LA CARTA
Premiado en el Primer Concurso
Nacional de cuentos
“Julio Silva Lazo”
Algo se agita
en mi pecho. – Algo que no se desvanece. Algo sobrenatural que, además de
convivir con las inquietudes normales de los hechos cotidianos, insertos en la
continuada estofa de los días, los desplaza y arrincona en una brumosa vaguedad
totalmente desusada y casi innoble-. Algo que, en fin, no puedo explicar por
ser diferente en tamaño, sentido y profundidad.
Aquí en mi
pecho, bajo mi tosco sayal y descarnados huesos, suenan notas diferentes,
discordantes, liberadas del enlace tradicional y fugitivamente, hermanan una composición
que rescata de la lejanía, otoños primaveras, etapas, períodos, juventudes,
añoranzas, marchitas horas que han plasmado estos surcos en mi pálida faz.
Cierto aire decadente ha venido a restar esplendor a la vida opacando mi imagen
que debe ser exponente serena, viva y floreciente, del místico apostolado de
caridad, bondad y actividad cual el árbol que es sombra, refugio y resguardo más
amplio, mientras más años tiene su fronda.
Esta
inquietud ha motivado el viaje matinal hacia la cuidad. –Paisajes diversos se
enmarcan en la ventanilla del vagón-. ¡Oh! ¿Por qué tropiezan mis dedos?- Mis
sarmentosos y largos dedos hurgando el viejo maletín de viaje donde al fondo brillan
las monedas sobrantes del pasaje y que debo juntar a unos pocos billetes para
poder regresar.
Casi tiemblo
ordenando viejos papeles que debo mostrar. Comprobantes de colegios, hospitales,
casas de reposo, conventos y escuelitas
rurales en que flotaron aleteantes mis mejores años-. Trabajo,
servidumbre, sacrificio, esfuerzo y, también reflejos tornasoles de triunfos,
alegrías e ilusiones. Estaciones de pueblecitos despertando a la luz del sol.
Chicos lavados y vestidos. ¡Sabe Dios con cuánto sacrificio!, acudiendo
presurosos a sus escuelas. Los veo ahora que el tren raudo va cruzando, pero mis
tumultuosos pensamientos no se detienen
con el lazo de simpatía y ternura
que siempre derramé por ellos. ¿Por qué respiro diferente? ¿Qué espero o clamo?
¡Oh tren, apresúrate!- Allá un humo azul de una casita en medio del campo. Deshaciendo
el hielo estará la leche caliente y el pan sobre la mesa mientras fuera, la
humedad de la tierra se evapora en un vaho blanquecino-. Y otra parada
ferroviaria. Y “un sólo día a la semana” me habían dicho. Y la información
ampliaba una obligatoriedad: “que los motivos de la audiencia deberían ser
presentados al secretario”,” y que
entrevistas anteriormente concedidas”, y
motivos de importancia económica, o social, o educacional, y dignatario de
renombre y relieve y asuntos complejos de subvenciones, publicaciones, seminarios,
construcciones, y ¡qué se yo cuánto más! – Y allá abajo el conductor
conversando tranquilamente conversando con el boletero de la estación... ¿Y con
qué coraje puedo exponerle mi petición al señor Obispo, sabiendo de antemano que
no podría dispensarme de mi labor de servidora en el Hospital de Rehabilitación
para Alcohólicos si no hay reemplazante?- ¿Y quien soy sino una humilde
religiosa que debo derramar los frutos de la experiencia sobre los demás?
¡Oh,
encuentro difícil éste que hace acelerar el ritmo de mi corazón! Las ciudades
que pasan aún, ya no son paisajes, son evocaciones por encima del tiempo.
Retrospectivas e inversas a la marcha y me llevan por los caminos de la memoria
hacia el episodio que fue como el símbolo que guió mi destino sin que yo
participara por propia iniciativa.
Entrecierro
los ojos. ¿Cómo no recordarlo? Si era sólo una muchachita quinceañera...Alegre,
cariñosa, obediente. No era mera apariencia el orden y la limpieza en la
educación de la casa. Había un amparo, un tutor, un confidente y una protección
permanente encarnados en una mujer modesta, sencilla y franca: mi madre. Dejó a
sus hijos, ningún bien material, pero sí su entereza, alegría, afecto, cariño,
amistad, educación. Su corona de luz nos moldeó. Nuestro padre había muerto
hacía años y era yo la pequeña. La más tímida, débil y anhelosa de protección.
