sábado, 22 de marzo de 2014

Santiago Charro del Castillo-España/Marzo de 2014

RETOZAR EN EL SUEÑO


Amadeo llegó al aeropuerto de Madrid una mañana de invierno, con su maletín negro. Vestía un abrigo azul marino sin abrochar, lo que permitía ver su traje amarillo de cuadros marrones y una corbata verde fluorescente. Andaba erguido, con el mentón por encima del horizonte. Una mirada soñadora, debajo del ala de su sombrero rojo, oteaba los letreros luminosos, donde esperaba captar enseguida la ciudad de destino. Se paró un momento entre el bullicio, palpó angustiado sus bolsillos, tanto los del abrigo, como los del traje, buscando el billete, que debía de estar junto al pasaporte, pero no lo encontró. “Ya, ya sé. En el maletín”, pensó aliviado.

Se agachó con esfuerzo en dirección al maletín, hasta lo que le permitió sus más de setenta años. Al notar molestias en el lumbago, optó por colocarlo en uno de los pocos bancos libres. Lo abrió, hurgó dentro, y por fin, encontró el billete, y también, el pasaporte. En realidad, no sacó el billete, sino la tarjeta de embarque. Leyó la ciudad de destino: Sidney. Hora de salida: 9:30 a.m. Miró su enorme reloj de muñeca, con fondo negro; marcaba las 12:30 p.m. No cayó en que había llegado tarde al aeropuerto.

Como si no hubiera leído las horas, recogió el maletín y continuó su marcha, parándose, de vez en cuando, delante de los paneles movibles, con la intención de descubrir la ciudad de destino, sin ignorar, al mismo tiempo, los mensajes de los altavoces; a pesar de que le llegaban al oído con poca claridad, lo cual le dificultaba una percepción nítida de las ciudades anunciadas. En uno de los bancos, cerca de la cafetería, leía sentada, un libro, una mujer rubia, de unos cuarenta y tantos años, que a Amadeo le pareció muy bella.

Se paró al lado, fijándose en las pantorrillas cruzadas, con medias transparentes; y en los zapatos negros, de pequeño tacón. Luego subió la mirada hacia la blanca piel de las manos que sostenían el libro y clavó la vista en el perfil de sus ojos rasgados. Sintió una corriente en el interior de su cuerpo, que arrancaba del corazón y se expansionaba en todas direcciones, como la lava de los volcanes antes de escapar violenta a través del cráter.

Ella notó de reojo la desmedida atención que le prestaba aquel hombre mayor, vestido con una combinación de colores algo extravagante, rojo, amarillo, verde… Lo miró incómoda, y bajó la vista al libro.

Amadeo se sentó a su lado, colocó el maletín entre sus piernas, sacó la tarjeta de embarque, la leyó de nuevo, y le dijo a la mujer con un tono bajo, tierno:

—Disculpe, señora, ¿me podría ayudar?

—Sí, por supuesto, ¿qué desea? —Hablaba con acento extranjero. Cerró el libro y lo dejó en el regazo. Amadeo intentó leer el título, pero parecía escrito en otro idioma.

—Estoy buscando la puerta de embarque para esta ciudad —y le dio la tarjeta.

La mujer la cogió sonriendo, con ferviente deseo de ayudarle, y leyó: Sidney. Terminal 1. Puerta de embarque C4. Se levantó para mirar los carteles y leer los números de otras puertas que empezaran por C. Resultó fácil localizarla, estaba cerca de la suya. Amadeo pudo contemplar la silueta de la mujer, de pie, vestida con falda y chaqueta, ambas de color verde oscuro.

Se sentó de nuevo y le señaló a Amadeo, devolviéndole la tarjeta, dónde se encontraba el acceso a su puerta de embarque, a unos pasos de allí mismo.

Satisfecho con la sonrisa de su guapa compañera de banco, le preguntó:

—¿Cómo se llama?

—Helle —le respondió pronunciando la hache como una jota, sin dejar de sonreir.

—Señora Helle, ¿me podría decir a qué hora sale mi vuelo? —y le entregó de nuevo la tarjeta.

Esta pregunta le extrañó. Comprendía que le hubiera preguntado por la localización de una puerta de embarque; pero, ¿la hora de salida? Se removió en el banco, se acercó a los ojos la tarjeta que le había extendido Amadeo, y al leerla con mayor atención, comprobó que habían transcurrido más de tres horas y media desde que había salido el avión. Miró detenidamente a los ojos de Amadeo y este se quedó como hipnotizado con los de ella. Sin embargo, no lograba encontrar en él, salvo esa estrafalaria composición de colores de su vestimenta, ningún indicio de locura ni peste a alcohol ni se tambaleaba en el banco; sino todo lo contrario, se mantenía erguido, con señorío; su pronunciación era correcta, como la de un profesor o la de un hombre educado.

No sabía cómo explicarle que había perdido su vuelo. Volvió la vista hacia él y notó cómo la miraba fijamente. Pensó, por un momento, que se encontraba al lado de un pervertido, o quizá, de un violador; aunque, no le desagradaba la forma limpia y cándida con la que él la contemplaba.

