Amadeo llegó al aeropuerto de Madrid
una mañana de invierno, con su maletín negro. Vestía un abrigo azul marino sin
abrochar, lo que permitía ver su traje amarillo de cuadros marrones y una
corbata verde fluorescente. Andaba erguido, con el mentón por encima del
horizonte. Una mirada soñadora, debajo del ala de su sombrero rojo, oteaba los
letreros luminosos, donde esperaba captar enseguida la ciudad de destino. Se
paró un momento entre el bullicio, palpó angustiado sus bolsillos, tanto los
del abrigo, como los del traje, buscando el billete, que debía de estar junto
al pasaporte, pero no lo encontró. “Ya, ya sé. En el maletín”, pensó aliviado.
Se agachó con esfuerzo en dirección al
maletín, hasta lo que le permitió sus más de setenta años. Al notar molestias
en el lumbago, optó por colocarlo en uno de los pocos bancos libres. Lo abrió,
hurgó dentro, y por fin, encontró el billete, y también, el pasaporte. En
realidad, no sacó el billete, sino la tarjeta de embarque. Leyó la ciudad de
destino: Sidney. Hora de salida: 9:30 a.m. Miró su enorme reloj de muñeca, con
fondo negro; marcaba las 12:30 p.m. No cayó en que había llegado tarde al
aeropuerto.
Como si no hubiera leído las horas,
recogió el maletín y continuó su marcha, parándose, de vez en cuando, delante
de los paneles movibles, con la intención de descubrir la ciudad de destino,
sin ignorar, al mismo tiempo, los mensajes de los altavoces; a pesar de que le
llegaban al oído con poca claridad, lo cual le dificultaba una percepción
nítida de las ciudades anunciadas. En uno de los bancos, cerca de la cafetería,
leía sentada, un libro, una mujer rubia, de unos cuarenta y tantos años, que a
Amadeo le pareció muy bella.
Se paró al lado, fijándose en las
pantorrillas cruzadas, con medias transparentes; y en los zapatos negros, de
pequeño tacón. Luego subió la mirada hacia la blanca piel de las manos que
sostenían el libro y clavó la vista en el perfil de sus ojos rasgados. Sintió
una corriente en el interior de su cuerpo, que arrancaba del corazón y se
expansionaba en todas direcciones, como la lava de los volcanes antes de
escapar violenta a través del cráter.
Ella notó de reojo la desmedida
atención que le prestaba aquel hombre mayor, vestido con una combinación de
colores algo extravagante, rojo, amarillo, verde… Lo miró incómoda, y bajó la
vista al libro.
Amadeo se sentó a su lado, colocó el
maletín entre sus piernas, sacó la tarjeta de embarque, la leyó de nuevo, y le
dijo a la mujer con un tono bajo, tierno:
—Disculpe, señora, ¿me podría ayudar?
—Sí, por supuesto, ¿qué desea?
—Hablaba con acento extranjero. Cerró el libro y lo dejó en el regazo. Amadeo
intentó leer el título, pero parecía escrito en otro idioma.
—Estoy buscando la puerta de embarque
para esta ciudad —y le dio la tarjeta.
La mujer la cogió sonriendo, con
ferviente deseo de ayudarle, y leyó: Sidney. Terminal 1. Puerta de embarque C4.
Se levantó para mirar los carteles y leer los números de otras puertas que
empezaran por C. Resultó fácil localizarla, estaba cerca de la suya. Amadeo
pudo contemplar la silueta de la mujer, de pie, vestida con falda y chaqueta,
ambas de color verde oscuro.
Se sentó de nuevo y le señaló a
Amadeo, devolviéndole la tarjeta, dónde se encontraba el acceso a su puerta de
embarque, a unos pasos de allí mismo.
Satisfecho con la sonrisa de su guapa
compañera de banco, le preguntó:
—¿Cómo se llama?
—Helle —le respondió pronunciando la
hache como una jota, sin dejar de sonreir.
