jueves, 20 de agosto de 2020

Laura Finochietto-Argentina/Agosto de 2020


Una pintura fascinante

Marta al cumplir sus cuatro años, recibió de un tío que vivía en un pueblo cercano, un atril y telas. A ella le apasionaba el dibujo y la pintura. Desde los tres años había empezado a dar sus primeros pasos en el arte. Le mostraba sus dibujos a su mamá para que los viera. Sus padres comentaban que cuando la niña fuera grande iría a una Escuela de Arte, así podría desarrollar su vocación. La mamá observaba con atención los dibujos que le mostraba su hija. En ellos veía el talento de Marta.
Cuando Marta ingresó en la escuela primaria, los padres la anotaron en una Escuela de Arte.  Al principio, la niña iba muy bien: le gustaba el estudio y también la pintura. Pasaba horas dentro de su habitación, dedicada a lo que más deseaba en la vida: ser una gran artista. Marta soñaba con exponer, algún día,  en una galería de arte.
Los padres comenzaron a notar que la niña no respondía tan bien en la escuela, que se dedicaba con fervor a su arte y descuidaba el estudio.
Decidieron retirarla de la Escuela de Arte para que continuara con sus estudios primarios. Marta aceptó, aunque se enojó con los padres. Al finalizar el colegio primario, les dijo que no quería seguir con el secundario, sólo se dedicaría a su gran pasión.
Los padres empezaron a darse cuenta de que había un cambio en la niña, ya no era la misma, le faltaba alegría. Pero toda esa felicidad que no tenía la plasmaba muy bien en sus dibujos. Colores fuertes, gran luminosidad en sus telas, pintaba hermosas flores y frutas tan naturales como coloridas. Además de escucharla cantar mientras pintaba, le hacía pensar a su mamá que Marta estaba bien.
Su madre en una ocasión entró al dormitorio. Observó que Martita tenía una tela tapada, y le preguntó:
- ¿Por qué la tienes cubierta, no la puedo ver?
-Es que aún no está terminada. Es una sorpresa, mamá.
Por las noches, mientras sus padres dormían, Marta se dedicaba a esa obra tan misteriosa, de colores muy tristes. Predominaba el negro y el gris. Representaba a un hombre joven caminando por una calle. El hombre iba tomado de la mano de una mujer sin rostro.  La niña no comprendía por qué esa pintura le atraía tanto.  Muchas veces, sentía como si le consumiera las fuerzas, pero no podía dejar de pintarla. Era su gran pasión.
Marta, cada vez, salía menos de la habitación. Su madre le llevaba el almuerzo, pero la joven apenas comía unos pocos bocados. Los padres trataron de entusiasmarla con los preparativos de una fiesta para cuando cumpliera dieciocho años, pero poca importancia le dio, aceptaba lo que sus padres decidieran.
El día de su cumpleaños, su madre se dio cuenta de que Marta no salió del dormitorio para desayunar. Entonces, golpeó la puerta diciendo en voz alta:
- ¡Marta! ¡Marta!
Su hija no respondía.
La mujer  entró a la habitación y no vio a Marta. Se sobresaltó al ver la pintura descubierta. Observó dibujado a un hombre tomando de la mano a una mujer joven y atractiva, vestida con un traje Chanel muy elegante. Se acercó más a la pintura y se dio cuenta de que era su hija.
Leyó el título: “Un sueño en París”. A un costado de la obra, un papel decía: “Adiós, mamá”.

Marta paseaba con su hija por la avenida Campos Elíseos, recordando su pasado, y su llegada a París. Hacía quince años que había dejado la casa familiar, en busca de su felicidad. Tuvo la suerte de conocer personas que la ayudaron a exponer y vender sus obras de arte.
 Tomó la mano de Colette para cruzar la calle. Cuando ingresó con su hija a la galería Lafayette, quedó atónita, sin poder moverse: al lado de Pierre, su esposo, estaban sus padres. Marta sintió una profunda emoción: los abrazó con toda su fuerza.  

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