Raúl O. Artola: sus respuestas y
poemas
Entrevista realizada por Rolando
Revagliatti
Raúl Orlando Artola nació el
5 de diciembre de 1947 en la ciudad de Las Flores, provincia de Buenos Aires,
la Argentina, y reside desde 1975 en Viedma, capital de la provincia de Río
Negro. Es Licenciado en Ciencias de la Información, por la Universidad Nacional
de La Plata. Obtuvo diversas distinciones en narrativa breve y poesía:
destacamos el Primer Premio del Concurso Internacional de Poesía “25 Años de
Lucha”, convocado por la Asociación Madres de Plaza de Mayo, en 2002, por su
libro, entonces inédito, “Croquis de un
tatami”. Relatos, artículos y poemas suyos fueron difundidos en numerosas
publicaciones periódicas, de las que citamos una de su país, “Diario de Poesía”,
y dos de Latinoamérica: “Arquitrave” de Colombia y “Fórnix” de Perú. Fue
director del Fondo Editorial Rionegrino (1988-1990) y del Centro Municipal de
Cultura de Viedma (1992-1993). Entre 1995 y 2010 coordinó talleres de escritura
creativa en su ciudad y en Carmen de Patagones, provincia de Buenos Aires.
Dirigió la revista-libro “El Camarote – Arte y Cultura desde la Patagonia”
(2004-2010). Durante cinco ediciones sucesivas (2009-2013), fue jurado del
Concurso Nacional “Adolfo Bioy Casares” de cuento y poesía, organizado por el
municipio de Las Flores. Administró
mojarradesnuda.com.ar. Ha sido incluido en las antologías “Poesía y cuento patagónicos” (1993), “Abrazo austral. Poesía del sur de la
Argentina y Chile” (2000), “Nueve
monedas para el barquero” (Verulamium Press, St. Albans, Inglaterra, 2005),
“La frontera móvil” (con selección de
Concha García, en España, 2015). Fue el compilador del manual “Normas de estilo y técnicas de redacción”
(1998) y de los volúmenes “Poesía / Río
Negro, Antología consultada y comentada” (Fondo Editorial Rionegrino, 2007)
y “Las nuevas generaciones”
(Universidad Nacional de Río Negro y Fondo Editorial Rionegrino, 2015). En
2006, la Secretaría de Cultura del Chubut dio a conocer su libro “El candidato y otros cuentos” (premiado
por el XXIII Encuentro de Escritores Patagónicos de Puerto Madryn, Chubut).
Publicó los poemarios “Antes que nada”
(1987; Segundo Premio Literario Regional de la Secretaría de Cultura de la
Nación (1985-1988)), “Aguas de socorro” (1993;
Segundo Premio del Concurso Patagónico de Poesía 1992, organizado por la
Fundación Banco Provincia de Neuquén y la Secretaría de Cultura de Neuquén), “Croquis de un tatami” (Asociación
Madres de Plaza de Mayo, 2002; con segunda edición en 2005 a través de El
Camarote Ediciones), “[teclados]”
(2010), “Registros de hora prima”
(2014).
1 — ¿Cómo, por dónde fuiste circulando,
tanteando, hasta que de un modo pleno te advirtieras involucrándote, ya no sólo
como lector, con la poesía?
ROA — Suelo decir que las
dos cosas más importantes las aprendí entre los cinco y los seis años: leer y
escribir, por lo menos, sus rudimentos. Y son las más importantes porque nunca
he dejado de practicarlas. (De paso, recuerdo que Petrarca le decía a Bocaccio:
“Ya que debo morir, espero que la muerte me encuentre ocupado: leyendo o
escribiendo.”)
A partir de entonces la
palabra aburrimiento desapareció para siempre de mi lenguaje coloquial. Mi
padre y mi abuela materna, polos del poder familiar entre los que debíamos
oscilar para no ser aplastados en el medio, tenían sendas bibliotecas, bien
diferenciadas, que fueron mis fuentes de placer y aprendizaje, refugios ante el
oleaje interior y las mareas exteriores. Emilio Salgari, Julio Verne, Arthur
Conan Doyle, Mark Twain, Emile Zola, José de Espronceda, Gustavo Adolfo
Bécquer, Amado Nervo, Almafuerte, Carlos Guido y Spano, Alfonsina Storni,
enciclopedias, diccionarios, manuales de anatomía, botánica y zoología, la
historia antigua y sus mitos, fábulas de Esopo y Félix María Samaniego, “Las mil y una noches”, “Corazón” de
Edmundo De Amicis, integraron el primer arcón de lecturas, que con pocas
variantes me nutrió hasta la adolescencia.
Mis primeros textos fueron intentos de salir
de los moldes escolares, a pura intuición, precisamente dentro de la educación
formal, en clases de lengua e iniciación literaria. Allí fue decisiva la sutil
inteligencia y el entusiasmo de una profesora, Nieves Alonso, que me enseñó a
los grandes españoles y latinoamericanos: Federico García Lorca, Antonio
Machado, Miguel Hernández, César Vallejo, Nicolás Guillén, Roberto Arlt, Julio
Cortázar, Horacio Quiroga, Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Juan Rulfo, Juan
Carlos Onetti…
Casi enseguida descubrí a Hermann Hesse y
Walt Whitman, Edgar Allan Poe y Franz Kafka, pero también a Susana Esther Soba
[1922-2011], la poeta de la ciudad de Saladillo, cuyos libros circulaban de
mano en mano (el inolvidable “Militancia del corazón” fundía, para mi asombro y gusto, dos movimientos del alma que parecían
contradictorios en aquella época). Y le siguieron Eugenio Montale, Fernando
Pessoa, Cesare Pavese, Raúl Gustavo Aguirre, Vicente Huidobro, Rainer Maria
Rilke, César Fernández Moreno, Antonin Artaud, Charles Baudelaire, Georg Trakl,
Alejandra Pizarnik, Conrado Nalé Roxlo, Olga Orozco, Elizabeth Azcona Cranwell,
Jaime Sabines, Rafael Cadenas.
En cuanto a escribir con la conciencia de
estar usando un instrumento, el lenguaje, con la definida intención de buscar
una expresión que conjugara verdad y belleza, creo que fue por los 21 años, en
algunas crónicas de sucesos de mi pueblo, Las Flores. Por eso digo que para mí
la primera estructura textual fue la del periodismo, un género en sí mismo —si es que
todavía podemos hablar
de géneros—, que además puede ser un banco de pruebas para forjar una escritura
literaria, artística. Después vinieron algunos relatos y un premio con jurado
de lujo: Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo y María Elena Walsh, que tuvo
sabor agridulce porque entendí que habían distinguido al menos malo de los
textos, no al mejor. Eso era en 1972.
Recién en la primavera de 1974 se hizo
presente la poesía, en una irrupción tan violenta que me sorprendió y conmovió
para siempre. Fue como una revelación; en el momento en que sucedió yo no sabía
lo que estaba pasando. Estábamos en la quinta de mi tío Juan, en la bonaerense
ciudad de General Belgrano. Recuerdo que disfrutaba viendo a mi hijo mayor,
Ignacio, de tres años, correr sin alcanzar a don Miguel, un hombrón que surcaba
la tierra con arado a mancera en la huerta familiar. A contraluz, recortadas
las figuras en el horizonte cercano, me atravesó un rayo de ternura que se
transformó en palabras en el papel donde pensaba hacer la lista de las compras.