—Señora Helle, ¿me podría decir a qué
hora sale mi vuelo? —y le entregó de nuevo la tarjeta.
Esta pregunta le extrañó. Comprendía
que le hubiera preguntado por la localización de una puerta de embarque; pero,
¿la hora de salida? Se removió en el banco, se acercó a los ojos la tarjeta que
le había extendido Amadeo, y al leerla con mayor atención, comprobó que habían
transcurrido más de tres horas y media desde que había salido el avión. Miró
detenidamente a los ojos de Amadeo y este se quedó como hipnotizado con los de
ella. Sin embargo, no lograba encontrar en él, salvo esa estrafalaria
composición de colores de su vestimenta, ningún indicio de locura ni peste a
alcohol ni se tambaleaba en el banco; sino todo lo contrario, se mantenía
erguido, con señorío; su pronunciación era correcta, como la de un profesor o
la de un hombre educado.
No sabía cómo explicarle que había
perdido su vuelo. Volvió la vista hacia él y notó cómo la miraba fijamente.
Pensó, por un momento, que se encontraba al lado de un pervertido, o quizá, de
un violador; aunque, no le desagradaba la forma limpia y cándida con la que él
la contemplaba.
Era la mirada que había echado de
menos en los últimos diez años, cuando se divorció de su esposo. Ahora que lo
pensaba más detenidamente, tampoco recuerda haber recibido de su ex marido,
cuando vivía con él, ese tipo de mirada ni ese tono de voz; y tampoco, en los
últimos diez años, en los que, las aventuras y romances se habían sucedido en
su vida, para calmar los instintos o enterrar el aburrimiento.
Estas reflexiones de Helle las
interrumpió Amadeo, cuando le volvió a preguntar por la hora de salida de su
vuelo. Sin pensarlo más, ella le dijo que el avión había partido ya esa misma
mañana.
—¿Cómo? —le preguntó extrañado.
Helle, con la tarjeta en una mano, le
señaló con el dedo índice de la otra, el lugar donde aparecía la hora de
salida. Amadeo se arrimó un poco más a ella, inhalando un suave perfume.
Observó muy atento el cartón, pero sin leer nada; luego, subió la vista y la
clavó en sus ojos, cuidadosamente pintados.
Ella miró de nuevo la hora en la
tarjeta. Necesitaba asegurarse de su contenido; motivo por el cual, se
entretuvo leyéndola despacio, sin saltarse ningún dato, hasta que se detuvo en
la fecha. Asombrada, comprobó que correspondía a dos años atrás. Se trata de
una tarjeta de embarque emitida hacía unos dos años, pensó. El tenedor de la
tarjeta no la llegó a usar, bien, por haber perdido el vuelo; o bien porque no
pudo emprender ese viaje. Y lo más probable, concluyó, en vista de la escena
que estaba sucediendo ante ella, fuera que esa tarjeta no perteneciera a
Amadeo. Intentó contrastar su sospecha preguntándole el nombre:
—¿Cómo se llama usted?
—Amadeo. Amadeo García —respondió con
solemnidad, casi con orgullo.
Verificó el nombre que figuraba en la
tarjeta: “Sr. Amadeo García”. Al comprobar la coincidencia, estimó que podía
haberle pertenecido y no haberla llegado a usar en su momento; aunque esta
información era más lógico haberla recibido de él.
—Amadeo, ¿usted ha viajado alguna en
alguna ocasión a Sidney?
—No. Es la primera vez.
Le devolvió la tarjeta y se levantó.
Cuando iba a empujar el carro con el equipaje para alejarse de allí, miró a
Amadeo, sintiendo una congoja como nunca había experimentado. Era huérfana de
padres desde los cinco años; no tuvo la oportunidad de percibir esos
sentimientos, y tampoco, había tenido hijos ni sobrinos. Dejó el carro y se
sentó de nuevo.
—Su tarjeta de embarque está caducada.
