesta incomparable-. Mis manos temblaban. Mi rostro se arreboló y ya no fui más yo misma. Incorporación de elementos desconocidos estremecieron mi torpe adolescencia  con inexplicables sensaciones...Tratando de disimular aún más, me senté a comer inquieta, nerviosa, avergonzada. No por la carta misma, que nada tenía de indecoroso, sino por el hecho inusitado de ocultar algo, habiendo sido acorazada contra la hipocresía. Aquella carta era un instrumento de alegría, estímulo, orgullo. Verbo de pasión alentando una oriflama de ilusión en una pequeña criatura, modesta, sumisa y de precarios méritos. Era como para descontrolarse el saberse capaz de provocar un amor tan apasionado en un hombre, un joven y apuesto estudiante de leyes cuyo nombre conocía.
            ¡Oh madre! Sólo me miraste y supiste que mi alma estaba turbada...Después, a solas, ante tus sutiles preguntas sobre qué me acontecía, no encontré respuesta adecuada y solamente saqué la carta de mi pecho...La leíste con naturalidad como eras siempre dentro de tu carácter simple y franco. Me la devolviste diciéndome serenamente.” ¿Y bien? Respóndele, es de buena educación, pero hazlo según lo que tu sientas”. ¡Cuánto admiré ese gesto! ¡Tan tuyo!
¡Tan inspirador de confianza y espontaneidad!! Ese fugitivo gesto quedaría por siempre grabado con un halo de emoción como el verso de Quevedo: “Pasó lo que era firme y solamente lo fugitivo permanece y dura...”
            Pero no supe jamás qué contestar. Mis emociones no estaban aún maduras y la inestabilidad natural de la edad me hacía forjar un capullo de ilusiones sin saber cómo concretarlas. En cambio, y, al mismo tiempo, sucedió algo doloroso. Falleció mi madre de una repentina dolencia interna. Quedé desmoronada, desorientada, huérfana y con un pesar negro e infinito... Se afectó mi estado emocional y se debilitó mi salud. Perdí ánimo, fuerza, peso, apetito. Apenas comía y una seca tos me afiebraba cada noche. Unos tíos tuvieron que tomarme bajo su cuidado y,  por prescripción médica, me enviaron a un sanatorio para enfermos del pulmón.
            ¡Tres largos años! Años de reflexión, evolución interior, lectura, soledad observación... Mi físico se reponía lentamente. Clima, alimentación, medicina, compañía, levantaron mi cuerpo. Paralelamente mi espíritu absorbía sabiduría, experiencia, abnegación y una sorprendida admiración por haber encontrado algo casi similar a lo que  había perdido: ¡Las Hermanas! Las religiosas que atendían día y noche a los enfermos, ancianos, niños, pobres, desposeídos o maltratados... Sanaban llagas repugnantes, proporcionaban calor humano, amistad, cariño. Con paciencia infinita acompañaban a cada enfermo en la larga evolución y tratamiento físico y moral. En un de ellas especialmente creí, o mejor aún, sentí reencontrar a mi madre a quien yo había magnificado en su dimensión humana hasta levantarle un altar dentro de mi pecho. Aquella monja tenía su misma mirada luminosa y sonrisa delicada... Me brindó cariño, cultura, energía y abrí mi torturada alma solamente a ella. Hacíamos recuerdos de lugares de mi niñez que también ella había conocido. Le encantaban mis evocaciones de La Serena y Coquimbo, las playas del norte como Guayacán y sus mansas aguas de verde azulado donde por vez primera mis infantiles pies conocieron el beso de las olas. Donde nuestro padre había alcanzado a derramar en sus hijos mayores, fascinantes leyendas de tesoros escondidos por bandidos y piratas que habían hundido sus barcos frente a la bahía al ser perseguidos y ya no eran cuentos los que acunaron mis oídos cada noche, sino auténticos relatos de mis familiares acerca del tesoro oculto en la playa La Herradura por los corsarios de la Hermandad de la Bandera Negra, antes de ser aniquilados por el operativo naval del Virrey del Perú don Pedro de Toledo y Leyva.
            Volví a recuperar mi normalidad emocional y se regularizó mi desarrollo físico alcanzando una serena madurez  mental no muy común en adolescentes. Y entonces decidí mi destino: ¡Yo también sería una religiosa!
            Ahora que el tren va llegando al fin de su ruta, hoy día, sesenta años después de haber tomado esa decisión . ¿Dónde, oh mi Dios, está esa disposición de ánimo, esa vitalidad espiritual tan arrolladora que en mí pusiste? ¿Dónde? ¿Si aquí vengo a pedirle al señor Obispo,  sin saber a qué exordio acudir, que me dispense de servir a los enfermos?
            Después de tantos aconteceres en que he atendido sin desmayar, con la sonrisa en los labios, aquellas escuelitas rurales entre montes y parajes solitarios con morenitos chicos de hirsutos cabellos, en que he alternado con mujeres de la Correccional, delincuentes de caras tajeadas en riñas de burdel, en que he acompañado moribundos, en que he dado a manos llenas todo lo que había en mi alma sin destilar jamás amargura, derramando el afán humanitario depositado como en un ánfora dentro de mi ser. Sin conocer la soledad porque siempre encontré en mí camino, seres a quienes podía traducir un alfabeto propio de ternura, estimación, entendimiento. Desgranando mi propia existencia como una degradación de color y matiz...
            ¿Cómo explicar al señor Obispo que un alcohólico con diagnóstico de Delirium Tremens, ingresado anteayer, ha muerto anoche sin siquiera recibir los auxilios de la extremaunción por no haber capellán en el hospital, y que ese hombre, pobre, sucio e infeliz a quien había que amarrar al catre para que no se disparara contra las ventanas, sacudió mis raíces, mi fibra, mi sangre, nubló mi cerebro y agitó mi corazón, porque fue él quien me escribió esa carta hace sesenta años...?

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