En la Universidad se
había organizado un gran revuelo: el reconocido profesor León Caballero,
considerado toda una eminencia en mitologías y leyendas, iba a impartir una
conferencia, a la que le seguiría una charla‑coloquio.
La Universidad había acondicionado
para el evento el Aula Magna de Los Naranjos, conocida con ese nombre porque
todas las paredes estaban recubiertas de dibujos que aludían al jardín sagrado
de las Hespérides –ninfas que cuidaban del jardín–, que en la mitología griega
está representado por naranjos en flor.
El jardín de las Hespérides –regalo
de Gea, diosa de la tierra, a Zeus y a Hera por su matrimonio–, se encontraba
en el monte Atlas, y las naranjas, conocidas también como manzanas de oro, eran
muy apreciadas porque proporcionaban el don de la inmortalidad.
Como Hera, diosa griega de los
nacimientos y el matrimonio, hermana y esposa de Zeus, además de propietaria
del jardín de las Hespérides, no acababa de fiarse de las ninfas: Egle, Eritia
y Aretusa, hijas de Atlas porque se comían alguna que otra naranja, encargó a
Ladón, un feroz dragón de cien cabezas que enroscaba su cola en el tronco y que
nunca dormía, que vigilara atentamente el jardín.
El mito de las Hespérides –explicado
con todo lujo de detalles en unas tablas colgadas en una pared que estaba justo
en la entrada principal del Aula Magna de Los Naranjos– narra cómo Atlas ayuda
a Hércules –también llamado Heracles– a cumplir su undécimo trabajo (había
recibido la misión de realizar doce trabajos en total considerados imposibles),
el de robar las manzanas doradas del jardín de las Hespérides.
Hércules mata al águila que
estaba devorando a Prometeo. Éste, para agradecérselo, le dice que el gigante
Atlas, condenado a tener que sostener el cielo sobre sus hombros, era el más
apropiado para robar las manzanas, porque conocía al peligroso dragón que las
custodiaba.
Hércules busca y encuentra a
Atlas, y le pide que vaya a robar las manzanas, mientras tanto él le sujetará
el cielo. Atlas, cansado de vivir con el cielo a cuestas, acepta el encargo de
Hércules. Pese a que su idea era fugarse con las manzanas, Hércules consigue
volverlo a engañar –una vez le ha traído las manzanas–, y huye dejando a Atlas
otra vez con su pesada carga.
Hércules le lleva las frutas
mágicas a Euristeo –rey de la
Argólida y el que le encargó los doce trabajos–, que consagró
las manzanas doradas a Atenea –diosa de la sabiduría, la estrategia y la guerra
justa–, y ésta le pidió a Hércules que volviera a dejar las manzanas en el
jardín de las Hespérides, pues era allí donde debían estar, porque el Destino
así lo exigía. Las tres Hespérides: Egle, Aretusa y Eritia fueron
convertidas en un olmo, un álamo y un sauce, respectivamente.
En cuanto al dragón Ladón que
mató Atlas, cuenta la leyenda que la sangre que manó de su cuerpo quedó
plantada en el jardín de las Hespérides, y de cada gota nació un árbol llamado
drago. Su savia, de color rojo (también conocida como sangre de drago) tiene
importantes propiedades medicinales.
Esta leyenda –la del mito de las
Hespérides– la leían a diario centenares de personas y, después de leerla, casi
se sentían arrastradas a reflexionar acerca del sentido de los mitos y de la
vida.
¿Sería posible que el árbol
conocido como drago tuviera algo que ver con el dragón Ladón?
¿Unas manzanas prohibidas que no
se podían comer ni tocar?
Las cuatro era la hora fijada
para que diera comienzo la conferencia del doctor Caballero. En el Aula Magna
no cabía ni un alfiler. El poder de convocatoria del catedrático era
impresionante. Se había creado una merecida fama de erudito divertido, cauto,
al que le gustaba interactuar con el público que asistía a sus conferencias,
tolerante y amante de la libertad bien entendida.
El silencio era total. Se
apagaron las luces, y el primero en salir al escenario fue el decano de la
facultad; traía un cometido importante: presentar al profesor y adelantar sobre
qué iba a tratar la conferencia.
Después de varios elogios y
halagos acerca de la valiosa contribución del profesor Caballero al
mundo de la cultura, el decano lo anunció a grito vivo. El público de la sala
se levantó en pleno, y aplaudió entusiasmado nada más hizo su entrada el
conferenciante.