Era la mirada que había echado de menos en los últimos diez años, cuando se divorció de su esposo. Ahora que lo pensaba más detenidamente, tampoco recuerda haber recibido de su ex marido, cuando vivía con él, ese tipo de mirada ni ese tono de voz; y tampoco, en los últimos diez años, en los que, las aventuras y romances se habían sucedido en su vida, para calmar los instintos o enterrar el aburrimiento.

Estas reflexiones de Helle las interrumpió Amadeo, cuando le volvió a preguntar por la hora de salida de su vuelo. Sin pensarlo más, ella le dijo que el avión había partido ya esa misma mañana.

—¿Cómo? —le preguntó extrañado.

Helle, con la tarjeta en una mano, le señaló con el dedo índice de la otra, el lugar donde aparecía la hora de salida. Amadeo se arrimó un poco más a ella, inhalando un suave perfume. Observó muy atento el cartón, pero sin leer nada; luego, subió la vista y la clavó en sus ojos, cuidadosamente pintados.

Ella miró de nuevo la hora en la tarjeta. Necesitaba asegurarse de su contenido; motivo por el cual, se entretuvo leyéndola despacio, sin saltarse ningún dato, hasta que se detuvo en la fecha. Asombrada, comprobó que correspondía a dos años atrás. Se trata de una tarjeta de embarque emitida hacía unos dos años, pensó. El tenedor de la tarjeta no la llegó a usar, bien, por haber perdido el vuelo; o bien porque no pudo emprender ese viaje. Y lo más probable, concluyó, en vista de la escena que estaba sucediendo ante ella, fuera que esa tarjeta no perteneciera a Amadeo. Intentó contrastar su sospecha preguntándole el nombre:

—¿Cómo se llama usted?

—Amadeo. Amadeo García —respondió con solemnidad, casi con orgullo.

Verificó el nombre que figuraba en la tarjeta: “Sr. Amadeo García”. Al comprobar la coincidencia, estimó que podía haberle pertenecido y no haberla llegado a usar en su momento; aunque esta información era más lógico haberla recibido de él.

—Amadeo, ¿usted ha viajado alguna en alguna ocasión a Sidney?

—No. Es la primera vez.

Le devolvió la tarjeta y se levantó. Cuando iba a empujar el carro con el equipaje para alejarse de allí, miró a Amadeo, sintiendo una congoja como nunca había experimentado. Era huérfana de padres desde los cinco años; no tuvo la oportunidad de percibir esos sentimientos, y tampoco, había tenido hijos ni sobrinos. Dejó el carro y se sentó de nuevo.

—Su tarjeta de embarque está caducada. No puede viajar con eso —le dijo apuntándole con el mentón a la tarjeta, todavía en las manos de él —ahora me tengo que ir, mi avión sale dentro de una hora.

—¿Adónde va?

—A Groenlandia —le respondió con una sonrisa y girando su cuerpo hacia él.

—Allí hace mucho frío, ¿verdad?

—Sí, es verdad; pero he nacido en esa isla y he vivido toda la vida entre la nieve y el hielo.

—No sabe usted cuánto la envidio. —También se había girado hacia ella, despegando su espalda del banco.

—¿Por qué? —le preguntó extrañada. ¿A quién le puede agradar un lugar tan frío?

—Siempre he deseado vivir en una región fría, aislado del mundo.

—¿Tiene esposa?

—No, soy viudo.

        Helle miró hacia el panel que tenía enfrente.

—Perdone, Amadeo, me tengo que ir. Encantado de conocerle.

—De acuerdo, que tenga buen viaje —y se levantó del banco para despedirla cortésmente.

Helle le dio la mano primero, y luego le besó en las mejillas. Antes de llegar debajo del panel de salidas, leyó que su vuelo se había demorado un par de horas. Cuando se giró para volver al banco, comprobó que Amadeo, sentado en el mismo sitio, la seguía contemplando embobado.

De pronto, cruzó por su mente la idea de llevárselo a Groenlandia. Ella vivía sola en una casa de campo, donde cultivaba patatas y ordeñaba vacas. Podría entretenerse cuidando a un hombre sin compromiso, atractivo —a pesar de todo—, educado, y al que podría dar trabajo de campo para aliviar su menguante memoria; podría enviarlo a por leña; el esfuerzo físico es muy bueno para la mente. Las noches ya no serían tan solitarias y crueles, entre montañas de nieve y vientos casi huracanados. Se cuidarían mutuamente; conversarían delante del fuego de la chimenea, beberían...

Con estos pensamientos, decidió volver de nuevo al banco. Empujaba indecisa el carro con las maletas. No sabía cómo contarle la propuesta que se le acababa de ocurrir. Apenas se conocían, y asumía el riesgo de que Amadeo la calificara de loca, de fresca, o de mujer de mala vida. Cuando terminó de exponérsela, recibió una amplia sonrisa y notó cómo él le cogía la mano. Se le acercó a la cara para besarla y ella la retiró.