Supuse que mi mano escribía por un extraño conjuro, como si no la condujera yo,
ajeno a las emociones conocidas, transido de un espíritu nuevo y oficiante de
un rito que creía prestado. Lo cuento ahora y me conmuevo como entonces. Hoy sé
que cuanto más somos nosotros mismos, menos creemos ser. Estar totalmente afuera,
en esa “intemperie sin fin” que es la poesía, según Juanele Ortiz, es
habitar nuestra esencia más íntima e impostergable.
Debe de ser por eso que hoy tengo la
confianza de que las voces que suelen visitarme y que se abren paso en forma de
poema o de relato ya no habrán de abandonarme. Aprendí a escucharlas y a
obedecerlas.
No puedo decir si hay
un asunto o varios que me ocupen con preferencia, pero en todo caso confluyen
en un punto: el amor. Cuando algo se mueve en el mundo, es el amor (o su contracara,
el odio) quien lo impulsa; y vale, especialmente, para todas las
manifestaciones del arte. Juan Carlos Onetti dijo: “Escribir es para mí
un acto de amor; y no me pregunte en qué sentido. Tómelo como quiera”. Y Onetti era
uno de los tipos más ásperos de la historia de la literatura, pero también uno
de los más inteligentes, lúcidos y sensibles, por lo que podemos suponer que
sabía de lo que hablaba.
En cuanto a contenido y forma, estoy
convencido de que una idea, una obsesión, adquiere cuerpo, se materializa con
felicidad si el ejecutante opera según las reglas del arte, de su arte.
Y encuentra la matriz textual propia de las imágenes que lo acosaban al punto
de vencer su natural desconfianza y la escasa paciencia de los novatos. De
manera que, si hay una primera frase que dice, por ejemplo, “Me viene, hay
días, una gana ubérrima, política”, el resultado será seguramente un poema,
y si surge algo como “El tape Burgos era un troperito que se había
conchabado en Tapalqué”, lo más probable es que sea el comienzo de un
cuento o de una novela. (Sé que estoy parafraseando a un gran escritor, que lo
ha dicho antes y mejor.)
Reconozco influencias
y hasta filiaciones bastante transparentes en lo que escribo, sobre todo en
poesía, con relación a los autores que fui leyendo y me provocaron asombro,
admiración y estímulo.
En los últimos años hay poetas argentinos que
uno necesita leer siempre, como Hugo Diz, Joaquín Giannuzzi, María Teresa
Andruetto, Juan Gelman, Irene Gruss, Liliana Lukin, Jorge Aulicino, Daniel Freidemberg,
Alberto Szpunberg, Alejandro Schmidt, Graciela Cros, entre muchos otros, y en
particular Jorge García Sabal, muerto muy joven, y Juan Carlos Moisés, de
Sarmiento, Chubut. Para mí ellos dos han plasmado una obra de gran rigor,
precisión formal y capacidad de conmoción, voces claras sin pretensiones ni
altisonancias.
2 — Mencionaste a
Chubut, provincia que limita con Río Negro.
ROA — Llevo viviendo en la
Patagonia más de cuarenta años, lo que equivale a más de la mitad de mi vida.
Durante este tiempo he viajado bastante por pueblos y ciudades de varias
provincias de la región, casi siempre para encontrarme con escritores, poetas y
otros artistas, en reuniones, ferias, certámenes, ocasiones de celebrar la
palabra. En un par de lugares me quedé hasta un año e hice amigos entrañables.
En todos lados aprendí de las más variadas clases de gente, anduve alerta, con
los sentidos abiertos, igual que el corazón. Me enriquecí con la única riqueza
que no se esfuma con un golpe de mala suerte, de adversidad climática o de
gobiernos incompetentes o perversos: adquirí conocimientos de vida, lenguajes
nuevos, compartí alegrías y tristezas, tuve compañeros de camino y amigas de
entrecasa. Hasta donde me dio el cuero, no me privé de experiencias.
Salvo los paréntesis aludidos, he vivido estos años en Viedma, capital
de Río Negro, casi en el límite norte de la región. Llegué mayor, no digo
hombre hecho sino más bien deshecho, pero ya de veintisiete años, con mi primer
hijo y pronto a nacer el segundo. El destino fue azaroso y necesario, casi como
cerrar los ojos y tantear el mapa en un terreno menos perforado por las balas y
sembrado de muertos que la ciudad de La Plata, donde empezaba su corto reinado de terror la
Triple A de José López
Rega, y hacían
su bautismo criminal los comandos paramilitares, precursores de la dictadura
instaurada poco después.
Desde que me establecí en Viedma ejercí el
periodismo en varios medios gráficos, en radios y agencias de noticias. La
literatura era un berretín de lector empedernido, habiéndome atrevido a probar
el cuento con rápida y engañosa fortuna un par de años antes. Y la poesía, un
sobresalto tan gozoso como liberador en medio de trabajos y familia.
Todo lo que he publicado fue escrito mientras
vivía en la Patagonia. Sin embargo, nunca pude entender ni vencer la sensación
de ser un extraño en tierras extrañas. Aunque jamás añoré los pagos al punto de
hacer planes concretos de regreso. Es más: si he fantaseado con algún nuevo
domicilio lo imaginé dentro de la Patagonia.
Esa sensación encierra la paradoja de
extrañamiento y pertenencia a la vez, como la ha definido Diana Bellesi, en su
caso para referirse a lo experimentado en sus viajes por América Latina.
Tal ambigüedad, por muchos años, no se
reflejó en mi escritura o al menos yo no la podía ni puedo detectar. Por más
que relea textos de mis primeros quince años en la Patagonia no encuentro
motivos, palabras, giros lingüísticos que hagan suponer al eventual lector un
lugar de residencia determinado de su autor. A lo sumo, podrá inferirse que se
trata de un argentino, acá sí por múltiples marcas.
Con el tiempo, antes en la narrativa que, en
la poesía, aparecieron situaciones y personajes ambientados en Río Negro, sobre
todo entre Carmen de Patagones y Viedma, siempre en el siglo XIX. Para urdir
esas ficciones me había apoderado de retazos de historia, o, mejor dicho, de
grietas en la historia de la vida comarcana en las primeras décadas desde su
fundación. Me sorprendí mucho al haber encontrado este camino narrativo, pues
no lo planeé ni preví que eso sucedería alguna vez. Quizá porque creía no haber
acogido con suficiente fuerza, afecto ni autoridad el paisaje del lugar donde
vivo, lo mismo que su pasado y rasgos culturales.
Estos materiales, ingresados naturalmente
entre mis recursos a mano para la escritura, me resultaron gratos en su
recreación y sirvieron para desmentirme un desarraigo que consideraba fatal,
irreversible.
Para la misma época mudé de casa, me afinqué
en la zona sur de Viedma, a muchas cuadras del centro, en un barrio popular
recién inaugurado. Fue el cambio de ambiente y vecindario más abrupto que
afronté, simultáneo con una ruptura amorosa que se llevaba toda mi energía.
Supuse que la mudanza no hacía demasiada huella en mi ánimo comparada con el
desbarajuste emocional. Sin embargo, un año después me encontré recopilando
textos que aludían inequívocamente a mi nuevo entorno, poemas del barrio de
variados tonos y colores, muchas veces irónicos y hasta divertidos, con
descripciones un tanto bucólicas. Esta vez la satisfacción fue mucho mayor ante
el hallazgo: el lugar donde vivía había logrado conmoverme más allá de toda
esperanza y previsión.
