ESTACIÓN
FINAL
Flora lo había visto, así de reojo, cuando llevaba a
su hija a la escuela. La sonrisa dentro de esa cara blanca, llena de pecas, y
esos rulos colorados que se le movían entre sus pensamientos como llamándola.
En los días sucesivos lo observó sentado en la misma mesa del bar, a través de
la vidriera. A la semana siguiente, ya la saludaba con la mano.
En menos de un mes, él se paró en la
puerta del cafetín y le dirigió la palabra. Con su corazón todavía arrugado por
la pérdida de quien había estado enamorada, Flora se detuvo y repentinamente,
sin explicarse cómo, empezó la conversación.
Al poco tiempo, Ricardo estaba como
enloquecido por esa mujer de piel canela con acento y picardía misionera, que
de repente le traía luz y alegría a su vida. Y los días no fueron tantos hasta
que él se instaló en el coqueto departamento de Flora, donde ella iba
enterrando poco a poco los viejos recuerdos…Plantearse frente a la realidad no
era fácil como tampoco llevar el peso de la soledad y la tristeza del engaño. De allí, que a lo
felino dio el salto hacia la vida y dejó atrás un envoltorio de sueños y
alegrías como si no fueran de ella. Y encogiéndose de hombros, a lo qué me
importa escuchó más las palabras de su cuerpo que las del adentro. Por meses y
años, las luces continuaron encendidas con algunos cortocircuitos que explotaban ante las distintas posturas de
los dos, frente a la subsistencia. Ella volvía cansada del trabajo y Ricardo la
esperaba con la cena, pegado a jun partido de fútbol, atendiéndola, sirviéndola
cual un simple asistente. Allí, algo le revoloteaba en la cabeza a Flora. Había
aprendido que los trabajos se acompañan, y en su ahora, se veía como el campesino
del cuadro de Rivera, cargando sobre su espalda una bolsa amarronada y pesada por el relleno de las obligaciones. Se había
dado un cambio de roles. Ella trabajaba afuera y Ricardo se había puesto el
gorro de cocinero, tomado el pincel para cambiarles el color a las paredes, el
fratacho para arreglar los pisos o abrir una nueva ventana. Aquélla que les
hacía falta perro que no dejó pasar la luz.
Las
diferencias fueron en aumento. Flora a esa altura, llegaba pasadas las horas de
la medianoche de sus encuentros con compañeros de trabajo, con algunas copas de
más en nombre de la santa intendencia, dándose cuenta que ya los engranajes de
su maquinaria no encastraban con los de Ricardo. Pero no se atrevía a cambiar
nada. Era otra de las formas que toma el engaño. Ricardo, como dormido,
escuchaba el ronronear de la puerta, mientras mordía la funda de la almohada
por la bronca. Eran desacuerdos que se borraban cuando los estrógenos y las
testosteronas, abundantes los dos, volvían a encenderse simultáneamente y los
artificios y los inventos en el juego amoroso, los atrapaban...
Los
celos y los tan diferentes estilos siguieron socavándolos con los años,
empezando con el uso de afrentas que se
asientan con más fuerza con la duración
del recuerdo. Era el momento en que Ricardo, entonces, miraba para otro lado.
Se entretenía dirigiendo a la hinchada de Vélez, como en los viejos tiempos. De
frente a la tribuna, mirando a la gente, entregándole el espinazo a los
jugadores para no ser mufa y que su equipo ganara ese domingo…Gritando,
llegando a la afonía para que los del tablón respondieran a sus gestos. Cuando
estaba enfermo, se atacaba aún más por
no estar en la cancha. Ahí, se levantaba a los saltos de la cama matrimonial
con la camiseta del equipo puesta, la bandera en la mano y recorría el living
gritando los pases y festejando entre alaridos, los goles...Ella no sólo sentía
que parecía un maniático, un desequilibrado total, sino que no lo aguantaba
más. Pero todavía el sexo y la indecisión, como un fuerte imán, la sujetaba.
El
día que el equipo perdía, se sumergía en una furia completa que se iba desmoronando
con el trago de Ginebra, áspera como él, cada vez más, después de vaciar la
botella. En un principio, volvía a la realidad con una sugestiva mirada de
Flora. Después con un simple portazo. Se lo oía agresivo gritar me siento basureado gran puta,
quién se cree que es esta mina. Y en un tris pateaba lo que tenía a mano y
enterraba el puño contra la pared o la puerta más cercana. No me vas a ver más
el pelo amenazaba y se enterraba como en
viejos tiempos en el piringundín de Palermo, jugando al mus, al truco, al
pocker, al siete y medio como para desahogarse la bronca y empinándose los
vasos de un tinto berreta.
Algo
fue cambiando en esta relación, donde ella si bien no quería su ruptura, empezó
a sentirse desvastada. En un principio, posiblemente no había sido amor, sino
el narcisismo de mina dolorida por el abandono y el engaño, que necesitaba
sentirse querida. Después, llegó el acaloramiento de los cuerpos, la necesidad
estar juntos, el amar y sentirse amada, el saborear en las mañana un desayuno
con un beso y en la noches, la cena, o los fines de semana con el vino y el
asadito, sentados sobre el pasto.
