PERFUME DE CLARINES
Estaba de
vacaciones con mi madre en una casa campesina. Era verano y los olores propios
del lugar me hicieron identificar, por siempre, lo característico de la vida
silvestre y sus gentes. Todo confundido en una mezcla de aromas que van desde: flores,
fruta madura, pasto húmedo, sudor seco y estiércol de animales, todo en una
perfecta armonía. El lugar en cuestión estaba situado en el área agrícola del
gran Santiago y se llegaba en carreta tirada por dos caballos.
Recién
llegada, mamá me colocó mi vestido preferido. Blanco y almidonado con un suave
olor a perfume de lavanda. Me gustaba mucho, porque tenía unos bordados en el
género y orillas ondeadas en la recogida falda. Curiosamente, con ese vestido
me identificaba con la pequeña dibujada en el silabario, cuyo entorno era un
tupido bosque, posiblemente con olor a
musgo y a hojas verdes.
Caminé
por los ordenados senderos entre los cultivos de papas y zapallos, hasta que un
perfume desconocido llamó poderosamente mi atención. Allí, medio oculto entre
los árboles, había un bosquecillo de enredaderas de colores suaves y delicados.
Se trataba de clarines en plena floración.
Con
los años muchos olores se han desdibujado en mi recuerdo, pero el perfume de
esa flor permanece nítido y lo identifico claramente entre muchos, como una
querida fotografía en sepia de lo que es el campo en primavera.
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