Bien adaptado, entonces, para la escasa
tolerancia que para lo social tiene un solitario, poco asimilado a usos y
costumbres, con un distante respeto por las tradiciones y veneración de
próceres locales y sus gestas, había al menos aprovechado algunas historias
para reescribirlas a mi modo y pude reflejar en varios textos el heterogéneo
barrio que me tocó en suerte.
En todo lo demás, seguía siendo el chico y el
muchacho de la pampa bonaerense que crió sus ojos en el campo verde y llano con
molinos y aguadas constantes, poblados próximos signados por ríos, arroyos y
lagunas silvestres, patos silbones y teros escandalosos, atardeceres mansos y
rojos, arcoíris después de cada lluvia, los olores del jardín familiar que
perfuma todo el aire e inspira el croar de las ranas y el canto de los grillos,
con casas altas y antiguas como sólo tiene Carmen de Patagones, ciudad hermana de El Carmen
de Las Flores (que así
se llamaba mi ciudad natal cuando todavía era un pueblo), para
reconfortar mis recuerdos. Aún hoy, cruzar en lancha de Viedma a Carmen de Patagones, subir la
cuesta de sus primeras calles hasta el centro, pisar la Plaza 7 de Marzo y
llenar mis pulmones con los aires bonaerenses, es un placer tan hondo cual
entrar en un oasis privado que no ha sufrido mella con el paso del tiempo.
Estas reflexiones las hice a partir de una
confesión inesperada y pública, ocurrida en el mes de mayo de 2008. Me tocaba coordinar una mesa sobre “Narración y Patagonia” en la Feria
del Libro en Buenos Aires, organizada por el suplemento cultural del diario
“Jornada” de Trelew. Mis compañeros de panel eran todos chubutenses nativos,
aunque dos de las escritoras viven desde hace años en Buenos Aires. Sobre el
final de una larga conversación, y animado por la inteligente pregunta de un
joven estudiante de Letras nacido en Puerto Madryn, me escuché decir: “Tengo una fuerte
ambigüedad de sentimientos: amo a la Patagonia, pero me cuesta mucho decir que
me sienta un patagónico. Vivo en Viedma, donde asiento un pie firme, para nada
vacilante, pero el otro planea entre Las Flores y La Plata, donde nací y me
crié, estudié, tuve militancia política y gremial y fundé familia. Con esa
dualidad convivo sin angustias, pero con cierta perplejidad y no puedo
dirimirla ni resolverla en otro lugar, en otro plano, que no sea en el de mi
escritura. Y allí ya no puedo opinar; tendrán que hacerlo los lectores de mis
textos”.
Por todas estas cosas, y por muchas más
seguramente, de las que a veces tomamos apuntes para intentar borradores de
futuros textos, ha de ser que el tema de la identidad regional es motivo de
conversaciones, coincidencias y disensos, lo mismo que origina facturas de
distinto sabor a la hora de tejer un poema o esculpir un relato o novelar
personajes o investigar sucedidos.
El profesor Virgilio
Zampini, en “Construcción literaria del espacio patagónico” (Trelew, 1996, agotado), dijo: “Habitar es dar sentido a un
espacio. Es construir, por la palabra, un ámbito de significados. Vivimos en
los espacios que, de un modo peculiar, han creado los textos literarios”,
para concluir más adelante que “el espacio que hoy llamamos Patagonia es
también la resultante de una construcción literaria”.
Dicho con otras palabras, tal vez valdría la
pena preguntarse si antes que esperar o aspirar a que una región produzca una
prefigurada literatura, de colores, contornos y perfumes más o menos
previsibles, no sería saludable suponer que la literatura es la que va
generando la fisonomía, los rasgos y el carácter de la región desde la que se
escribe. Como todos los aportes que hace el arte para perfilar una cultura.
Si bien la patria es la infancia por imperio
natural, en tanto sustrato sensorial, emocional, para los que construimos
nuestro mundo interior, intelectual pero también afectivo, mediante la palabra
escrita, como lectores primero y luego como escritores y siempre lectores, la
patria elegida es el lenguaje, la lengua madre, la combinación permanente de
unos sonidos y sus significados, que dan sentido a nuestra vida.
De allí puede proceder ese raro extrañamiento
respecto de la tierra, del lugar que habitamos, que no nos colma, no termina de
enamorarnos, nunca termina de ser “nuestro” lugar. Creo que para el artista el
sentido de pertenencia a la materialidad de un espacio físico es ilusorio
cuando no voluntarista, y hasta político en su sentido más amplio, que es
cuando adquiere entidad y potencia, en el mejor de los casos. Porque, con más
fuerza, quien trabaja con los lenguajes simbólicos del arte se remite
constantemente a ellos, sus herramientas son el único sitio seguro de
referencia y cobijo, de arduo placer, de trabajo en la vigilia y durante el
sueño, de desvelo constante y rumbo cierto.
Jorge Luis Borges y Abelardo Castillo, por citar a los que
tengo más a mano, identifican a la literatura con la palabra destino. No
destino con el sentido griego de fatalidad y arbitrio de los dioses; destino
como rapto de la imaginación cazada al vuelo en alguna siesta de niñez o
adolescencia; destino como determinación y voluntad, como trabajo y reparación
en un solo acto; destino como sendero apenas entrevisto que intuimos es camino
central; destino como el derrotero marcado en un boleto de ida; destino como
pasaje, rito y juego.
3 — Del título
completo, desplegado, de la revista-libro que dirigiste, la palabra que más me
atrae es “desde”.
ROA — En
2004 pasé a dirigir la revista-libro “El Camarote”, una creación de mi hijo
Ignacio, propietario de la marca y editor responsable, de la que salieron
quince números (los dos primeros, artesanales) y publicó textos de más de cien
narradores, poetas y ensayistas patagónicos, además de reseñar casi noventa libros
en su sección “Biblioteca”.
El lema fue “Arte y Cultura desde la Patagonia”, cuya intención podría
justificarse con la consigna de León Tolstói (“pinta tu aldea y serás universal”). Pero es más complejo el
asunto, porque en los ‘70 y hasta bien entrados los ‘80 predominaba una regla
implícita entre la gente de letras (“ley del Coirón” la llamó astuta e
irónicamente la poeta Graciela Cros, de la ciudad de Bariloche) que imponía un
costumbrismo, poner “color local” en toda composición textual. Y crecieron los
jóvenes rebeldes, nos sumamos los migrantes internos, y en veinte años
cambiaron tanto las cosas que ya no nos repugnaba que se motejara de
“patagónicas” nuestras todavía incipientes obras. Aunque no lo fueran, porque
es algo en construcción permanente una cultura tan nueva, con perfiles
difuminados, no tributarios de nadie y de todos.
Estoy
convencido de que dialogamos con todos y abrevamos en cualquier fuente
interesante para construir un nosotros,
sin voluntarismos ni apriorismos, y desde un lugar propio, nuevo. Con
antecedentes numerosísimos y difusos, intercambios constantes y radiales, pero
sin centros obligados donde referenciarnos, salvo las preferencias, tendencias,
vocaciones de cada autor, que edifica heterogéneamente sus cánones personales
en el devenir del crecimiento en su oficio y de su obra. Ese lugar propio nos
ubica en un sitio relevante dentro de la literatura nacional, con una pujanza
diferente a regiones más antiguas y tradiciones arraigadas, donde seguramente se
están dando luchas generacionales y de corrientes estéticas más arduas que
aquí.