No puede viajar con eso —le dijo apuntándole con el mentón a la tarjeta,
todavía en las manos de él —ahora me tengo que ir, mi avión sale dentro de una
hora.
—¿Adónde va?
—A Groenlandia —le respondió con una
sonrisa y girando su cuerpo hacia él.
—Allí hace mucho frío, ¿verdad?
—Sí, es verdad; pero he nacido en esa
isla y he vivido toda la vida entre la nieve y el hielo.
—No sabe usted cuánto la envidio.
—También se había girado hacia ella, despegando su espalda del banco.
—¿Por qué? —le preguntó extrañada. ¿A
quién le puede agradar un lugar tan frío?
—Siempre he deseado vivir en una
región fría, aislado del mundo.
—¿Tiene esposa?
—No, soy viudo.
Helle miró hacia el panel que tenía enfrente.
—Perdone, Amadeo, me tengo que ir.
Encantado de conocerle.
—De acuerdo, que tenga buen viaje —y
se levantó del banco para despedirla cortésmente.
Helle le dio la mano primero, y luego
le besó en las mejillas. Antes de llegar debajo del panel de salidas, leyó que
su vuelo se había demorado un par de horas. Cuando se giró para volver al
banco, comprobó que Amadeo, sentado en el mismo sitio, la seguía contemplando
embobado.
De pronto, cruzó por su mente la idea
de llevárselo a Groenlandia. Ella vivía sola en una casa de campo, donde
cultivaba patatas y ordeñaba vacas. Podría entretenerse cuidando a un hombre
sin compromiso, atractivo —a pesar de todo—, educado, y al que podría dar
trabajo de campo para aliviar su menguante memoria; podría enviarlo a por leña;
el esfuerzo físico es muy bueno para la mente. Las noches ya no serían tan
solitarias y crueles, entre montañas de nieve y vientos casi huracanados. Se
cuidarían mutuamente; conversarían delante del fuego de la chimenea,
beberían...
Con estos pensamientos, decidió volver
de nuevo al banco. Empujaba indecisa el carro con las maletas. No sabía cómo
contarle la propuesta que se le acababa de ocurrir. Apenas se conocían, y
asumía el riesgo de que Amadeo la calificara de loca, de fresca, o de mujer de
mala vida. Cuando terminó de exponérsela, recibió una amplia sonrisa y notó
cómo él le cogía la mano. Se le acercó a la cara para besarla y ella la retiró.
En ese momento sonó el móvil de
Amadeo. Lo sacó de su bolsillo. Respondía casi con monosílabos, sí, no, y con
alguna que otra palabra suelta. De repente, le entregó el móvil a Helle para
que pudiera hablar.
—¿Para mí?
—Sí, es mi hijo.
Se sorprendió al principio y pensó que
podía ser la antesala de otra escena como la de la tarjeta de embarque.
—¡Hable, hable! —le dijo Amadeo,
tocándola suavemente con el codo.
—¿Diga? —preguntó con timidez.
Al otro lado del teléfono, una voz
masculina se le había presentado como hijo de Amadeo. Le contó que su padre
llevaba unos meses perdiendo algo de memoria y que tenía por costumbre visitar
el aeropuerto para rememorar sus viajes del pasado. Había sido un hombre de
negocios que había volado a muchos países; que, por favor, avisara a algún
policía sin que él lo notara, para que lo retuviera mientras iba a recogerlo,
dado que si advertía que lo iba a buscar, iniciaría de nuevo otra aventura
parecida, y podría perderlo; que, a veces, no le atendía las llamadas y tenía que
remover toda la ciudad para localizarlo. Ella aceptó su ruego y después de
devolverle el teléfono a Amadeo, se levantó buscando algún guardia al que
contarle su encargo. No vio a ninguno y volvió a sentarse.
