LA LLUVIA EN EL CEMENTERIO
Premiado en XI Concurso de
Cuentos “LENA”
Asturias, España.
Pedro Castro
Farías...Te conocí múltiples veces sin haberte hablado jamás. Me era familiar tu
vestimenta azul-plomo, desvaída tu cara morena en que brillaba una colgante roja-violeta
nariz, tu edad indefinible, tu aspecto cansado, siempre igual; igual al camino
que iba de tu casa a la plaza, pasando por el puesto de diarios, igual, siempre
igual...
Te veía todos
los días porque mi camino a la oficina era el mismo de tu casa, además sabía
que eras algún lejano familiar de un compañero mío de trabajo. Ese era el
delgado nexo que flotaba entre nosotros. Estabas la mayoría de las veces, en la
puerta de tu modesta casa tomando el fresco en verano o saboreando el tibio sol
de invierno. Conversan quizá con algún vecino o caminando a la plaza para
convivir o revivir un rato con tus ex colegas jubilados de la Empresa de Ferrocarriles,
que sentados miraban y aguardaban, nadie sabía qué...
¿Quién iba a
creer que tú, Pedro Castro, me ibas a defraudar? ¿Que me ibas a decepcionar en
algún sentido? ¡Yo que candorosamente creía incapaz de de producir asombro a
alguna criatura viviente o dar muestra de exhibicionismo! Eras fiel a tu línea
de vida, a tu anciana cónyuge, a tu calle solitaria, a tu horario doméstico...
Y he aquí,
que cometiste la fechoría de morirte así, de repente. No sé por qué, la gente que uno ve todos los días,
da la impresión que nunca se va a morir. Porque yo te vi ayer, y anteayer y
pasado anteayer ¿no te ibas a poder morir? Pues claro que sí. Y eso fue lo que
hiciste. Y ahí estabas...Solemne, frío, inmóvil...
Y allí estaba
yo, en la iglesia del barrio, en una misa que era por ti. Con flores y coronas
y responsos y todo lo demás. Así como tú lo hacías por todos los vecinos que
partían de este mundo. Como un deber ineludible de cristiano.
Pero ese
impresionable catafalco con estandarte de flores, y esa cruz en claveles rojos
con letras de la Asociación
de Jubilados, y esas palabras graves y ampulosas de un sacerdote vestido de
violeta, no podía ser el tuyo. Por supuesto que no...¡Sí tu estabas ahí, en la
fila de adelante...con mismísima tenida azul-plomo desvaída, con tu pelo gris
ratón y tus orejas rojo-moradas...
Desde la última
fila de atrás, te vi la espalda y me tranquilicé. Me inundó la inverosímil
certeza que no eras tú el difunto...
El sermón
continuaba en una confusa modorra enturbiada por el incienso. Me pareció que
nada tenía que hacer yo ahí. Un silencio se esparció por la nave. Silencio para
el ruido. Para el roce de la ropa o respiración de cincuenta personas. La
atención se centraba en los oídos: Tosidos,
carrasperas, lluvia. Lluvia cayendo por baldes sobre el techo. Era julio. El
lluvioso julio en Chile. Como si se hubiesen puesto de acuerdo, todo el movimiento
humano se paralizó. Yo tampoco estaba ahí. Mi cáscara, mi envoltura externa
estaba de pie, pero mi espíritu no. Y no supe que hacía allá, al fondo de la
nave, ese cajón negro. Mi conciencia aún no asimilaba el conocimiento. Solamente
resbalaba sobre mi entendimiento el ruido de la lluvia.
Me despabiló
una frase: “Hermano Pedro Castro, descansa en paz...” Y nuevamente sentí la
verdad arañando mi razón.
A la salida
de pie, en la última fila, vi pasar tu cortejo. Llorosas mujeres de luto, vecinos
del barrio, jubilados. Alguien, algún semiconocido me hizo señas desde un taxi
colectivo especialmente arrendado para esta ocasión y que aún no se completaba.
