En el nombre de Dios
Por las
calles de Rosario se la veía con una expresión extraña, como la mala versión de
Charles Holmes, buscando intrigas y desatando nudos no virginales sino de
inmiscuirse en terrenos que no le pertenecían. A pesar que la naturaleza no
había sido totalmente desdeñosa con ella, la suma de los anteojos por los 30
años le completó el tinte que le faltaba. Le dio la apariencia de un brioso
funcionario de la FBI. Eso,
sí, sin las armas comunes en la mano. Con el arma de la palabra intrigante, con
sabor a envidia. Su estructura facista de la que nunca pudo salir le daba ese
porte machista a pesar de la vagina contraída no por por el frío sino por el miedo a pecar. Sus
paso de rígidos vigilantes sonaban al Tercer Reich por los distintos pasillos
de la escuela, o de los lugares de oración. Su pensamiento permanente era el
control, frío, despectivo, del aquí estoy yo. La comunidad que venía en baja
desde hacía años no sólo en cantidad sino en pensamientos, presenciaba y
compartía su vida con ella, algunas integrantes con resignación –las menos-,
otras como esclavas de la hipocresía. Filgrana, como se llamaba, hacía honor a
su nombre. Era retorcida y vueltera en todas las situaciones, autoritaria. Se
lo había puesto su padre en desacuerdo con su madre, después de largas
discusiones. Sucedía que él, metido en su esquizofrenia permanente tenía, no
obstante, a veces, muy pocas, rasgos de lucidez.
Filgrana,
después de recorrer recovecos y recibirse de psicóloga como lora traída de la
selva misionera, había llegado a un lugar de jerarquía entre comillas. Tal
escenario la había enardecido creyéndose que su palabra abría y cerraba
decisiones.
Como la
solidaridad era una virtud que no practicaba, instaló por decisión de su
superior, en una de las casas donde habían transcurridos sus años de estudios
finales, en la cual no le alcanzaban los ojos para llevar y traer chismes y
decir y desdecirse. A medida que pasó el tiempo, limpio como con liquid paper
la dedicación de algunas hermanas de la orden y su atención se transformó en
cancerbera. Ellas cerraban los ojos y veían detrás de esa cara toronjil, unos
ojos acechantes y una sonrisa que quería ser pero que siempre se desdibujaba,
al mismo tiempo que maniobraba el rosario como un aspirador. O ante una
respuesta no esperada , no alcanzaba a despedirse.El portonazo quedaba
estampado en la cara de quien opinaba lo contrario.
Filgrana
era una viajera incansable. Cuando no estaba en Montevideo para asesorar con el
viejo Testamento ya que del Nuevo poco conocía y de la Teología de la Liberación sólo el
rumor y la cara de susto de las hermanas consuetudinarias del derecho perdido.
O partía a Roma, donde se sentía la Magdalena elegida, y allí, hasta movía la pollera
acortada con un poco de gracia, teñía su pelo y alargaba sus pestañas. Y se
perdía por el Trastevere para enterarse de los comentarios de la gente y
tropezarse con algún tano calentón que en señal de afecto filial la sobaba un
poco y le besaba el cristo. A ella, ese contacto le entregaba la paz del alma,
porque sentía que había sido tan dado con el hermano Francisco. Le faltaban los
pajaritos dando vueltas y le sobraban las palomas.
Empezó a
usar desodorante con olor a lavanda, un buen perfume con evaporaciones
selváticas, y descubrió otro mundo, aquél donde ella era capaz de despertar
sensaciones.
Fue el fin
de Filgrana. Las ideas se le empezaron a conjugar para arriba y para abajo. Si
antes era un sargento vestido con hábitos, ahora era como un feto con poco líquido
amniótico. Sin crecimiento para ningún lado. Las neuronas jugaban al sapito
saltimbanqui, mezclándose y confundiéndose…Vuelta a Buenos Aires, le preguntaba
a todo hombre buen mozo que pasaba “¿sos Jesús?” y el otro sorprendido le contestaba,
soy Roberto o soy Joaquín. Hasta que uno de ellos, llegó al cansancio y la
sacudió de golpe y le dijo terminála. Y le estampó un beso. Salió corriendo
tapándose la cara con las manos, gritando encontré a Jesús, es mi compañero, mi
padre, mi amigo, mi hombre. Era la misma exclamación de Aleluya, la evangelista
de la esquina.
Las
hermanas del hábito diario no podían creerlo. De ahí en más, ellas asombradas
se levantaban y observaban cómo se ponía
en posición de loto, mirando las excavaciones que las laboriosas hormigas
hacían en el jardín.
Al mediodía
mientras vapuleaba el rosario, se engullía un huevo crudo y volvía a meditar
hasta que terminaba caminando como Forrest Gump por toda la zona de NUÑEZ,
Cabildo y Coghlan en que semáforos ni vigilantes podían detener su paso marcial.
Era lo único que la conservaba. Las
autoridades Vía Roma, Papa reelecto, consideraron conveniente que la hicieran
entrar a un hospital de día para un rápido diagnóstico. Erguida y despótica fue
atendida por varios profesionales, quienes abordaron su compleja personalidad.
El diagnóstico no se dejó esperar.
La
internación no pudo ser evitada. Recluida en su nuevo hábitat, grita, ordena, da
puñetazos contra las puertas y muy pocas veces saluda a los otros pacientes a
los que todos llaman Jesús, o Jesusa, según el sexo, y los distingue por la
vestimenta. De allí, que los tres compañeros travestis se quejan, salvo al que
le dice Judas porque le grita hereje.
Y los
nombres muchas veces marcan a la gente…
Y algunas
enfermedades nacen del desborde por el poder y creerse el ombligo del Mundo,
mientras van invocando el nombre de Dios.
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