Por tanto, diría que ese lugar o posición que ocupamos en el nivel
nacional es muy distinto al que teníamos hace treinta o más años, cuando había
un puñado de creadores de escasa resonancia en el resto del país y poco
reconocimiento por la calidad relativa de sus obras, juzgadas por las
autoridades porteñas, la Academia, la Crítica y el mundo editorial, los
negocios. Pero ya hace más de dos décadas tuvimos un indicio fuerte de la
consideración que merecía la producción literaria de la región, a la que me
quiero referir documentadamente.
Con motivo de la edición 1992 del Concurso Anual Patagónico
organizado por la Secretaría de Cultura de Neuquén y la Fundación del Banco Provincia
de Neuquén, el director de ese concurso, Raúl Mansilla, publicó en el diario
“Río Negro” el sábado 12 de diciembre de aquel año, una crónica y análisis del
acontecimiento. El jurado (compuesto por Susana Silvestre, Jorge Aulicino y
Carlos Levy) tuvo “importantes
apreciaciones sobre la literatura de la región”. Los tres dijeron, deja
constancia Mansilla, “estar sorprendidos
por el muy buen nivel literario que existe en la Patagonia”. Aulicino dijo
no saber las causas de este grato fenómeno y dio algunas cifras para explicar
su punto de vista, ya que él acababa de ser jurado en el Concejo Deliberante de
Buenos Aires. Dijo que, de seiscientos trabajos de poesía enviados a dicho
certamen capitalino, sólo treinta pudieron ser recuperados como muy buenos; “en cambio, en este concurso patagónico, con
cerca de ochenta trabajos enviados, había veinte realmente muy buenos, de
primer nivel, lo que demuestra claramente la diferencia”. Susana Silvestre, por su parte, “opinó del mismo modo, dijo que hasta el cuento más elemental de los
enviados tenía cierto nivel, y destacó fundamentalmente a los jóvenes (menores
de veinte años)”. Levy, mendocino, “opinó
que lo que ocurría en la Patagonia era superior en calidad a lo que se hacía en
la región cuyana”.
La “comarca” poética que sentimos propia abarca el norte y centro de la
Patagonia (Neuquén, Río Negro y Chubut), con ramificación de hermosas amistades
en La Pampa, algunos pueblos de Santa Cruz y creadores individuales de Tierra
del Fuego. Con un agregado fundamental: el sur chileno, la Patagonia
trasandina, donde se producen integraciones asombrosas y mutuas influencias,
progresivas con el paso del tiempo. Es admirable apreciar —sobre todo escuchar—
la musicalidad y el lenguaje con que se fueron impregnando en los últimos años
las obras de Jorge Spíndola y Raúl Mansilla, por ejemplo, que además de tener
ancestros chilenos han viajado asiduamente, fortaleciendo lazos fraternales y
estéticos con poetas y otros creadores del sur de Chile.
También despunta una vertiente de
“oralitura”, como da en llamarse a una poesía de genuina raigambre mapuche, en
castellano y mapuzungun (o mapudungun), cuya creadora y promotora más conocida
de este lado de la cordillera es la comodorense Liliana Ancalao, una gran poeta.
Me fui por las ramas, pero me pareció
pertinente dar todas estas explicaciones. Volviendo a “El Camarote”, puedo
decir que fue la aventura más apasionante que emprendí en estos años. Tuvimos
efímero equipo colaborador integrado por una profesora de Letras del Comahue y
un puñado de alumnos que hicieron una pasantía como reseñistas bibliográficos,
pero no duró porque era un compromiso escaso y poco vocacional el que establecieron
con la revista. Volvimos a ser dos para todo: mi hijo y yo.
Alrededor del número 11 perdimos como
auspiciante al gobierno de Río Negro, único sostén de cierto peso, por el
capricho burocrático y el desinterés por las manifestaciones culturales ya
proverbiales en el Estado, al menos en estas latitudes. Fue el turno del Fondo
Nacional de las Artes, que nos dio una beca que hicimos estirar para solventar
los números 12, 13 y 14, para recurrir finalmente a
la Agencia Española de Cooperación Internacional, que financió la salida
del 15, ejemplar de despedida. Aclaración necesaria, pero común a las
publicaciones literarias: jamás ganamos un solo peso, salvo para algún pasaje
destinado a llevar la revista para presentarla en ciudades patagónicas, Buenos
Aires y La Plata.
Tengo el orgullo de decir que el
periodista y escritor Salvador Biedma, cuando era estudiante de Letras en la
Universidad de Buenos Aires, realizó un trabajo monográfico parangonando a “El
Camarote” con la mítica “Tarja” de la provincia de Jujuy. Es el elogio más
grande que hemos recibido.
4 — Y después fundaste mojarradesnuda.com.ar.
ROA — Frustrado por el
cierre de “El Camarote”, imaginé enseguida una nueva publicación. Tenía el
nombre in pectore de “La mojarra desnuda”, porque designa a un pececito
único en Río Negro, ya que no existe en ningún otro lugar del planeta y tiene
la característica de ser un pez prehistórico descubierto a principios del siglo
XX, que nace de 2 cm. con escamas. A medida que crece y llegando hasta 8 cm. va
perdiendo sus escamas y queda traslúcido, impresionando su desnudez y una
fragilidad ostensible. Hay unos 2.000 ejemplares en el arroyo Valcheta, en las
estribaciones de la Meseta de Somuncura en el centro de la provincia, lugar
desértico y poco habitado. Está en una reserva custodiada, vigilada y cuidada,
según dice el Gobierno, por guardafaunas especiales sin que se pueda establecer
si el número es decreciente y por lo tanto próximo a la extinción de la
especie.
Ese pececito, tan genuinamente
rionegrino, me daba el nombre para proseguir con una tradición de revistas
literarias, como las de Abelardo Castillo en nuestro país, con apelativos de
animales. Ese momento coincidía con la fundación de la Universidad Nacional de
Río Negro y se me ocurrió ofrecerles la idea para que la asumieran como un
proyecto de revista oficial, por lo que pensé en el lema “Estación de Artes y
Ciencias”. No prosperó la iniciativa porque no tenían una editorial todavía ni
tampoco un departamento de publicaciones. Les gustó, pero dadas las condiciones
quedó como un apunte perdido en un cajón.
Con mi natural impaciencia, en 2012
decidí emprender la aventura usando el nombre para una revista digital que hicimos
con mi hijo Ignacio. Nos largamos así nomás con muy pocas publicidades de
organismos públicos, uno de los cuales estaba dirigido por un amigo ingeniero y
escritor que quiso contribuir a la salida. Eran dos o tres publicidades que
alcanzaron para sostener al principio los costos más elementales, pese a su
presentación gráfica muy vistosa, casi lujosa, que no requiere más que el
manejo de una persona tan capacitada como Ignacio. Los dos primeros años se
mantuvo bastante ágil, con mucha actividad de secciones y subidas casi
mensuales de material nuevo, pero al llegar a 2015 el trabajo mermó por distintos
motivos y sólo pudimos publicar las “Cinco tesis sobre poesía” de Raúl Gustavo
Aguirre, un ensayo publicado originalmente en la revista “el lagrimal trifurca”
de Rosario, dirigida por Francisco Gandolfo.