¿Qué secretas
explicaciones guardan aquellas diluidas fisonomías situadas en las líneas
intermedias del presente y el pasado?
Sin relación aparente y caminando sin embargo debajo de mi piel-.
Dándole expresión a mi rostro, impulsando mi propia manera de caminar,
influyendo mis determinaciones aún ahora, retrotrayendo como en un flujo mis
emociones que yo creía
apagadas...Caminos que he recorrido, como ahora recorro éste... ¡Tal si
pareciera que el tren hace un alto en cada etapa de mi vida! Intervalos dinámicos
que renuevan la movilidad y se internan en el pasado... (Ni siquiera he
insinuado pasar hoy las cuentas de mi rosario). Ríos de mi juventud, cerros
como aquellos que desfilaron por la
ventanilla...Tras cuántos de ellos, a más de seiscientos kilómetros de aquí, en
un pequeño y tranquilo pueblecito del norte donde fui niña...Cuando no había
entrado en la sociedad esa especie de fiebre de experimentalismo por las
sensaciones. Cuando las libertades juveniles eran desconocidas. Los hijos
crecían bajo el alero de su propio hogar. El fraude y el engaño eran manchas
infamantes y el estudio era matizado solamente con las tertulias familiares.
Fue entonces,
en esa etapa, cuando llegó a mis manos la carta. Alguien, una compañera de
colegio me la pasó cuchicheando misteriosamente: “Léela a solas en tu cama, me
la entregaron para ti”. No supe de esa tarde clases. Doblada bajo los libros
del bolsón estaba el pequeño papel y yo
aguardaba con impaciencia sin límites el fin de esa jornada. Nadie jamás me
había escrito antes. Ya en casa dejé el bolso en mi pieza y, guardando la carta
bajo la blusa corrí a encerrarme a leer en el baño disimulando mi prisa...”Eres
la más hermosa”. Te vengo observando, de lejos, cada mañana al pasar al
colegio. No pienso sino en ti. Te ofrezco mi cariño, nada valgo si mi vida no
se alumbra con la grandiosidad de tu amor. Espero tu respuesta. Te adoro”.- Y
una firma...Siete frases que me inflamaron como en una fiesta incomparable-.
Mis manos temblaban. Mi rostro se arreboló y ya no fui más yo misma. Incorporación
de elementos desconocidos estremecieron mi torpe adolescencia con inexplicables sensaciones...Tratando de
disimular aún más, me senté a comer inquieta, nerviosa, avergonzada. No por la
carta misma, que nada tenía de indecoroso, sino por el hecho inusitado de
ocultar algo, habiendo sido acorazada contra la hipocresía. Aquella carta era
un instrumento de alegría, estímulo, orgullo. Verbo de pasión alentando una
oriflama de ilusión en una pequeña criatura, modesta, sumisa y de precarios
méritos. Era como para descontrolarse el saberse capaz de provocar un amor tan
apasionado en un hombre, un joven y apuesto estudiante de leyes cuyo nombre conocía.
¡Oh madre!
Sólo me miraste y supiste que mi alma estaba turbada...Después, a solas, ante
tus sutiles preguntas sobre qué me acontecía, no encontré respuesta adecuada y
solamente saqué la carta de mi pecho...La leíste con naturalidad como eras siempre
dentro de tu carácter simple y franco. Me la devolviste diciéndome
serenamente.” ¿Y bien? Respóndele, es de buena educación, pero hazlo según lo
que tu sientas”. ¡Cuánto admiré ese gesto! ¡Tan tuyo!
¡Tan inspirador de confianza y espontaneidad!! Ese fugitivo
gesto quedaría por siempre grabado con un halo de emoción como el verso de
Quevedo: “Pasó lo que era firme y solamente lo fugitivo permanece y dura...”
