Ilustración gentileza de Beatriz Palmieri: “Mujer
frente al espejo”
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Eliana frente al espejo
Abrió la ventana de
su cuarto, una capa blanca esparcida sobre el verde del césped confirmaba lo
que sintió al salir de la cama tibia para comenzar el día. El jardín helado
demostraba que el frío no era una sensación sino una cruda realidad. Preparó su
desayuno mirando un sol todavía débil,
los junquillos en flor parecían estacas, la blancura de las camelias
clandestinizaba el color de la escarcha sobre las flores que asomaban
tímidamente y de a dos como vanguardia de la explosión de vida que anunciaba el
período de floración.
Hacía días que
Eliana se sentía como un papel al viento, le parecía girar enredada en una
telaraña de brisa caprichosa, autoritaria, despótica, que le impedía sentirse
libre, dueña de sus propias decisiones equivocadas o no, pero suyas. Hacía días,
también, que no sabía si era ella o eran otros los que habitaban su cuerpo
menudo del que la masa muscular fuera exiliándose lentamente cuando las hojas
del calendario se desprendían sumisas sobre el escritorio de madera oscura.
Afuera de la casa comenzaba
a despertar la calle; en el interior, la cafetera cumplía obediente su tarea.
Eliana tendió la mesa y se paró frente al espejo para poner orden a la rebeldía
de sus cabellos lacios que en las noches, mientras ella dormía, daban rienda
suelta a sus antojos despatarrándose sobre su cabeza. De pronto se sintió
invadida por una oleada de sorpresa que hizo lugar también para la aparición de
un cierto temor. ¡No podía creer qué cosa estaba viendo, allí, donde esperó
encontrarse ella, como siempre!
El espejo no le
devolvió su rostro, solo reflejaba un papel escrito que bailoteaba
desplazándose por la habitación. La hoja amarillenta se movía dentro del perímetro que delimitaba la
frontera entre la realidad y una fantasía no visibilizada hasta ese momento.
Algo, como una brisa extraña, hacía
girar la cuartilla como si estuviera buscando una posición determinada donde
detener su anárquico desplazamiento. De pronto se ubicó hacia la parte
izquierda del marco donde aparecieron imágenes de un pasado lejano y otro que
no lo era tanto.
Emergieron, del otro lado del cristal, rostros queridos y
otros intimidantes lo que le produjo un escozor que la alejó por un momento del lugar, pero era tal la
curiosidad despierta que la empujó hacia adelante dando su nariz contra el
vidrio como si quisiera analizar cada cosa que iba apareciendo.
Lo primero que vio fue a una niña muy rubia
jugando entre signos de interrogación cuyas puntas pinchaban sus deditos
pequeños.
¿Será que los
interrogantes no tienen respuesta para la niña? Pensó Eliana sin dejar de
observar con la misma extrañeza, lo que
parecía pertenecer a un mundo extraño del que no formaba parte o al menos eso
creía.
A unos centímetros
de la niña una mujer muy bella, joven, hacía señas dulcemente a la pequeña. La niña que sostenía uno de los
signos preguntaba por su padre al que no
veía desde hacía muchos días. Al fondo de la habitación una anciana con
cabellos canos que parecían ríos de plata, abrió sus brazos queriendo acurrucar
a la criatura que corrió a refugiarse allí. Eliana sonrió con tristeza como si
intuyera quién era esa niña.
El papel dentro del
espejo volvió a desplazarse, lo hizo
hacia la derecha dejando estática a la imagen anterior. Ella seguía sin
encontrarse, como si el cristal se resistiera a reproducirla. Como si alguna
situación extraña estuviera devorando su presente.
Fijó la vista
tratando de descubrir qué apariencia se asomaba desde la luneta enmarcada entre
varillas de bronce lustrado y fue cuando divisó tres picos montañosos de roca
sólida erguidos sobre un hermoso prado. Flores de colores brillantes bordeaban
la serranía como empuntillando las laderas de las montañas. Una luz tenue
iluminaba los picos descendiendo de las redondeces de una luna ausente y de un
sol también invisible.
Otra luna, mucho
más cercana aportaba su resplandor
envolviendo las elevaciones y acariciando la pradera. Creyó ver su rostro
difuso en ese planeta estático pero la visión no demoró nada en esfumarse.
Dos capullos
celestes descansaban sobre la hierba
entre las flores, al pie de los montículos
y a lo lejos dos arco iris parecían custodiar su sueño plácido
resaltando la belleza de la alegoría. Atrás de la imagen un grupo de mariposas
blancas entonaba una canción de cuna que a Eliana le recordaba algo, pero no
pudo saber qué.
Eliana estiró su
mano como queriendo introducirla para acariciar el paisaje, quería ser parte
viva de esa visión, tomar entre sus manos los capullos que seguían descansando
como si estuvieran protegidos dentro de un sueño de amor.
Fijó su mirada en
el centro del espejo esperando que el papel se detuviera allí, sin embargo
seguía sin encontrar su rostro, su cuerpo, su mirada. Algo que le permitiera
sentirse viva, humana, quería recuperar a la mujer que fuera y que últimamente parecía
estar escapando de su propia realidad.
No logró verse, las
imágenes anteriores se fueron borrando despacito. El papel se acercó lentamente
al marco hasta quedar en un primer plano absoluto. Solo, completamente
vacío, sin signos gráficos enlazados
formando algún extraño mensaje no legible, pero mensaje al fin.
Afuera la helada se
iba derritiendo, adentro de la casa, en la base del espejo, una arrugada hoja de
papel escrito que parecía haber andado mucho por los vericuetos del tiempo, se
acurrucó entre los pies de la mujer que lo pisó sin querer, dejándolo aplastado sobre el mármol.
Eliana lo recogió,
pasó sus dedos sobre la superficie ajada llevándola hacia su pecho, como la
abuela a la niña dentro de la escena impactante ya dormida. Las lágrimas brotaron
de los ojos de la mujer que derramaron lágrimas que parecían perlas de nácar y
ausencias.
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