Esa publicación fue en agosto de
1976, el peor momento de la dictadura militar, en el que resultó el último
número en aparecer. Nuestro rescate fue un importante aporte a la difusión del
pensamiento de Aguirre, pues ese trabajo no había visto la luz en ningún otro
formato desde aquella época y fue muy bien recibido especialmente por los
lectores de poesía. Tuvimos la suerte para hacerlo de contar con la aprobación
de la señora Marta de Aguirre (su viuda), la colaboración de Juan Carlos Moisés
que nos hizo llegar el material fotocopiado, las imágenes de la revista
original conseguidas por la poeta Laura Klein y otros aportes, como la ayuda de
mi nieta Inticha Artola en el tipeo del texto.
En este momento, hemos perdido todo apoyo
material porque la provincia no otorga publicidades a través de ningún
organismo, y esto es unánime porque no he visto campañas en ningún medio. Por
eso podemos decir que “La mojarra desnuda” se encuentra en suspenso hasta nuevo
aviso, a la espera de que lleguen tiempos mejores, estando al día nosotros con
los derechos que corresponden al espacio web.
5 — En los noventa,
entre otras responsabilidades e iniciativas, dictaste un seminario sobre
algunos aspectos de la obra de Rodolfo Walsh (1927-1977).
ROA — Así es, para el Encuentro de
Escritores Patagónicos de Puerto Madryn de 1995 se me encargó que organizara un
seminario sobre Rodolfo Walsh por reunir las condiciones de periodista y
rionegrino y la suposición de que tendría una versación mayor que otros participantes,
cosa harto dudosa por otra parte. Lo que más me interesaba era investigar las
relaciones muy diversas que podían encontrarse entre el trabajo periodístico y
la obra literaria de Walsh. Para eso, me comuniqué con su última compañera,
Lilia Ferreyra, quien me dio cita en enero de 1995 en el bar de la esquina de
avenida Belgrano, en tu ciudad, a media cuadra de la redacción de “Página/12”,
donde ella trabajaba. Allí conversamos durante más de una hora, que grabé
íntegramente. Lilia Ferreyra me contó que Walsh concedía la misma importancia a
una y otra veta de su producción, en el sentido que le demandaban el mismo
tiempo y un rigor de investigación y de elaboración, a pesar de las diferencias
de objetivos y de estilos de ambos trabajos. También destacó que la pasión era
idéntica, no hacía distinción en ese sentido al punto de que la escritura era
tan minuciosa como para afirmar que los textos se iban armando palabra por
palabra. Otra de las cosas que remarcó es que las notas de investigación que
hacía para la revista “Panorama” (que era semanal) le llevaban mucho tiempo y
entonces no podía cumplir con una por número. Era muy riguroso en todo, tanto
en las fuentes que consultaba, en la información que allí recogía, como
detallista, casi obsesivo, era para urdir las tramas de su trabajo literario.
Después nos dedicamos a hablar
bastante sobre la famosísima “Carta Abierta a la Junta Militar”, escrita al
cumplirse el primer año del golpe de Estado y cuya distribución le costó la
vida, porque lo emboscaron precisamente cuando iba al correo para despacharla
con destinos varios. Allí lo hirieron, lo capturaron y nunca más apareció.
Lilia Ferreyra me dijo que esa Carta había sido escrita con una arquitectura de
redacción estricta: el modelo fue las catilinarias de Cicerón, dirigidas precisamente
contra el dictador Catilina, que son cuatro textos con forma de invectiva y que
eso se puede distinguir haciendo un escrupuloso estudio del latín original y el
lenguaje usado por Walsh. La cadencia y el estilo son pertinentes y precisos
como en otros trabajos, pero con una finalidad muy específica y una eficacia
demoledora, ya que la información que lo nutría siguió sirviendo de base para
toda investigación posterior acerca de la dictadura, al punto tal que siguen
consultándola como fuente primaria para saber lo que sucedía en nuestro país
desde los puntos más distantes del planeta. Es por eso que aún hoy se estudia
en muchas universidades del mundo como modelo de denuncia a toda forma de
opresión y considerándosela, como sentenció Gabriel García Márquez, “la pieza magistral del periodismo de
investigación”. Esos fueron los temas que tratamos en el seminario que duró
dos jornadas y que pude ilustrar con pasajes de la conversación con Lilia
Ferreyra.
6 — En 2010
participaste en un taller de dramaturgia, y con un puntual propósito.
ROA — Ese
taller de dramaturgia se originó de esta forma: un actor que decidió dirigir
acá en Viedma su primera obra, me pidió que le ayudara a elegir algunos textos,
algunas obras ya conocidas o no muy conocidas para armar su elenco y ponerla.
Le ofrecí varias, no eran muchas las que tenía, y algunas me gustaban para
mostrárselas. Pero no afinábamos ahí, no llegábamos al punto sobre lo que él
quería y al final se explicó mejor y le dije: “Ah bueno, vos estás buscando
otra cosa. Yo acabo de leer unos cuentos inéditos de Juan Carlos Moisés que se
llaman “Dueño de circo”, son unos cuentos brevísimos, la mayoría de
media carilla, y algunos —muy pocos— llegan a una página. Son 121, te los
recomiendo.” Y se los di, le di mi copia para que él leyera y opinara.
Quedó fascinado, el clima poético que tiene toda la prosa de Moisés —una
prosa narrativa que está contaminada de poesía—, creaba unos personajes de
caracteres psicológicos y vetas espirituales más que interesantes, formidables
para adaptarlos. Ahí coincidimos que tanto él como yo no teníamos recursos o
intuición para armar una obra con eso, era un arduo trabajo. Entonces, luego de
hacer varias consultas, al propio Moisés le pregunté y él me dijo: “Pero si lo
tenés a Gustavo Rodríguez en Puerto Madryn, qué mejor que él que está bastante
cerca de ustedes para dirigirles un taller y armar la obra.”
Y así fue que Gustavo Miguel Rodríguez, un narrador, un fotógrafo, un
dramaturgo y un director de teatro a la vez, todas esas cosas reunidas hacían
de él la persona más indicada. Daba el perfil perfecto, además de ser un gran
amigo, y accedió a venir el último fin de semana de cada mes para llegar a
trabajar todo el día sábado (mañana y tarde) en los avances que pudieran
hacerse con un método que nosotros
desconocíamos y que él nos traería.
Éramos seis o siete personas y durante ocho meses nos reunimos
puntualmente a fin de mes para ir aproximando los elementos, crear los
personajes —porque había que fusionar muchos de estos personajes que tenían los
cuentos de Moisés— y llegamos a concebir once versiones de la obra. La leíamos
varias veces durante el mes, porque Rodríguez quedaba con la misión de pasar en
limpio los apuntes que se habían hecho durante las reuniones de trabajo, las
enviaba por mail y nosotros las teníamos bien leídas para la fecha en que
viniera. Luego, lo hacíamos en vivo, con los apuntes ahí y las correcciones
posibles, las iniciativas y las sugerencias. Y bueno, fue muy largo, en esos
ocho meses logramos parar una obra que nos satisfizo, que nos gustó y hasta
ahora está sin ponerse porque no se han logrado formar elencos que tengan seis
personajes; lo intentó el actor que me pidió la colaboración, pero no logró
culminar con éxito la formación del elenco y de la puesta en escena.
7 — En dos concursos nacionales, el
de la Fundación Victoria Ocampo, en 2012, y en el “Eugenio Cambaceres”, un año
después, organizado por la Biblioteca Nacional, resultaste finalista por tu
libro de cuentos aún inédito “La mujer ágrafa y otros infundios”.
