Ilustración: Alejandra Romero |
Noelia, la tortuga voladora
Cata
caminaba de la mano de la abue Lili, entre las rocas de la orilla del río. Bajo
la mañana radiante y azul, las dos tenían puestos unos sombreros grandotes, de
mimbre, que el sol doraba de brillos.
―Abue,
qué aburrido que es caminar por acá.
―Cuidado,
no vayas a soltarte ―le dijo la abue agarrándola más fuerte―. Te podés resbalar
con una piedra y…
Y
algo que proyectó en las rocas una sombra gigante se movió por arriba de las
dos. Era tan gigante que les tapó el sol y todo.
Cata
no podía creer lo que estaba viendo: planeando por encima de los árboles
flotaba una tortuga grande como un colectivo. Y encima era más rosa que el
vestidito que le había comprado mamá para festejar su cumple. La abue, que se había
quedado muda, paralizada por la sorpresa, se sacó el sombrero y empezó a
revolearlo para que la tortuga las advirtiese.
¿Qué
sabe la abuela si la tortuga es buena o no?, se preguntó Cata; pero enseguida
se puso a sacudir el sombrero ella también: la abue era una genia, y siempre
sabía lo que hacía.
―
¡Por acá, tortu! ―gritó Cata.
La
tortuga iba y venía bailando en el aire. ¡Sí, la tortuga bailaba! Y Cata se dio
cuenta de que estaba viviendo una mañana distinta. ¡Y pensar que recién iba con
la abue de la mano, pisando rocas aburridas que no pueden jugar!
En
un rato, Cata y la abuela quedaron rodeadas por conejos, gorriones, chingolos.
Y también por otras tortugas, que aplaudían a la voladora.
―
¡Guauuu, abue, qué lindo! No sabía que las tortugas podían aplaudir…
―…
y mucho menos… volar ―completó la
abue, que no salía de su divertido asombro ante aquel misterio: ¡una tortuga
gigante, rosa y voladora, tan real como los mates de esa mañana, que se había
tomado ya bien despierta! ¡Eso estaba pasando de verdad!
La
tortuga hacía mil piruetas en el aire, y pronto se acercó tanto a Cata que
ella, desde abajo, pudo gritarle para que la oyese:
―
¡Llevame a volar con vos, tortuguita!
―Tortugota,
querrás decir ―dijo la abuela, y la sombra ahora se hizo muy, muy grande: ¡la
tortuga venía aterrizando!
¡Plufff…! hizo la
tierra húmeda de la orilla, cuando aquella enormidad apoyó sus patas entre unos
juncos altos.
Cata
se fue corriendo hasta esa tortuga tan extraña.
La
tortuga la miró con cara de buena, y le dijo:
―Subite,
vamos a pasear.
Cata
le preguntó a la abue si le daba permiso, y ni bien la abue hizo que sí con la
cabeza, ella dio un salto y subió a la espalda de la tortuga. Cuando la tortuga
empezó a remover el aire, parada sólo en sus patas traseras, Cata tuvo que
sostenerse el sombrero y agarrarse bien fuerte del borde del caparazón, que se
había convertido en tobogán.
La
tortuga dio un envión, y otro, y las patas de atrás se fueron despegando del
suelo hasta quedar en el aire. Y así empezaron a subir y a subir de a poco. El
río y sus dos orillas, los juncos, los árboles… todo se iba haciendo más y más
chiquito, y el viento les daba en la cara, y Cata tuvo que sacarse el sombrero
y sostenérselo bien fuerte: él también iba a salir volando. El pelo le hacía
cosquillas en la nariz, y a ella le daba mucha risa.
―
¡Joya! ―decía Cata, y al mismo tiempo el estómago se le iba para arriba, como
cuando uno viaja en ascensor. O como en el auto, cuando papá lo maneja en
bajada desde alguna montaña. Una sensación linda, pero que igual le daba un
poco de miedo.
―Agarrate,
allá vamos ―le dijo la tortuga, y empezó a volar a mayor velocidad.
Y
fueron subiendo, y quedaron derechitas. Cata temblaba, pero de la emoción.