Parecía conformarse, cuando partía
todas las mañanas y regresaba por las noches, cansada con bostezos después de
un día de trabajo…
Cuando reconoció su tristeza, empezó
con su temor y su desesperanza…
No se atrevía a concretar un final. El
estar sola. Sin caricias. Tampoco él daba señales de la situación. El dolor de
ese gran desgaste que no quería ver, lo perseguía por días y noches a pesar de
sus ejercicios de Kim. boxing y caminatas por Palermo. A veces, se detenía a
llorar junto a su gata muerta y depositada con una cruz enorme entre los pastos
del viejo Rosedal, como buscando ayuda. Fue la época en que el trabajo no
abundaba, y con sus cincuenta ñaos, pocos podían tenerlo en cuenta. Salvo los
amigos de la barra brava. Él la jugaba de macho y fajador a pesar de los
rulitos de angelito renacentista.
Al final, siempre encontraba el sostén
con la comprensión de Flora, a pesar de las ásperas discusiones en las que él
instalaba un ring de donde no quería bajarse.
Y ahí, le aparecían otras imágenes deshechas por el tiempo y su
descuido, y le subía un frío intenso por la columna, recordando las palabras de
Angélica cuando casi a empujones lo echó de aquella casa, la otra casa,
mientras las hijas asistían mudas a la conclusión de ese primer infierno.
Trataba de ser simpático, necesitaba
que lo valoraran. De allí, que a la gente le ofrecía siempre sus servicios. Era
como su gran proverbio: plata, no tengo, pero si necesitás que faje a alguno,
avisáme… Y las apalabras sonaban como
cachetadas en los amigos de ella mientras una sonrisa nerviosa se escapaba de
la boca de Flora…
Lo
cierto es que las circunstancias hicieron que del incendio inicial, sólo quedaran
unas pocas cenizas. Y Ricardo empezó a enojarse con mayor frecuencia frente a
los reclamos de Flora, frente a su cansancio, frente a sus horas de trabajo
donde ella se escondía de enfrentamientos y broncas… Y todo desbordó cuando sus
celos reclamaban un lugar que ya no le pertenecía…El lenguaje de los dos había
cambiado. Las suspicacias y el hastío estaban presentes. Ricardo no quería ver.
Había cerrado sus ojos, inmerso en los primeros encuentros. Y temblaba de sólo
pensar hacia dónde rumbearía, si durmiendo junto al portal de la iglesia o
debajo del puente del tren con unas frazadas y preguntándose mil veces qué
había sido de su mujer de piel canela. De aquélla, que antes se acurrucaba en
su pecho todas las noches, y de ese cuerpo caliente que lo dejaba exhausto por las madrugadas.
Sólo ante la idea, la sangre se le cocinaba en sus venas…
Llegó
el día. Era el primer mes de primavera.
Ella planteó el final . Y él, repitió la
historia. Volvió a negarla. Gritó su descontento porque ella había cambiado,
porque le importaban más otros afectos que el suyo. Como un Otelo desenterrado
y vestido sin oropeles, sino con un simple jean pero de camisa impecable,
endureció su trato, emitió alaridos, cuerpeó, y terminó durmiendo las noches en
el sofá del living, limpiando desde la cocina al baño.
La sala se transformó en una especie de
almacén de pueblo, donde las botellas de Martini, el Tetrabric, las galletas o
el pedazo de pizza del mediodía quedaban desparramados, impregnando el piso. Ni
qué decir de la ropa del adentro y del afuera. A un primer vistazo, el lugar
semejaba una feria americana. Y cuando Flora llegaba, subía como un gato a la
terraza, munido de su audio y hacía estallar la música con la misma
intensidad que la del cabarute de al
lado. Sí, ese lindero, que lo descubrieron después de la mudanza del
departamento de Palermo Viejo…
La paciencia se torna a veces como un
compromiso para evitar la violencia…Pero carcome por dentro. Hace que la vida
se transforme en un tobogán donde se pierde la noción del abajo y el
arriba…Hasta que no se aguanta más.
Fue de mañana, el momento en que él
exigió el pago. Una indemnización por haber estado a su lado. Flora, al
principio, no entendía como este final
de juego, en el mundo de la globalización donde todo parece negociarse; no
obstante aceptó. Sonrió, porque seguía
apostando a la vida y a otras primaveras
a pesar del paso del tiempo y su piel donde las arrugas se iban
instalando. Como otras veces, el pacto no se concretaba y las semanas y los
meses pasaron sin que Ricardo reconociera que ése había dejado de ser su lugar.
En tanto, acariciaba en su bolsillo, los pocos billetes arrugados que lograba
conservar.
Otra
mañana como tantas, ella insistió en el acuerdo. Es más, vomitó en él, tantos
dolores guardados. Y previa firma y entrega de los pesos, el vínculo desplomado
se estrelló contra el suelo. Y él, como en la historia anterior salió a
empujones de la casa, para ir recogiendo del pasillo, las pertenencias
embolsadas, desparramadas por los escalones…con el corazón como un copo de
nieve, deshaciéndose de furia.
Con los días, su fama de matón y
barrabrava, le permitió como en un tango, encontrar por fin un trabajo…
Hoy, se acomoda la camisa, se estira el
pantalón que la quiosquera de la esquina le plancha, que luego cambia por el
impecable traje negro y la corbata a rayas –el uniforme de fajina- y con cara
de hombre fuerte y jugado por la vida, es el trompifai que abre la puerta del
cabarute de Flores, que algunos llaman sauna, de lunes a sábados, porque en general
los casados se quedan con la familia, los domingos…
Mientras… Flora sigue firme, enfrentando la vida.
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