ROA — Sí, yo
publiqué “El candidato y otros cuentos” en 2006, con dos años de
atraso, porque recibí un segundo premio con recomendación de publicación en el
23º Encuentro de Escritores Patagónicos. Ese libro fue seleccionado por un
jurado muy importante: Abelardo Castillo y dos patagónicos: Gustavo Miguel Rodríguez
de Puerto Madryn y Blas Cáceres de Comodoro Rivadavia.
Pasó un tiempo y sin que yo me lo propusiera demasiado seguía
apareciendo el impulso de narrar. Volvían a aparecer escenas que me motivaban a
escribir prosa. (No se olviden que yo soy de cuño periodístico, periodista
nato, pero la poesía es lo que más quiero, es lo que más me llama, es lo que me
lleva más hondo, más íntimo; pero las ganas de narrar están también presentes.)
Entonces, fueron acumulándose —en años posteriores— unos nuevos textos que iban
apareciendo, un poco más audaces formalmente, un poco fuera de la convención en
algunos casos. Yo tengo mucho del corte tradicional, bastante clásico en la
manera de narrar, pero a veces me salgo de las normas y adquieren formas
novedosas fingiendo crónicas, publicaciones periodísticas, adopto el nombre de
ficción de personajes que son autores famosos; en un cuento invento textos del
Vizconde de Chateaubriand, por ejemplo. Habiendo
leído “Memorias de ultratumba”, hago aparecer unos papeles perdidos
que pertenecerían a sus diarios y la verdad es que me convence ese juego, esa
ficción tan audaz, con mucha imaginación, pero con mucha información también.
Me obliga a trabajar aparte con variada documentación porque para ser verosímil
una ficción así tiene que estar ambientada en los lugares en los que el
personaje de origen frecuentaba, los quehaceres que lo ocupaban y fingir,
remedar, también un estilo parecido. Tiene sus dificultades, pero también
satisfacciones muy grandes. En otro de mis cuentos el personaje es Angelina
Jolie, en un año difícil para ella en el que se había separado de su marido,
tenía el bebé camboyano que habían adoptado muy chiquito y aparece una
periodista, una mujer un poco mayor que ella y viéndola tan complicada, tan conflictuada
con tantas cosas sin resolver, se pega a ella e inician una relación que bueno,
hay que leer el cuento...
Y así, muchos. “La mujer ágrafa” es
ciencia ficción, y el “y otros infundios” es un agregado en el título
que da pie a pensar que todos son infundios, y es que lo son: la ficción es
mentira, es una mentira que parece verdad, esa es la virtud que tiene. Si bien
hasta ahora se mantiene inédito, cada tanto concurso para tener alguna chance.
Allí me fue muy bien en esos dos concursos que mencionás y estuve entre los
mejores. Ser finalista de diez o ser finalista de veinte para los cientos de
escritores que participaron es un excelente resultado.
8 — Por teléfono me
anticipaste que estás organizando un volumen que se titulará “La mirada
corta”.
ROA — Sí, a principios de año retomé el proyecto de hacer una
especie de antología personal de la totalidad de mi obra poética, que ahora
alcanza los cuarenta años desde mis primeros textos legibles. Cinco libros nada
más, soy muy riguroso, tengo mucha paciencia para dejar decantar los materiales
antes de decidirme a publicar uno. Había encontrado un título, “La
mirada corta”, que creo representa bien el enfoque central de mi
poética. Había empezado una selección, pero al llegar al último libro, “Registros
de hora prima”, me encontraba en una encrucijada rara: me iba a
resultar muy difícil elegir los textos de ese libro porque escapan bastante a
las formalidades de la poesía —es poesía en prosa, diría yo—. En algunos de
estos textos la tentación de la narración es muy grande, pero pienso que el
perfume, el aroma de la poesía no deja de estar nunca. Por lo tanto, no me
sentía en condiciones, además no tenía tiempo ni ganas de hacer esa selección y
le pedí a Silvia Castro que leyera, ella conocía muy bien mi obra. Silvia es
una excelente poeta y fotógrafa, y severa crítica, no iba a hacer concesiones e
iba a elegir lo que realmente le parecía lo mejor. Bajo ese concepto de “la
mirada corta”, hay un estilo, se puede decir que más que estilo es un concepto
en mi poesía, que toma una distancia intermedia entre el yo y el exterior más
lejano y abstracto, la sociedad, la historia; elijo la distancia entre las
personas, la distancia entre el entorno más inmediato de uno, el barrio, las fronteras
cercanas del yo poético. Y creo que eso está en todos los libros en forma
preponderante. Y bueno, así se armó, porque Silvia ya terminó su trabajo y “La
mirada corta” espera ocasión propicia —o sea tener unos pesos— para
poder editarlo y no sé si saldrá este año o el año que viene, pero cuando se
pueda lo voy a sacar y posiblemente con la editorial La Carta de Oliver. El
último libro, “Registros de hora prima”, lo hice allí porque Santiago Espel
es un buen poeta y también un excelente editor, un solidario y riguroso editor,
eso es lo que uno pide y lo que más desea: que no impriman a libro cerrado, y
Santiago Espel es de los que hacen su trabajo muy bien.
9 — ¿Cómo te llevaste, y cómo te
llevás con algunas aspiraciones que pudiéramos denominar utópicas?
RA — No sé
si tuve alguna vez aspiraciones determinadas, de las que luego podría llamar
utópicas. Creo que fui eligiendo según la marcha del camino, a medida que se
daban los acontecimientos, cuando se frustraba un camino tomaba otro, pero no
quería lo que se establece como “el rumbo del éxito en la sociedad”: el dinero,
una posición, un determinado status, nada de eso. Cuando era chico siempre me
decía que, si eso era lo que regía, que, si eso era lo que se podía obtener con
facilidad en este mundo, eso no me interesaba.
Yo quería otro tipo de cosas, conocer, saber de todo, tenía una mente
enciclopedista y de tipo espiritual pongámosle. Hasta que me di cuenta años
después que me fascinaba la frecuentación del arte, como espectador o lector en
principio, y si pudiera hacerlo mejor. Entonces no tengo frustraciones, porque
nunca me conduje hacia algo prefijado, fui encontrándome conmigo mismo, siempre
tomé lo que venía e hice con lo que venía lo mejor que pude, por lo tanto, no
conservo en mí una cosa como frustración o decepción.
Siempre uno tiene una cosa pendiente en la vida, y tiene un matiz
utópico que es el amor, ¿no? El amor va y viene, pero cada vez está cumplido,
no valen las lamentaciones o balances postreros, sobre si lo que se vivió,
valió. Entonces, yo creo que el amor es renovable y por lo tanto la utopía es
en sí mismo el amor (el amor físico, el amor de hombre-mujer), que siempre se
renueva, hay otro delante.
En lo que podría decirse que sí tuve una decepción fue con las
aspiraciones de cambios grandes en la sociedad en la década del setenta, un
cambio rotundo de paradigma social y económico que trajera más justicia y
equidad para todos los hombres. Esa sí que es una utopía también, pero uno se
acostumbra cuando va creciendo, se da cuenta que esa utopía es tan grande que,
si bien vale la pena seguir luchando por ella, es fácil que se frustre. En ese
sentido tampoco soy un desencantado que me haya abrumado la situación. Estuve
cerca, estuve peleando en aquellas trincheras de entonces pero después, sin
bajar las banderas, las he adaptado a mi manera.
