sábado, 22 de marzo de 2014

Alba Bascou-Buenos Aires, Argentina/Marzo de 2014

ESTACIÓN FINAL

Flora lo había visto, así de reojo, cuando llevaba a su hija a la escuela. La sonrisa dentro de esa cara blanca, llena de pecas, y esos rulos colorados que se le movían entre sus pensamientos como llamándola. En los días sucesivos lo observó sentado en la misma mesa del bar, a través de la vidriera. A la semana siguiente, ya la saludaba con la mano.
         En menos de un mes, él se paró en la puerta del cafetín y le dirigió la palabra. Con su corazón todavía arrugado por la pérdida de quien había estado enamorada, Flora se detuvo y repentinamente, sin explicarse cómo, empezó la conversación.
         Al poco tiempo, Ricardo estaba como enloquecido por esa mujer de piel canela con acento y picardía misionera, que de repente le traía luz y alegría a su vida. Y los días no fueron tantos hasta que él se instaló en el coqueto departamento de Flora, donde ella iba enterrando poco a poco los viejos recuerdos…Plantearse frente a la realidad no era fácil como tampoco llevar el peso de la soledad  y la tristeza del engaño. De allí, que a lo felino dio el salto hacia la vida y dejó atrás un envoltorio de sueños y alegrías como si no fueran de ella. Y encogiéndose de hombros, a lo qué me importa escuchó más las palabras de su cuerpo que las del adentro. Por meses y años, las luces continuaron encendidas con algunos cortocircuitos  que explotaban ante las distintas posturas de los dos, frente a la subsistencia. Ella volvía cansada del trabajo y Ricardo la esperaba con la cena, pegado a jun partido de fútbol, atendiéndola, sirviéndola cual un simple asistente. Allí, algo le revoloteaba en la cabeza a Flora. Había aprendido que los trabajos se acompañan, y en su ahora, se veía como el campesino del cuadro de Rivera, cargando sobre su espalda una bolsa amarronada y pesada  por el relleno de las obligaciones. Se había dado un cambio de roles. Ella trabajaba afuera y Ricardo se había puesto el gorro de cocinero, tomado el pincel para cambiarles el color a las paredes, el fratacho para arreglar los pisos o abrir una nueva ventana. Aquélla que les hacía falta perro que no dejó pasar la luz.
Las diferencias fueron en aumento. Flora a esa altura, llegaba pasadas las horas de la medianoche de sus encuentros con compañeros de trabajo, con algunas copas de más en nombre de la santa intendencia, dándose cuenta que ya los engranajes de su maquinaria no encastraban con los de Ricardo. Pero no se atrevía a cambiar nada. Era otra de las formas que toma el engaño. Ricardo, como dormido, escuchaba el ronronear de la puerta, mientras mordía la funda de la almohada por la bronca. Eran desacuerdos que se borraban cuando los estrógenos y las testosteronas, abundantes los dos, volvían a encenderse simultáneamente y los artificios y los inventos en el juego amoroso, los atrapaban...
Los celos y los tan diferentes estilos siguieron socavándolos con los años, empezando con el uso de afrentas  que se asientan con más fuerza  con la duración del recuerdo. Era el momento en que Ricardo, entonces, miraba para otro lado. Se entretenía dirigiendo a la hinchada de Vélez, como en los viejos tiempos. De frente a la tribuna, mirando a la gente, entregándole el espinazo a los jugadores para no ser mufa y que su equipo ganara ese domingo…Gritando, llegando a la afonía para que los del tablón respondieran a sus gestos. Cuando estaba enfermo, se atacaba aún más  por no estar en la cancha. Ahí, se levantaba a los saltos de la cama matrimonial con la camiseta del equipo puesta, la bandera en la mano y recorría el living gritando los pases y festejando entre alaridos, los goles...Ella no sólo sentía que parecía un maniático, un desequilibrado total, sino que no lo aguantaba más. Pero todavía el sexo y la indecisión, como un fuerte imán, la sujetaba.
El día que el equipo perdía, se sumergía en una furia completa que se iba desmoronando con el trago de Ginebra, áspera como él, cada vez más, después de vaciar la botella. En un principio, volvía a la realidad con una sugestiva mirada de Flora. Después con un simple portazo. Se lo oía  agresivo gritar me siento basureado gran puta, quién se cree que es esta mina. Y en un tris pateaba lo que tenía a mano y enterraba el puño contra la pared o la puerta más cercana. No me vas a ver más el pelo amenazaba  y se enterraba como en viejos tiempos en el piringundín de Palermo, jugando al mus, al truco, al pocker, al siete y medio como para desahogarse la bronca y empinándose los vasos de un tinto berreta.
Algo fue cambiando en esta relación, donde ella si bien no quería su ruptura, empezó a sentirse desvastada. En un principio, posiblemente no había sido amor, sino el narcisismo de mina dolorida por el abandono y el engaño, que necesitaba sentirse querida. Después, llegó el acaloramiento de los cuerpos, la necesidad estar juntos, el amar y sentirse amada, el saborear en las mañana un desayuno con un beso y en la noches, la cena, o los fines de semana con el vino y el asadito, sentados sobre el pasto.
         Parecía conformarse, cuando partía todas las mañanas y regresaba por las noches, cansada con bostezos después de un día de trabajo…
         Cuando reconoció su tristeza, empezó con su temor y su desesperanza…