En ese momento sonó el móvil de Amadeo. Lo sacó de su bolsillo. Respondía casi con monosílabos, sí, no, y con alguna que otra palabra suelta. De repente, le entregó el móvil a Helle para que pudiera hablar.

—¿Para mí?

—Sí, es mi hijo.

Se sorprendió al principio y pensó que podía ser la antesala de otra escena como la de la tarjeta de embarque.

—¡Hable, hable! —le dijo Amadeo, tocándola suavemente con el codo.

—¿Diga? —preguntó con timidez.

Al otro lado del teléfono, una voz masculina se le había presentado como hijo de Amadeo. Le contó que su padre llevaba unos meses perdiendo algo de memoria y que tenía por costumbre visitar el aeropuerto para rememorar sus viajes del pasado. Había sido un hombre de negocios que había volado a muchos países; que, por favor, avisara a algún policía sin que él lo notara, para que lo retuviera mientras iba a recogerlo, dado que si advertía que lo iba a buscar, iniciaría de nuevo otra aventura parecida, y podría perderlo; que, a veces, no le atendía las llamadas y tenía que remover toda la ciudad para localizarlo. Ella aceptó su ruego y después de devolverle el teléfono a Amadeo, se levantó buscando algún guardia al que contarle su encargo. No vio a ninguno y volvió a sentarse.

Necesitaba hablar con el hijo para ultimar el plan, pensó Helle. No se habían intercambiado los números de teléfono en la anterior conversación, y le pidió de nuevo el móvil a Amadeo. Lo tenía apagado. En el caso probable de obtener el consentimiento del hijo, debían correr a un mostrador de las líneas aéreas danesas, con la idea de comprar un billete para Groenlandia. No creía que hubiera problemas para conseguir una plaza libre. Siempre que había hecho ese mismo viaje, el avión disponía de algunos asientos desocupados, pero, de todos modos, nunca se sabe. Si no encontrara plazas libres, el plan podría desmoronarse como un castillo de arena, ya que, lo más seguro sería que su hijo no lo dejara viajar solo más adelante, cuando ella lo invitara desde su casa.

El hijo no entendía muy bien la propuesta de Helle, cuando ella le llamó explicándosela. Le respondió que esperara a que él llegara al aeropuerto; que estaba ya en camino; sería cuestión de media hora. Pensó que esa mujer podría también padecer los primeros síntomas de la demencia senil.

Cuando llegó al aeropuerto, Helle le causó buena impresión. No llegó a percibir ninguna anomalía en su vestimenta, ni en su conducta, ni siquiera estaba bebiendo algún vaso de vino. De su modo de hablar no podía concluir que tuviera algún indicio de enajenación mental. Además, también la valoró con ojos de hombre; vio que tenía buena presencia.

Tomó a su padre del brazo y disculpándose ante Helle, se lo llevó a la barra del bar, para hablar a solas. Ella se los quedó mirando. Pronto, percibió unos gestos poco amistosos entre los dos. Movían los brazos y manos con grandes aspavientos, las cejas arqueadas; y de vez en cuando, el hijo la miraba, mientras su padre hacía ademán de querer volver al banco, acto que no llegaba a ultimar porque lo retenía por el brazo. El camarero los contemplaba atento cuando pasaba por delante de ellos, para mediar si la discusión llegaba a más. Unos anchos rayos de sol comenzaron a inundar las mesas y sillas del bar.

Miró a su padre con los ojos entornados debido a la luz solar, y pensó: “No tengo otra alternativa. Aquí, viviendo conmigo, se me va a escapar de nuevo y en cualquiera de esas aventuras, le puede ocurrir algo trágico. De todos modos, aún no está incapacitado legalmente. El tribunal médico no lo calificó como incapaz en el último examen, así que no puedo obligarle a quedarse conmigo”. Luego, vio cómo su padre no le quitaba el ojo de encima a Helle. “Bueno, dentro de lo malo, creo que va a disfrutar con esta mujer”; se dijo, como una forma de consuelo, y volvieron al banco, junto a ella. “También cabía la posibilidad de que no hubiera plazas libres y entonces no volaría a ningún sitio”, pensó.

Se intercambiaron números de teléfono. El hijo le dio a ella una caja de medicinas. Se acordó de que en esa isla había que ir bien abrigado y le compró en una tienda de al lado una bufanda y unos guantes a su padre, al que pidió que cuando estuviera en la ciudad se abasteciera de ropa para el frío.

—No hacía falta que se gastara dinero en eso. Allí tengo de todo —le dijo Helle, cuando él le enseñó las prendas que había adquirido en la boutique.

—De todos modos, dentro de un par de meses, me dan las vacaciones e iré a visitaros.

—Cuando usted quiera —le dijo ella.

—Helle, tenga cuidado porque algunas veces se escapa —continuó.

—No se preocupe, no creo que pueda alejarse mucho de mi casa, en medio del campo nevado.

Como había deseado Helle, el avión disponía aún de una plaza libre. El hijo de Amadeo le compró el billete, esta vez con su día y hora correctos.

Luego, Amadeo y Helle cruzaron la cabina del escáner en dirección a la puerta de embarque. Se volvieron y saludaron al hijo con las manos en alto.

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