―¿Tenés
miedo? ―dijo la tortuga, que notaba los temblores―. ¿Cómo te llamás?
―Me
llamo Cata. No, no tengo miedo. Me gusta esta aventura. ¿Y a vos cómo te dicen?
―Yo
soy Noelia.
Las
dos volaban y volaban por encima del bosque y las casas, y de todos los que las
miraban desde allá abajo: la abue Lili, los vecinos, los conejos, los
gorriones, los chingolos, y también
algunas tortugas que andaban por ahí.
―Qué
lindo se ve todo desde acá arriba, Noelia.
―Volar
es lo más ―le dijo la tortuga.
―
¡No vayan tan lejos, Cata! ―le gritó la abue agitando su sombrero―. ¡Se pueden
perder!
La
abuela seguía con el sombrero alzado, ya no lo movía: lo usaba para taparse el
sol, y así poder ver a dónde iban la tortuga y Cata.
―
¿Te gusta mirar para abajo? ―le dijo Noelia.
―
¡Sí! Veo a mi abue muy chiquita. ¡Las casas parecen ser de frutas de colores!
Pronto
se metieron entre las nubes, que les hacían cosquillas. Nadaban entre nubes tan
rosas como la tortuga Noelia.
―
¡Uyyy, uyyy! ―gritó Noelia―. ¡Los cuervos! Ahí vienen esos malditos.
Cata
miraba con los ojos bien grandes.
― ¿Qué son
esos pájaros tan negros? ―dijo, muy asustada.
―Se
llaman cuervos. Hacen sus nidos en los peñascos de esa montaña que ves allá.
―La tortuga señaló con la pata hacia la derecha―. Cata: agarrate bien fuerte de
mi caparazón, y tapate la cara con tu sombrero.
―
¿Por qué?
―Porque
puede que quieran lastimarte a vos también.
¡Glup! Cata
sintió que se le anudaba la garganta.
Un
nubarrón negro volaba furioso, cada vez más cerca de ellas. Pero no era una
nube cualquiera: ¡estaba hecha de cuervos! Seis tremendos cuervos sacaban pecho
y bajaban las cabezas para tomar envión y venírseles más rápido. Siempre
agarrada al borde del caparazón, Cata no podía taparse las orejas: ¡el graznido
de los cuervos
―¡Craaa… Craaa…! ― la volvía
sorda y la hacía temblar de miedo!
Los
cuervos las sobrevolaban sin lástima, subían y bajaban en picada rodeando a la
tortuga, y ya le picoteaban las patas y el caparazón. Noelia trataba de
esquivarlos, pero un picotazo le dio en una de las patas… y Cata vio que a ese
le siguieron dos, tres, cinco: la pata estaba cruzada de sangre, pobrecita.
Volaba más bajo para escaparse de esos bichos horribles y malos, que ahora le
armaban una ronda: ¡Noelia y Cata se vieron acorraladas por un torbellino de
rojos picos y plumas negras que volaban en un círculo perfecto! Cata sacudía el
sombrero para espantarlos, pero uno de los cuervos, en vuelo rasante, se lo
robó de un picotazo, así que cada vez les era más difícil librarse de esos
malditos. Y gritó Cata, buscando a la abue con la vista:
―
¡Socorrooo! ¡Socorrooo!
―
¡Tenemos que bajar más rápido! ―dijo Noelia, y volvió a gritarle a Cata que se
agarre más fuerte, y voló en picada para escapar de esa ronda del infierno. Por
el viento desplazado al huir aquella enormidad de tortuga, a un par de cuervos
se les salieron varias plumas, que se dispersaron por el aire. Entonces el
cuervo más viejo encajó un tremendo picotazo en la enorme colita de la tortuga,
que chilló de dolor y aceleró el descenso.
¿Podrá
aterrizar bien?, se preguntó Cata, y quiso confiar en que sí.
Desde
abajo, la abue Lili observaba aterrorizada la ronda negra en medio de la que se
distinguían Cata y la tortugota rosa. ¡Esos cuervos parecían verdaderos aviones de guerra disparando! Menos mal que
la tortuga es grande, pensó la abue, que ya estaba a punto de llamar a la
Fuerza Aérea.
