martes, 7 de febrero de 2023

Carlos Arturo González Díaz-Argentina/Enero, febrero 2023


 

                                               La Última Sombra

                                                                                                         

Casandra contempló por unos instantes su rostro reflejado en los ojos de aquel desgraciado que yacía debajo de ella. Aquella mañana se levantó con la intención de cumplirle la cita a aquel hombre, aunque los lunes no trabajaba. Los quinientos mil pesos que le había prometido era un incentivo que alteraba sus prioridades. Su oficio lo ejerció desde que el capullo se hizo rosa, cuando creyó que la deseaban permanentemente y se convenció de que en el mundo en el que nació no podría ser admirada por su inteligencia, sino sólo por su belleza. De manera puntual me refiero a su cuerpo. Era una mujer   deslumbrante. Cuando recibió sus primeros pesos, por abrir únicamente las piernas sin entregar nada a cambio porque en realidad no le importó, creyó que era una manera rápida y fácil de ganar dinero para salir de su condición de pobreza que arrastraba ella y su familia desde unas generaciones atrás. Al poco tiempo se dio cuenta de que no era dinero fácil, pero sí rápido. Aprendió las artes del Kama Sutra, y sin sentir rencor, pero sí desprecio, permitió que los hombres y las mujeres disfrutaran su cuerpo. De manera intencionada, ayudándose con las cartas del tarot profundizó en la astrología, ya que a temprana edad descubrió que tenía el don de vaticinar sucesos, y sólo cuando en una tarde de juego en la escuela le pronosticó a la profesora que se iba a casar, y el novio en plena clase le propuso matrimonio, comprendió que era otra forma de ganarse la vida, pues como premio por la adivinación la profesora la invitó a un refrigerio. La arrogancia se iba apoderando de su ser y se lanzó a predecir el futuro a quien por curiosidad se lo solicitara, y así, como la velocidad de un disparo, su reputación de vidente se propagó entre su clientela, que pagaba una buena cantidad de dinero por sus vaticinios. Sin pompas, y alejada de las excentricidades de los charlatanes baratos, ejercía su oficio con el continuo sentir de desprecio como cuando alguien disfrutaba de su cuerpo. Además, desde que se empoderó en su belleza, jamás ejerció su oficio en antros, por el contrario, se ufanaba de ello, y con un desdén desaforado, mostraba su santuario construido por ella, donde se dejaba manosear, como si fuera la princesa de sus reinos imaginarios, de modo que allí siempre atendía a su frustrada y degradada clientela. Hombres consumidos en su propia lujuria pagaban a buen precio por poseer su cuerpo, aunque fuera por unos segundos, que en algunos casos era el tiempo que duraba el clímax para terminar en cualquier orificio de su cuerpo.

Se convirtió en una persona frívola en su afán de mostrarse fuerte ante los demás. Nadie lograba penetrar su corazón. Consideraba que podía vivir sin amor, y aprendió a no involucrar sus sentimientos. Escondía su personalidad cruel. Era ella quien ponía las condiciones, mostrándose como una mujer superficial y casquivana, como un escape al amor. Cosa que no parecía importarle a nadie a condición de poseerla, dado que su cuerpo despertaba sentimientos lujuriosos, sin importar los ojos de quien la mirara. Convertida en una gran actriz, supo fingir sus orgasmos, mientras alguien terminaba encima, por delante o por detrás de ella. No importaba que fuera el primero, el segundo o el tercero del día.

Aquél infeliz estaba obsesionado con Casandra. Tomaba menjurjes para potenciar su órgano y hacer eternos esos momentos que él consideraba lo más cerca al paraíso. Siempre la buscaba ebrio y trasnochado, y a sus sesenta años era un elixir para él, aunque poco recomendable para las lidias del amor. El día en que aquel hombre le pagó a la pitonisa para que le leyera las cartas, ella aguardó silencio unos instantes antes de hacer el vaticinio de los días que estaban por venir.

 — Seré tu ultima sombra— terminó diciendo la adivina, con voz impostada. Aquel infeliz no comprendió el augurio, sin embargo, poco a poco iba dando crédito a sus palabras por la cadena de sucesos que acaecieron en su diario vivir, ratificados por sueños premonitorios. De modo que esperaba la muerte, como quien espera el tren para subirse en él. La cara oculta de su deseo lujurioso no le permitía alejarse mucho tiempo de Casandra.

Aquella mañana, cuando se vio reflejada en los ojos de él, una imperceptible sonrisa mordaz, amarga, y victoriosa, afloró al instante en su rostro y, movida por el   regocijo, comprendió que una vez más su predicción no tardó en cumplirse.

 

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