Necesitaba hablar con el hijo para
ultimar el plan, pensó Helle. No se habían intercambiado los números de
teléfono en la anterior conversación, y le pidió de nuevo el móvil a Amadeo. Lo
tenía apagado. En el caso probable de obtener el consentimiento del hijo,
debían correr a un mostrador de las líneas aéreas danesas, con la idea de
comprar un billete para Groenlandia. No creía que hubiera problemas para
conseguir una plaza libre. Siempre que había hecho ese mismo viaje, el avión
disponía de algunos asientos desocupados, pero, de todos modos, nunca se sabe.
Si no encontrara plazas libres, el plan podría desmoronarse como un castillo de
arena, ya que, lo más seguro sería que su hijo no lo dejara viajar solo más
adelante, cuando ella lo invitara desde su casa.
El hijo no entendía muy bien la
propuesta de Helle, cuando ella le llamó explicándosela. Le respondió que
esperara a que él llegara al aeropuerto; que estaba ya en camino; sería
cuestión de media hora. Pensó que esa mujer podría también padecer los primeros
síntomas de la demencia senil.
Cuando llegó al aeropuerto, Helle le
causó buena impresión. No llegó a percibir ninguna anomalía en su vestimenta,
ni en su conducta, ni siquiera estaba bebiendo algún vaso de vino. De su modo
de hablar no podía concluir que tuviera algún indicio de enajenación mental.
Además, también la valoró con ojos de hombre; vio que tenía buena presencia.
Tomó a su padre del brazo y
disculpándose ante Helle, se lo llevó a la barra del bar, para hablar a solas.
Ella se los quedó mirando. Pronto, percibió unos gestos poco amistosos entre
los dos. Movían los brazos y manos con grandes aspavientos, las cejas
arqueadas; y de vez en cuando, el hijo la miraba, mientras su padre hacía
ademán de querer volver al banco, acto que no llegaba a ultimar porque lo
retenía por el brazo. El camarero los contemplaba atento cuando pasaba por
delante de ellos, para mediar si la discusión llegaba a más. Unos anchos rayos
de sol comenzaron a inundar las mesas y sillas del bar.
Miró a su padre con los ojos
entornados debido a la luz solar, y pensó: “No tengo otra alternativa. Aquí,
viviendo conmigo, se me va a escapar de nuevo y en cualquiera de esas
aventuras, le puede ocurrir algo trágico. De todos modos, aún no está incapacitado
legalmente. El tribunal médico no lo calificó como incapaz en el último examen,
así que no puedo obligarle a quedarse conmigo”. Luego, vio cómo su padre no le
quitaba el ojo de encima a Helle. “Bueno, dentro de lo malo, creo que va a
disfrutar con esta mujer”; se dijo, como una forma de consuelo, y volvieron al
banco, junto a ella. “También cabía la posibilidad de que no hubiera plazas
libres y entonces no volaría a ningún sitio”, pensó.
Se intercambiaron números de teléfono.
El hijo le dio a ella una caja de medicinas. Se acordó de que en esa isla había
que ir bien abrigado y le compró en una tienda de al lado una bufanda y unos
guantes a su padre, al que pidió que cuando estuviera en la ciudad se
abasteciera de ropa para el frío.
—No hacía falta que se gastara dinero
en eso. Allí tengo de todo —le dijo Helle, cuando él le enseñó las prendas que
había adquirido en la boutique.
—De todos modos, dentro de un par de
meses, me dan las vacaciones e iré a visitaros.
—Cuando usted quiera —le dijo ella.
—Helle, tenga cuidado porque algunas
veces se escapa —continuó.
—No se preocupe, no creo que pueda
alejarse mucho de mi casa, en medio del campo nevado.
Como había deseado Helle, el avión
disponía aún de una plaza libre. El hijo de Amadeo le compró el billete, esta
vez con su día y hora correctos.
Luego, Amadeo y Helle cruzaron la
cabina del escáner en dirección a la puerta de embarque. Se volvieron y
saludaron al hijo con las manos en alto.
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