―
¡Bajen rápido, por Dios, que esos cuervos son terribles!
La
tortuga Noelia pudo esquivar un montón de picotazos a medida que iba bajando, muy lastimada.
Pufff… pufff… trrraaa… las dos
aterrizaron sobre unos juncos que amortiguaron el golpe. Siempre bien agarrada
del caparazón de la tortuga, Cata se salvó de lastimarse contra las piedras,
pero igual se golpeó un poco.
Al
ver que sus dos enemigas quedaron desparramadas entre los pastos, los cuervos
se alejaron satisfechos. Desde abajo todavía se podía oír ese siniestro ¡Craaa… Craaa…!
Los
pajaritos, los conejos, las tortugas y, por supuesto, la abue Lili se acercaron
corriendo a las recién aterrizadas.
La
abue fue la que llegó primero:
―¡Pobrecitas,
se lastimaron! ―Y sacó de su bolso una caja llena de cosas de esas que llevan
las abuelas y las mamás para cuando estamos enfermos.
Cata
lloraba por el dolor del golpe y del susto. La abue la abrazó bien fuerte y la
llenó de besos, y eso le calmaba el dolor mejor que las curitas, los jarabes y
los mejoralitos.
―Tranquila,
Cata. Ya vamos a arreglar todo. ―Se acercó a la tortuga y le dijo―: Permiso,
tortuga, que voy a intentar curarte.
―Ayyy,
ayyy ―se quejaba la tortuga―. Me duelen mucho mis patas y mi colita gorda.
Cata
miraba cómo la abue curaba a la tortuga Noelia, y se quedó pensando. Apoyó la
pera en una mano y frunció el ceño para pensar mejor.
―Abue
―dijo―, las tortugas de los cuentos de mi seño son todas verdes y ni saben
volar como Noelia.
―
¿Son aburridas, no?
―Son
aburridas, sí. Bastante aburridas son. Pero por lo menos no las atacan los
cuervos ni nada.
―
¿Ah, sí? ―la abuela interrumpió la cura y la miró―. ¿Y vos preferís ser
aburrida como ellas, así no te pasa nada en la vida? ¿No preferís volar, ver
las cosas desde el cielo a pesar de los riesgos?
Cata
se quedó callada, pensando en lo que acababa de decir la abue.
―Nuestra
tortuga no es alguien común ―siguió diciendo la abuela―. Además de volar,
Noelia tuvo que aprender a enfrentarse a las dificultades. Mirá lo valiente que
fue al luchar cuerpo a cuerpo con esos cuervos que parecían demonios.
―Y
pensar que ganaron ellos ―dijo Cata, con tono triste.
La
abuela negó con la cabeza.
―No
creas ―dijo―. Quién sabe si algún día, de tan malos que son, todos los
granjeros se junten y los echen de acá porque se comen el maíz de sus campos. O
capaz que vienen los halcones, que son más fuertes y todo: pueden llegar a
lastimarlos tanto, tanto, que a lo mejor los cuervos entienden que no deben
maltratar a los demás. Aparte, lo hicieron de puro malos que son. Seguro que
ellos no tienen una abue cuerva que los quiera tanto como yo te quiero. En
realidad, las que ganaron fueron Cata y Noelia. Vos ganaste.
―Yo
también te quiero mucho, abuelita. ―Cata se soltó de los brazos de la abue, dio
unos pasos hacia el río. Miró el cielo para ver si todavía andaba dando vueltas
alguno de esos bichos negros. Suspiró y se quedó tranquila. Pero siguió
pensando. Volvió al lado de la abuela y le preguntó:
―
¿Decís de veras que la que ganó fui yo, abue?
―Claro.
Porque aprendiste que para volar alto hay que armarse de mucho coraje. Ser
valiente.
―
¡Qué bueno! Mañana en el colegio le voy a contar a la seño y a mis compañeritos
que estuve con una tortuga voladora, rosa, y…
―…
Y tan valiente como vos ―dijo la abue, que era una genia.
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