Yo vivo en el borde de la sociedad, me
refiero a que vivo en el borde de lo económico y de lo social. Es un lugar que
me queda bien, me siento cómodo, no paso estrecheces, pero nunca me sobra nada.
Tengo el dinero que necesito para las cosas que me procuro: el confort, la
necesidad de alimento material, intelectual y espiritual, y, por lo tanto, eso
hago: estar en los márgenes.
10 — Jorge Leonidas Escudero
(1920-2016) pretendía “Mirar el objeto y
al mismo tiempo mi centro para ver si veo más allá de las distorsiones.”
¿Expresarías de modo similar lo que pretendés?
RA — Es
buena y profunda la frase de Escudero, coincido en parte porque tiene muchos
filos, se la podría “diseccionar” en retazos. Pero a mí me gusta la de Juan
José Saer que dice “un miope debe ser
modesto: la mancha móvil ocupa todo su reducido campo visual y aniquila, sin
malignidad, lo demás” —es de una partecita de “Argumentos” (una serie de
relatos breves).
Yo a mis alumnos de taller solía decirles que asomarse a lo poético es
crear la dimensión de un objeto nuevo. A partir de nosotros, de nuestra mirada,
dirigirnos hacia cualquier cosa: una persona, un lugar, un paisaje y verlo
profundamente con esos ojos nuestros. Y en el medio de esa mirada, en el ir y venir,
en la frecuentación honda y profunda, generar un objeto o ente distinto. Ese
objeto, ese ente distinto es el poema. Cuando lo hemos logrado después de
varios intentos, ese puñado de versos expresan una nueva realidad, esa es la
relación que, con suerte, podemos lograr. Haber podido hacer con lo otro, con
lo que no es de uno, lo que uno desea, lo que desea expresar, y ése me parece
que es un pequeño o gran hallazgo. Pero es un secreto que pocas veces se habla
de él, lo reconocemos muy de tarde en tarde.
11 — Para el autor de “Las nuevas generaciones”: ¿Qué poetas
jóvenes —o no jóvenes, pero que hayan comenzado a publicar en los últimos años—
más te interesan?
RA — Esa es
una pregunta comprometida y difícil para responder sin consultar las lecturas
de los últimos tiempos. Siempre se es injusto, por ahí alguien que uno no
querría omitir queda afuera, pero voy a arriesgar. A mí me gusta mucho la
poesía de Carina Sedevich, la santafesina; de Jotaele Andrade, el poeta de
Azul, provincia de Buenos Aires; la poesía de Carina Nosenzo, de Río Negro,
Eliana Navarro, Cecilia Fresco —que vive en Villa La Angostura ahora, como
Diego Reis—, Paz Levinson, Carolyn Riquelme, de Bariloche, María Inés Cantera
—de acá, de la Comarca Viedma-Patagones... Sería innumerable la lista, me quedo
ahí con esos nombres. Esos poetas más o menos expresan, dentro de lo que he
leído, lo que me ha gustado más, pero siempre el motivo está relacionado con la
entrega. Hay gente que escribe entregándose, escribe con todo el cuerpo,
escriben con sus sensaciones y con sus sentimientos, escriben para pensar, no
piensan para escribir; y eso se nota mucho, suele notarse cuando un escritor o
un poeta ha planeado lo que escribe y no está mal, pero yo aprecio el trabajo
de esperar a que el inconsciente nos dicte las palabras, eso es lo que
prefiero, eso es lo que intento yo y a veces lo logro y eso es lo que más me
satisface.
12 — ¿Comidas que preferís
y comidas para vos incomibles? ¿Bebidas que te entusiasman y bebidas
desagradables?
RA — Bueno, el gusto es de las cosas que cambian según
las edades, según los lugares, según las personas con las que compartimos la
mesa. Nunca he sido refractario a un tipo de comidas, no lo recuerdo... Ah, sí, la sopa de tapioca que hacía mi madre cuando éramos chicos. Era
insoportable, la rechazaba.
Después, los platos que al chico le gustan son milanesas con puré, por
ejemplo. El puchero viene después, el puchero es el que come el padre, y que
uno después cuando se hace más grande lo puede apreciar. En una época, con una
pareja que tuve en Comodoro Rivadavia —porque residí también un año en Comodoro
Rivadavia—, habíamos conseguido no me acuerdo por qué medios, si lícitos o más
o menos, un curry de la primera calidad, importado —vaya a saber de qué origen—.
Y solíamos hacer un pollo al curry con arroz (cuando había plata para pollo, si
no arroz con curry solamente), que nos tuvo muy entretenidos por una razón muy
sencilla: descubrimos que ese curry es afrodisíaco. Entonces se puede decir que
pasamos una temporada de luna de miel con un curry tan bueno.
En cuanto a bebidas he tomado preferentemente vino, hasta hace tiempo,
que dejé de beber alcohol, hará quince años. Era hombre de vino tinto y de
damajuanas, el vino en damajuanas y el mejor que se pudiera conseguir, ¿no? A
veces no se podía y a veces nos parecía buenísimo el Parrales de Chilecito, y
si no, excepcionalmente, una botella de vino de reserva, un Cabernet Sauvignon,
un Malbec. Pero la bebida que siempre ha perdurado una vez que la conocí —más o
menos lo que se puede decir bien— fue el champagne. Ahora el único alcohol que
tomo es champagne, un poquito siempre para las fiestas. Y yo que creo que el
champagne va bien con todo, si te cae bien va bien con todo. El champagne demi
sec es perfecto, o el brut. Hasta el brut me he animado, es un poco
astringente, pero se saborea bien.
Respecto de las desagradables: la leche, y las tóxicas, para mí
intomables, bebidas cola de diverso origen y composición.
13 — ¿Qué opinión te merecen las poéticas del norteamericano Gregory
Corso (1930-2001), del español Blas de Otero (1916-1979) y del persa Omar
Khayyam (1048-1131)?
RA — A la generación beat norteamericana llegué tarde,
como llegué tarde a los Beatles, a muchas cosas de esas décadas. Llegué tarde y
me lo lamenté, porque cuando descubrí el Aullido de Allen Ginsberg,
¿cómo no respingar, no? Es bravo enfrentarse con el Aullido. Leí un poco de
Ginsberg, después de Lawrence Ferlinghetti, de Jack Kerouac, de William
Burroughs. Burroughs me interesó muchísimo, pero a Corso no llegué, o si llegué
lo leí en alguna antología y entonces no se puede apreciar si es una muestra de
tres o cuatro poemas, y nunca lo busqué especialmente, por ejemplo, en algún
blog que se dedica a la poesía universal tiene que haber muy buenas muestras de
Gregory Corso, pero no lo disfruté.
En cuanto a Blas de Otero, cuando estaba preparando la edición de mi
primer libro, “Antes que nada”, uno de mis poetas más frecuentados era él.
Me daba en la tecla de lo que necesitaba en ese momento, al punto que uno de
los poemas que más quise de ese libro tiene epígrafe de Blas de Otero. Dice: “y un golpe, no de mar, sino de guerra, que
destierra los ángeles mejores”. Eso es de Blas de Otero, y me marcó, esa
lectura me marcó para siempre, inclusive para dejarlo estampado en un libro
mío.