—¡Gracias, Gracias! ¡Un millón de
gracias por sus aplausos! ¡Por favor, tomen asiento!
A pesar del ruego del profesor,
el público continuó aplaudiendo unos minutos más.
El profesor abrumado por tanta
efusividad, hacía gestos con sus manos en señal de agradecimiento.
Cuando el profesor se hubo
instalado detrás del atril que le habían colocado estratégicamente en el centro
del escenario y se hubo colocado el micrófono, el auditorio dejó de aplaudir y
se quedaron expectantes y en silencio.
León Caballero, de unos sesenta
años, melena canosa, ojos azules y saltones, gafas de pasta negra, de mediana
estatura (más bajo que alto) y de constitución más bien robusta, iba vestido
con un impecable y holgado traje de chaqueta gris con amplios tirantes negros,
camisa blanca reluciente y calzaba mocasines a juego con la camisa, enseguida
tomó la palabra:
—Les agradezco mucho sus
aplausos, por un momento me he sentido Plácido Domingo después de representar Orestes de la ópera Ifigenia en Táuride en el Teatro Real. Ahora, no me pidan que cante
porque soy un auténtico desastre. Lo que sí haré será hablarles de…
Antes de que acabara la frase
entró en escena una canción. El público levantó la cabeza buscando la ubicación
de aquella enigmática melodía.
—No la encontrarán, dejen de
buscar. ¿Saben de quién es esta canción y cuál es su título? Se trata de Lament for Atlantis, de Mike Oldfield,
me sirve para introducirles en el tema de hoy: la leyenda de la Atlántida, el continente
perdido, la isla sumergida y jamás hallada. ¿Les suena, verdad? Pero, insisto,
no la busquen porque no la van a encontrar. Ya lo intentaron muchos durante
siglos y no lo consiguieron. Y otros tantos hablaron de ella como Julio Verne
en el capítulo XI de Veinte mil leguas de
viaje submarino cuando el Nautilus visita las ruinas de la Atlántida. Señores,
han sido tantos los que la han buscado, visitado, investigado en sus libros que
sería prácticamente imposible hacer un inventario; e incluso este tema ha
llegado a la gran pantalla. Y es que la leyenda de la Atlántida lleva muchísimos
años dando de sí y aún le queda cuerda para rato. Se han preguntado por qué
tanto afán por buscar una isla, una ciudad que, en principio, surge de Los diálogos del filósofo Platón (en
ellos Platón dialoga con Timeo y Critias sobre la fabulosa isla de la Atlántida que
desapareció en el mar, haciendo una descripción pormenorizada de ella. Aseguran
que la historia la aprendieron del poeta y legislador ateniense Solón, y éste a
su vez se la escuchó a los sacerdotes egipcios). Platón, en sus escritos, afirma
insistentemente que se trata de una historia real. Dice Platón, allá por el año
340: «Hace tiempo, más allá del estrecho que llaman las Columnas de Heracles
(el estrecho de Gibraltar), se hallaba una isla más grande que Asia y Libia
juntas, y desde ésta se podía acceder a otras islas y de aquellas a tierra
firme que se encontraba enfrente. Esta isla llamada Atlántida desapareció en
las profundidades marinas en el tiempo de un día y una noche». ¿Y de dónde
habría salido esta isla? Según Platón, se trata de un trozo de tierra que nació
de las profundidades del mar. Cuando los dioses se repartieron el mundo, ese
pedazo de tierra le tocó a Poseidón, dios del mar, según la mitología griega.
Descrito como un paraíso ideal, una isla perfecta donde se vivía en armonía y
paz. Donde todos se ayudaban y respetaban, hasta que se convirtió en una
sociedad arrogante. Los dioses castigaron a los atlantes por su soberbia, y
después de ser derrotados por los atenienses (Platón era griego, recalcó el
profesor), la Atlántida
se perdió en el mar. Existen dos corrientes de pensamiento respecto a esta
leyenda: están los que han interpretado y estudiado los textos que Platón
escribió acerca de la
Atlántida y han encontrado múltiples anacronismos y apuntes
inverosímiles, que pueden llevar hasta la conclusión de la inviabilidad de la
isla perdida, pudiendo afirmar que dicha isla sólo existió en Los diálogos del insigne filósofo
griego. Y la otra corriente es la que ha creído firmemente en la existencia de la Atlántida, y han dedicado
muchos años y esfuerzos en buscar el lugar donde pudo haber estado la isla.