Pero no supe
jamás qué contestar. Mis emociones no estaban aún maduras y la inestabilidad
natural de la edad me hacía forjar un capullo de ilusiones sin saber cómo
concretarlas. En cambio, y, al mismo tiempo, sucedió algo doloroso. Falleció mi
madre de una repentina dolencia interna. Quedé desmoronada, desorientada,
huérfana y con un pesar negro e infinito... Se afectó mi estado emocional y se
debilitó mi salud. Perdí ánimo, fuerza, peso, apetito. Apenas comía y una seca
tos me afiebraba cada noche. Unos tíos tuvieron que tomarme bajo su cuidado
y, por prescripción médica, me enviaron
a un sanatorio para enfermos del pulmón.
¡Tres largos
años! Años de reflexión, evolución interior, lectura, soledad observación... Mi
físico se reponía lentamente. Clima, alimentación, medicina, compañía,
levantaron mi cuerpo. Paralelamente mi espíritu absorbía sabiduría,
experiencia, abnegación y una sorprendida admiración por haber encontrado algo
casi similar a lo que había perdido:
¡Las Hermanas! Las religiosas que atendían día y noche a los enfermos,
ancianos, niños, pobres, desposeídos o maltratados... Sanaban llagas
repugnantes, proporcionaban calor humano, amistad, cariño. Con paciencia
infinita acompañaban a cada enfermo en la larga evolución y tratamiento físico
y moral. En un de ellas especialmente creí, o mejor aún, sentí reencontrar a mi
madre a quien yo había magnificado en su dimensión humana hasta levantarle un
altar dentro de mi pecho. Aquella monja tenía su misma mirada luminosa y sonrisa
delicada... Me brindó cariño, cultura, energía y abrí mi torturada alma
solamente a ella. Hacíamos recuerdos de lugares de mi niñez que también ella
había conocido. Le encantaban mis evocaciones de La Serena y Coquimbo, las
playas del norte como Guayacán y sus mansas aguas de verde azulado donde por
vez primera mis infantiles pies conocieron el beso de las olas. Donde nuestro
padre había alcanzado a derramar en sus hijos mayores, fascinantes leyendas de
tesoros escondidos por bandidos y piratas que habían hundido sus barcos frente
a la bahía al ser perseguidos y ya no eran cuentos los que acunaron mis oídos
cada noche, sino auténticos relatos de mis familiares acerca del tesoro oculto
en la playa La Herradura
por los corsarios de la
Hermandad de la Bandera
Negra, antes de ser aniquilados por el operativo naval del
Virrey del Perú don Pedro de Toledo y Leyva.
Volví a recuperar
mi normalidad emocional y se regularizó mi desarrollo físico alcanzando una
serena madurez mental no muy común en
adolescentes. Y entonces decidí mi destino: ¡Yo también sería una religiosa!
Ahora que el
tren va llegando al fin de su ruta, hoy día, sesenta años después de haber
tomado esa decisión . ¿Dónde, oh mi Dios, está esa disposición de ánimo, esa
vitalidad espiritual tan arrolladora que en mí pusiste? ¿Dónde? ¿Si aquí vengo
a pedirle al señor Obispo, sin saber a
qué exordio acudir, que me dispense de servir a los enfermos?
Después de
tantos aconteceres en que he atendido sin desmayar, con la sonrisa en los
labios, aquellas escuelitas rurales entre montes y parajes solitarios con
morenitos chicos de hirsutos cabellos, en que he alternado con mujeres de la Correccional,
delincuentes de caras tajeadas en riñas de burdel, en que he acompañado
moribundos, en que he dado a manos llenas todo lo que había en mi alma sin
destilar jamás amargura, derramando el afán humanitario depositado como en un
ánfora dentro de mi ser. Sin conocer la soledad porque siempre encontré en mí
camino, seres a quienes podía traducir un alfabeto propio de ternura,
estimación, entendimiento. Desgranando mi propia existencia como una
degradación de color y matiz...
¿Cómo explicar
al señor Obispo que un alcohólico con diagnóstico de Delirium Tremens,
ingresado anteayer, ha muerto anoche sin siquiera recibir los auxilios de la
extremaunción por no haber capellán en el hospital, y que ese hombre, pobre, sucio
e infeliz a quien había que amarrar al catre para que no se disparara contra
las ventanas, sacudió mis raíces, mi fibra, mi sangre, nubló mi cerebro y agitó
mi corazón, porque fue él quien me escribió esa carta hace sesenta años...?
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