Y de Omar Khayyam, “Las
Rubaiyatas”, que leí en edición de Losada por supuesto, la más difundida
entre nosotros. Me impresionó mucho la cultura que expresaba y cómo la
expresaba, con qué brevedad y en pocas palabras hacía un hedonismo militante:
cantarle al vino, cantarle a la naturaleza, cantarle al amor, a las mujeres. Me
parecía maravilloso, era como transportarme a otra cultura, realmente, nunca
había leído cosas así. Nunca había leído en castellano a un poeta así, y además
la forma me caló hondo, y ahí empecé a fijarme en el poema brevísimo, los
aforismos, los epigramas; que cuando descubrí a otros como Antonio Porchia y a Raúl
Gustavo Aguirre, me hice muy afecto a esa forma.
Esa era una ambición, ¿ves? Es una ambición que tenía: poder captar algo
de ese aroma de poesía, de ese perfume de poesía condensadísimo y que después
lo encontré en otros autores, en Juan José Arreola, por ejemplo, el mexicano, o
Marcel Schwob, el autor de “El libro de Monelle” y “La
cruzada de los niños”. Mirá, justamente a estos dos últimos admiraba
Borges, pero no los honraba mucho. Es para admirarlos, pero no se los puede
imitar, de ninguna manera se los puede imitar. Pero se te puede colar la forma
adentro tuyo, y a veces salir algo que tenga que ver, un parentesco más o menos
cercano, pero es muy ocasional; yo lo he hecho en “Croquis de un tatami”,
en “Aguas de socorro” también. En “Croquis de un tatami” he
hecho toda una sección con esos “textos anómalos”, como dijo una profesora,
donde uno no distingue demasiado bien entre el aforismo, el epigrama, el poema
breve y el brevísimo. Y me sigue tentando mucho, y cada tanto soy rozado por el
ala de esa mariposa extraña de la brevedad, por ejemplo, cuando digo “con la poesía nunca se sabe”.
*
Raúl O. Artola selecciona poemas
de su autoría para acompañar esta entrevista:
del barro a la madera
Estamos tocando la
vida
con la punta de los
dedos
como aquella vez que
un hombre
encendió la primera
palabra
y fundó el fuego,
ese hombre de barro
original
reseco después de
tantos siglos.
Con temor por la
cornisa,
buscamos la madera
perfecta
que soporte el paso
de todas las aguas
y el calor de cada sol
del universo.
Dioses pequeños,
conmovedores gepettos
del asfalto y los
relojes,
taumaturgos
frustrados pero tercos,
bailarines del alma,
criaturas a cuerda
con la boca cosida
y amores dispersos,
renovadas legañas
del Ojo que duerme,
manos del hastío aburrido
de sí mismo,
cañas que pujan por
despertar los colores
de la paleta del
último pintor
hecho con el barro
viejo,
ése al que empiezan
a crecerle
los pies y las
piernas
de una extraña
madera,
indestructible.
(de “Antes que
nada”)
*
hombre frente a una ventana
La luz tiene
cadalsos oscuros
que reciben su
matriz desde la noche.
Mira el hombre los
destellos intermitentes
detrás de la ventana
y completa los
espacios con figuras astrales,
los caballos de las medias
horas,
los gatos de quince
minutos,
los lobos que vienen
cada sesenta segundos
a bloquear los
valles claros
en la pantalla de
cine.
Y dos viejas
encorvadas de luto
llevan flores a los
muertos
para que con el
perfume gocen.
La serenidad de la
luz permite
estas agonías
intrépidas
en su moviola segura
y lenta.
El hombre sigue
frente a la ventana
cuando escucha a sus
espaldas
una rapsodia
electrónica que le refuerza el alma
para sufrir todos
los cadalsos,
una por una las
tropillas,
la llegada felina de
los cuartos.
Sin sobresalto, el
hombre
mata puntualmente
los lobos del minuto
y las viejas huyen con sus ramos inútiles.
(de “Antes que nada”)
*
El aire no es gratis
Tengo por especialidad
el cero,
la nada, el escardillo,
la nata de la leche,
los palenques de
almacén
de copas y ramos
generales,
la sinrazón del miedo,
la espuma de los días,
el coraje de los
chicos
en la escuela,
las escobillas de una
batería,
el barro de los nidos,
la fisiología del pájaro,
que con poco se
conforma.
Todo eso que no es mío
me viste el corazón y
lo amuralla
de los vientos de la
mala conciencia,
del pecado de no ser,
del ojo que no ve lo
que gritan
las calles,
de la negrura que baja
de palcos y de
púlpitos.
Y sólo a veces
alcanzan los andrajos
para abrigar esa
lumbre indecisa,
un fueguito
al pie de mis
desvelos,
luz que viene desde
lejos
y nunca me abandona.
(Miro a mi compadre,
pita fuerte antes del
trago
de ginebra y asiente
con un gesto de
cabeza.
Me quedo más tranquilo).
(de “[teclados]”)
*
El eco del
espejo
Como el preso que barrena
el fondo de su celda
y no halla nada
no hace el túnel no
ve luz
se cansa solamente
y ni una mano vieja
encuentra en la
tarea.
Como el minero con
su pico
que abre paso en
roca viva
por metal o piedras
o carbones
sin descanso ni agua
ni alimento
hasta que baja el
sol
y se fatiga.
Como el hombre
vencido
por algunas
cuestiones con la vida
que rema una chalupa
en el desierto
y no hay brazos que
alcancen
para mover esa
madera
seca y clavada
en el sueño del
agua.
Como el niño que
besa el vidrio
del espejo y cree
que besa
a un niño que se le
parece
demasiado para ser
real
y siente que el frío
de tan pulida
superficie
es peligroso como el
hielo.
Cae y golpea la nuca
en una silla y no
hay nadie
y el grito que sale
de su boca
no se oye no es un
grito
es el espejo que
repite
el beso como un
eco
de los remos en la
arena
como el pico del
minero o del preso
que retumba en la nada
de la inmensa soledad.
(de “[teclados]”)
*
Landscape
En la pintura
se ve una gris
casa de leños,
antigua y sólida,
en medio del bosque.
Parece confortable,
un edén posible
para hacer la vida
libre y volátil
de la imaginación,
siembras y cosechas,
amores y comidas.
De pronto, el cuadro
se abre ante nosotros,
nos devora
y dentro encontramos
moho, alimañas,
tabiques vencidos
y un acre olor
a leños húmedos.
Vive gente allí
que se recela
y duermen
con un ojo abierto
y la mano
en el hacha.
(de “[teclados]”)
*
El cuerpo y el alma
andan juntos. Hay pruebas de ello. A la mañana, cuando despertamos con el cuerpo
dolorido, hemos tenido pesadillas, casi siempre, aunque no las recordemos.
Otras veces, me dijo una mujer, nos sentimos angustiados, tristes, y los huesos
se quejan amargamente. ¿Hace falta un manual médico o psicológico, que
clasifique y mensure estas comprobaciones? ¿O una nueva Biblia que las
parafrasee? Así habló mi amigo, el guardagujas de Zapotlán, con una cataplasma
en la espalda y una pierna enyesada, mientras velaba un duelo extraño, la
muerte de la calandria vespertina que vivía en un ciprés de su otro amigo, el
publicista de Lisboa, que fuma, fuma y fuma sentado en el umbral.
(de “Registros de hora prima”)
*
Entrevista realizada a través del correo
electrónico: en las ciudades de Viedma y Buenos Aires, distantes entre sí unos
900 kilómetros, Raúl Orlando Artola y Rolando Revagliatti.
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