         No se atrevía a concretar un final. El estar sola. Sin caricias. Tampoco él daba señales de la situación. El dolor de ese gran desgaste que no quería ver, lo perseguía por días y noches a pesar de sus ejercicios de Kim. boxing y caminatas por Palermo. A veces, se detenía a llorar junto a su gata muerta y depositada con una cruz enorme entre los pastos del viejo Rosedal, como buscando ayuda. Fue la época en que el trabajo no abundaba, y con sus cincuenta ñaos, pocos podían tenerlo en cuenta. Salvo los amigos de la barra brava. Él la jugaba de macho y fajador a pesar de los rulitos de angelito renacentista.
         Al final, siempre encontraba el sostén con la comprensión de Flora, a pesar de las ásperas discusiones en las que él instalaba un ring de donde no quería bajarse.  Y ahí, le aparecían otras imágenes deshechas por el tiempo y su descuido, y le subía un frío intenso por la columna, recordando las palabras de Angélica cuando casi a empujones lo echó de aquella casa, la otra casa, mientras las hijas asistían mudas a la conclusión de ese primer infierno.
         Trataba de ser simpático, necesitaba que lo valoraran. De allí, que a la gente le ofrecía siempre sus servicios. Era como su gran proverbio: plata, no tengo, pero si necesitás que faje a alguno, avisáme… Y las apalabras  sonaban como cachetadas en los amigos de ella mientras una sonrisa nerviosa se escapaba de la boca de Flora…
Lo cierto es que las circunstancias hicieron que del incendio inicial, sólo quedaran unas pocas cenizas. Y Ricardo empezó a enojarse con mayor frecuencia frente a los reclamos de Flora, frente a su cansancio, frente a sus horas de trabajo donde ella se escondía de enfrentamientos y broncas… Y todo desbordó cuando sus celos reclamaban un lugar que ya no le pertenecía…El lenguaje de los dos había cambiado. Las suspicacias y el hastío estaban presentes. Ricardo no quería ver. Había cerrado sus ojos, inmerso en los primeros encuentros. Y temblaba de sólo pensar hacia dónde rumbearía, si durmiendo junto al portal de la iglesia o debajo del puente del tren con unas frazadas y preguntándose mil veces qué había sido de su mujer de piel canela. De aquélla, que antes se acurrucaba en su pecho todas las noches, y de ese cuerpo caliente  que lo dejaba exhausto por las madrugadas. Sólo ante la idea, la sangre se le cocinaba en sus venas…
Llegó el día. Era el primer mes de  primavera. Ella planteó el final  . Y él, repitió la historia. Volvió a negarla. Gritó su descontento porque ella había cambiado, porque le importaban más otros afectos que el suyo. Como un Otelo desenterrado y vestido sin oropeles, sino con un simple jean pero de camisa impecable, endureció su trato, emitió alaridos, cuerpeó, y terminó durmiendo las noches en el sofá del living, limpiando desde la cocina al baño.
         La sala se transformó en una especie de almacén de pueblo, donde las botellas de Martini, el Tetrabric, las galletas o el pedazo de pizza del mediodía quedaban desparramados, impregnando el piso. Ni qué decir de la ropa del adentro y del afuera. A un primer vistazo, el lugar semejaba una feria americana. Y cuando Flora llegaba, subía como un gato a la terraza, munido de su audio y hacía estallar la música con la misma intensidad  que la del cabarute de al lado. Sí, ese lindero, que lo descubrieron después de la mudanza del departamento de Palermo Viejo…
         La paciencia se torna a veces como un compromiso para evitar la violencia…Pero carcome por dentro. Hace que la vida se transforme en un tobogán donde se pierde la noción del abajo y el arriba…Hasta que no se aguanta más.
         Fue de mañana, el momento en que él exigió el pago. Una indemnización por haber estado a su lado. Flora, al principio,  no entendía como este final de juego, en el mundo de la globalización donde todo parece negociarse; no obstante aceptó. Sonrió,  porque seguía apostando a la vida y a otras primaveras  a pesar del paso del tiempo y su piel donde las arrugas se iban instalando. Como otras veces, el pacto no se concretaba y las semanas y los meses pasaron sin que Ricardo reconociera que ése había dejado de ser su lugar. En tanto, acariciaba en su bolsillo, los pocos billetes arrugados que lograba conservar.
Otra mañana como tantas, ella insistió en el acuerdo. Es más, vomitó en él, tantos dolores guardados. Y previa firma y entrega de los pesos, el vínculo desplomado se estrelló contra el suelo. Y él, como en la historia anterior salió a empujones de la casa, para ir recogiendo del pasillo, las pertenencias embolsadas, desparramadas por los escalones…con el corazón como un copo de nieve, deshaciéndose de furia.
         Con los días, su fama de matón y barrabrava, le permitió como en un tango, encontrar por fin un trabajo…
         Hoy, se acomoda la camisa, se estira el pantalón que la quiosquera de la esquina le plancha, que luego cambia por el impecable traje negro y la corbata a rayas –el uniforme de fajina- y con cara de hombre fuerte y jugado por la vida, es el trompifai que abre la puerta del cabarute de Flores, que algunos llaman sauna, de lunes a sábados, porque en general los casados se quedan con la familia, los domingos…
Mientras… Flora sigue firme, enfrentando la vida.

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