El tío Lando
I
Jamás supo
cuándo o cómo inició el beber compulsivo, pero afirmaba que en sus
borracheras, se fusionaban miles de ángeles y demonios, provocando cuadros
lamentables y dolorosos que; como finos dardos, se incrustaban y permanecían en la memoria de su alma. Ahora,
alejado en el tiempo de aquello, con la sobriedad reflejada en la luz de sus
ojos, en el ritmo perezoso de una vieja mecedora, enumera una y otra vez,
para sus interiores, los hechos de mayor dolor en su vida, hurgando y
tratando de responsabilizar a un algo de esa locura que era ocultada por la
estupidez alcohólica que siempre duraba, para su desgracia, más de lo
deseado. Sujeto a los suspiros, como cansado, llama a sus recuerdos en el
vaivén somnoliento de un lento estremecerse, y ahí evoca una imagen lacerante
en demasía.
II
Él era un niño de siete, ocho o quizá
nueve años de edad, a quien con una risilla burlona, el Tío, apuró
en su boca un aguardiente que le hería con sólo tocarlo. Ya con el fuego en la
sangre, un fantasma le salía de sí, transformándolo, de un pequeño chaval
tímido y melancólico, a un cómico alcoholizado que bailaba sin ritmo;
llorando, en busca de su madre -siempre protectora y amada-, para finalmente
caer, en lo eterno, abatido en la inmensidad de lodo y estiércol del viejo
establo. Todo, mientras era observado por un improvisado público femenino y
sin rostro, quien, sonriente y carnavalesco, se abandonaba al placer del
aplauso y, a la alegría naciente, del observar a un niño que parecía un
muñeco desarticulado e incoherente en sus palabras.
III
Ahora, a
sus sesenta y seis, cursa el declive de fuerzas que sólo dan los
años. Avejentado, tranquilo, con más dolor que resentimientos, recuerda cómo,
durante años de vivir briagas interminables, el Tío, siempre muy poca
madre, soberbio y triunfante, le gritaba: -“¡Pinche Borracho!”, mientras él, en
penduleos infames y sonrisas estúpidas, provocadas por el correr del licor en
su sangre, esas palabras las vivía vejatorias, dolorosas e interminables.
IV
El Sol parece ocultarse en pedacitos de
tiempo, como queriendo alcanzar el sopor cíclico en la mecedora del viejo, quien al acercarse a la noche, por
el cansancio, diluye sutilmente sus recuerdos, mientras su cuerpo se doblega
a la proximidad de los fríos, preguntándose antes del dormir… como en cada
segundo de siempre.
“-Tío: -¿Qué le hizo aquel niño”?
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