Corrientes, las dos, que existen hoy en día. Muchos mitos y leyendas se han
creado a partir de la ¿invención? –el profesor León Caballero arqueó sus cejas
y elevó el tono de su voz a modo de sugerente interrogación– de Platón: libros,
teorías, investigaciones, películas, relatos, cuadros… ¿Todo ello nacido de
algo que realmente no existió? ¿Qué opinan? Como saben, el hombre ha recurrido
a las leyendas, a los mitos y a las tradiciones para intentar darle respuesta a
las grandes incógnitas de la humanidad; lo que quiero que tengan claro es que
las historias que nos cuentan en la mitología, en las leyendas, pueden o no ser
reales, pero nos han servido, mediante la utilización de ejemplos, durante
siglos para desvelarnos verdades esenciales de la condición humana. Seguro que
piensan que muchas de las leyendas pueden parecer surrealistas, pero bien
analizadas todas tienen su razón de ser. ¿Ustedes creen en la leyenda de la Atlántida? ¿Realidad o
ficción? ¿Han pensado alguna vez con qué intención la escribió Platón? Pero…
antes díganme: ¿cuántos de ustedes creen que existió la Atlántida?
El auditorio entero se puso a
contestar a la vez, escuchándose con más claridad el «no» que el «sí».
—Que levanten la mano, por favor,
los que sí crean en la leyenda de la Atlántida.
Silencio sepulcral en el aula,
mientras el profesor cuenta en voz alta las manos alzadas.
—Diez personas, de… ¿cuántas
somos aquí? –el profesor se gira hacia la silla donde está sentado el decano y
lo interroga con la mirada–, ¿trescientos, quizá? Señor decano, haga el
favor de darnos una aproximación de las personas que se puedan encontrar en
esta sala.
El decano de la facultad se
acercó con sigilo el micro, se apretó la corbata, se colocó las gafas y con un
hilo de voz calmosa dijo:
—El aforo está completo, y en
esta Aula Magna caben setecientas cincuenta personas.
—Gracias, decano. Me gustaría
preguntarle a alguno de los que han levantado la mano por qué cree que existió la Atlántida. Usted,
por ejemplo, el caballero que está sentado en la segunda fila, el que lleva un
jersey de rombos.
—¿A mí, se refiere a mí,
profesor?
—Sí, a usted que ha levantado la
mano. ¿Cómo se llama?
—Javier Ruiz.
—Dígame, ¿por qué cree usted que
existió la Atlántida?
—Básicamente porque no creo que
personas sabias y avezadas con unas mentes tan privilegiadas –desde la Antigüedad hasta
nuestros días– hayan dedicado tantos años a la investigación de algo que no
existió. Estoy convencido de que todos esos intelectuales creyeron firmemente
en la existencia de la
Atlántida, y lo intentaron corroborar y demostrar mediante
sus estudios.
—Su respuesta tiene su
lógica.
—Ahora, necesito que algunos de
los que no creen en la existencia de la Atlántida me den su versión. A ver, la señorita
que está sentada en la última fila, que lleva gafas, es rubia con el pelo
largo, y lleva una chaqueta fucsia que hace rato que me está
deslumbrando.
Risas en el auditorio. Y de
repente, una luz a modo de foco alumbra las dos últimas filas, para acabar
centrándose en la persona que acaba de describir el profesor Caballero.
—No sea tímida, mujer. Díganos
cómo se llama y por qué usted no cree en la existencia de la Atlántida.
—Me llamo Carmen Martínez, y no
creo que existiera la
Atlántida, aunque respeto la opinión de Javier. Creo que la Atlántida es el gran
mito, el mito de los mitos, un lugar paradisíaco e idílico que le sirvió a
Platón para explicar los efectos nefastos de la soberbia en el ser humano.
Platón nos presentó un lugar perfecto, que lo tenía todo, pero al que la
vanidad lo echó a perder. Como castigo, los dioses hicieron que desapareciera.
Sin duda, una excelente alegoría.
—Gracias, Carmen, por compartir
su opinión con todos nosotros. Y ahora, quiero que cierren los ojos y se
imaginen un lugar ideal y perfecto: ¿Lo llamarían ustedes Atlántida? ¿Dónde lo
ubicarían? ¿Y si quisieran mandar un mensaje utilizando ese paraíso, qué
contarían? Mantengan los ojos cerrados durante diez minutos, cuando los abran,
hablaremos de sus «Atlántidas personales».
Y, de fondo, vuelve a sonar Lament for Atlantis, de Mike Oldfield.