Subí y partimos al Cementerio del Cerro Mayaca. Yo que ni tan siquiera conocía
el tono de tu voz, la imaginé en ese momento, saliendo cascada, a través de
amarillentos dientes cariados. Quizá exhalando un tufillo a vino barato. Tus
ojos serían de cualquier color, tal vez medio revueltos amatillo-bilioso. Quizá
tu conversación rendaría cerca de los años entregados a la empresa. Tus mejores
años... ¡Cómo si la juventud no se hubiese ido igual que en cualquier parte del
mundo que hubieras estado...!
Cómo llovía,
Pedro Castro Farías... ¡ Si hubiese sido para tu funeral un día apacible, tranquilo
como tú...Con un plácido sol con una agradable tibieza en la tierra que
acogiera tus huesos. Pero no así, en que a través de los vidrios de autos,
chorreando agua, nadie reconocía a nadie. Todos éramos extraños, agresivamente extraños.
Además los paraguas eran un estorbo acuoso que nadie sabía dónde meter los taxis.
Y aún peor,
tú no podías ver tu calle, ni tu barrio, ni el árbol de la vereda frente a tu
casa, ni estaba el puesto de diarios en la esquina. Ni se vería la planchita de
bronce con tu nombre grabado (A la que todos los sábados le sacabas lustre). Y
gracias a la cual yo sabía perfectamente cómo te llamabas y dónde vivías. Ni las
vidrieras de las tiendas, ni la panadería donde puntualmente esperabas, a las
cuatro de la tarde. que salieran las hornadas de allullas para el té. Todo lo
normal, lo conocido, lo permanente estaba borrado hoy. Me parecía que me habías
jugado una mala pasada. Flotaba en una nube de sensación desconcertante...
La lluvia en
el cementerio era estruendosa. Aún así, de debajo de los paraguas , al dejar el
cajón en el suelo, apareció un señor pequeñito, un buen viejo, que sacó cuidadosamente
del bolsillo una hoja de papel y leyó una despedida a nombre de la Asociación de Jubilados
de la Empresa,
de lo cual no se oyó absolutamente nada. La lluvia se había transformado en
diluvio. Cada gota del tamaño de un garbanzo, cayendo espectacularmente. Por el
gesto de guardar un papel en el bolsillo, comprendimos que el orador había
terminado. Y otra vez un silencio para el ruido. Para el ruido aplastante de la
lluvia cayendo por baldes sobre ese solitario cajón negro...y, entonces, al
introducir el ataúd en el nicho correspondiente, que estaba justamente ubicado
en la última hilera de abajo (Era la parte más antigua del cementerio), sucedió
lo que no estaba calculado: El cajón no pudo entrar. La boda del nicho era más
pequeña que la altura del cajón y otra vez quedó en el suelo chorreando por
todas partes, mientras los familiares deliberaban apresuradamente.
De dentro de
la tumba surgió una oscura mano que me alarmó, hasta comprender que era el sepulturero
que desde abajo estaba esperando para tirar los cordeles. Me pareció tétrico el
suceso, con rememoranzas de algún lejano cuento de Poe, y sentí un malestar, no
precisamente físico. Esa mano saliendo de la oscuridad, como haciendo señas en
una tarde de invierno a las cinco de la tarde...A la hora de García Lorca, pero
en un ambiente negativo. Una conciencia de angustia flotó en el aire. Algo así
con el terror nocturno a la oscuridad en la distante infancia... Ahora la
oscuridad de la tarde se nos venía encima. Un misterioso sereno
estar-aguardando-nada. Rebotaba el agua, nos salpicaba, nos empapaba y ésto se
alargaba desagradablemente.
Al fin
llegaron los albañiles con combo y martillo y derribaron los bordes de ladrillo
hasta darla anchura precisa, y pido entrar el ataúd...
Terminó ésto
– me dije – y seguí al rebaño que se encaminaba a la puerta para dar el pésame
a los deudos y entonces, sólo entonces, me volvió el alma al cuerpo y me sentí
firme sobre mis pies. Porque allí, al final, recibiendo cortésmente
condolencias por las palabras usuales de siempre, el último de todos...estabas
tú. ¡Tú... PEDRO CASTRO FARÍAS...!
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