LA SEÑORITA CELINA
Un precioso parque, encantadoras glorietas, flores por doquier alegran la
remozada casona. En los grandes patios, pequeñas casitas de uno o dos
dormitorios y correspondientes servicios. Para que las pensionistas disfruten
una vida normal y agradable. Ellas reposan en el día en sillas, al sol o a la
sombra, dependiendo de la temperatura ambiente. Algunas caminan calmosamente
admirando la policromía de las flores, otras dormitan y varias conversan entre
ellas.
Mujeres de blancos delantales y coquetos gorritos, algunos médicos,
kinesiólogos, dietistas, aseadoras, asistentes sociales transitan de uno a otro
pabellón.
El conformismo de una vida familiar, toda una búsqueda persistente y gradual
por rehacer algo que, deliberadamente, se va excluyendo en un silencio glacial
ausente de agresividad, razones que rebatir, discusiones u ofensas. Episodios
que deben relegarse a las más remotas zonas de la conciencia. Deberán imperar
siempre aquí la placidez y la bondad.
Hoy es uno de tantos domingos en este hogar. La señorita Celina está
perfectamente arreglada. La han bañado; luego, cortado y peinado de alguna
manera el ralo cabello. Han revisado sus uñas y puesto algún rubor en sus
mejillas. Exhala un agradable olor a colonia fresca y suave.
-¡Señorita Celina! ¡Se ve hermosa! ,- exclama triunfante la enfermera de su
sección, admirando el resultado del trabajoso acicalamiento efectuado a la
anciana.
Ella sonríe con dulzura. Sabe que hoy vendrán visitas. No exactamente los
sobrinos que la rondan cada dos o tres meses. ¡No! ¡Nada de eso! Recibirá nada
menos que a Teresa Marchand y su marido, el poeta que la encandiló en su
juventud. Recordarán los tiempos en que ambas eran danzarinas de ballet.
¡Artistas! Sólo con recordar esas etapas le llegaba una sensación que la hacía
disfrutar. Sentimientos más cálidos e intensos podían aún albergarse en un
rincón de su ser. Piensa: ¡Cuánta falta le hace un poco de arte! Unas migajas
quizás…
No encuentra acá con quien compartir sus añoranzas. Emelina su compañera de
habitación, ¡qué buena mujer es! Pero, absolutamente ignorante y de roma
mentalidad.
-¡Que bien estamos aquí! ¿Verdad, señorita Celina?-, le dice con sus ojos de
perro azotado. -Nos atienden bien. No pasamos hambre, ni frío, ni
preocupaciones. Además, en el living la televisión está todo el día encendida.
¡Podemos ver completas las telenovelas!- , finaliza satisfecha con la
enumeración de bondades.
La señorita Celina sabe que todo eso es cierto. –Tienes razón, Emelina-
responde, aunque sus inquietudes van por otros lados. A la hora señalada para
el ingreso de visitas, un matrimonio de adultos mayores desciende de un auto
con varios paquetes. Son el poeta y Teresa.
Los recibe la recepcionista.
-¿Vienen a ver a la señorita Celina?- Sí, por supuesto.- Adelante, pero tienen
que dejar los paquetes-, indica.
-Solo son las galletas,
que
a ella le encantan- explica él, mostrando un gran tarro cilíndrico de finas
galletas envasadas.
-De todas maneras, deberá dejarlas aquí. A veces hay que revisar su sistema
alimentario según lo determina la nutricionista- explica la uniformada.
-¿Y ese otro paquete?- interroga a continuación, mirando a la dama.
-Son bombones de chocolate. También le gustan muchísimo- es la respuesta.
-También los guardaremos. Nosotras se lo dosificaremos para que le duren. Usted
seguramente sabe que la señorita Celina es muy golosa.
Así, los visitantes deben resignarse a ingresar con las manos vacías.
Son recibidos con efusivas muestras de júbilo y afecto, aunque sin galletas, ni
revistas, ni flores, ni bombones.
-En la portería dicen que después te harán llegar los regalos que te
trajimoS-le
explican.
A ella no le importa, con los años que lleva en el establecimiento ha aprendido
bastante. Sabe que jamás entregan los obsequios. Todos se extravían
misteriosamente en el camino de las oficinas a las piezas de los pensionistas.
Las visitas traen noticias frescas, importantes por supuesto.
-¿Has leído los diarios? los nuevos artistas del Municipal, rendirán un gran
homenaje a las antiguas profesoras de ballet como nosotras.- le comunica
jubilosamente la señora Marchand.
-Aquí no se reciben diarios- responde ella serenamente.
-Pero, ¿y la radio?
-No nos dejan tener radios.
-¿Y la tele?
-Hay orden de poner solamente telenovelas- aclara la señorita Celina.
-Podrías hablar con el amigo Espíndola. Sabemos que también vive en esta institución.-
En este hogar,- rectifica el caballero.
-Imposible. Hace tiempo que nos dejaron en este sector y a los varones en el
otro. No tenemos ninguna comunicación con ellos.
-Quizás podrías escribirle una carta a tus sobrinos-, sugiere su amiga.
-No podemos enviar ni recibir correspondencia y menos llamar por teléfono-, es
la deplorable respuesta.
Como no se trata de aumentar estados depresivos
en ella, sus amigos desvían la conversación hacia temas alegres y amenos, especialmente
ahora que les ha sido dado a conocer una realidad diferente.
Sienten que los afables sentimientos con que habían llegado se están
desmenuzando en partículas confusas e indefinidas, quizás de qué angustiosa
naturaleza.
Él, como poeta, quiere crear de todas formas una conversación más cálida y
afectuosa. Habla de esperanzas y tiempos mejores. La señorita Celina se
manifiesta más fortalecida, pero ha llegado el momento de terminar las
entrevistas. Aún se intuya el vacío de muchas sensaciones no expresadas antes
de volver a los días sin forma. Al despedirse, ella les solicita en gran
misterio, que le dejen monedas de a cien pesos.
-¿Solamente de a cien?- se extraña Teresa Marchand. – Perdona la intromisión,
pero con la confianza que tenemos… -¿No te entregan tu pensión? Como hija de
uniformado de alto rango, te corresponden varios cientos de miles al mes…
-¡Ah, mi amiga! Cuando se ingresa al hogar, hacen firmar un poder notarial por
el cual uno se abstiene de cobrar y traspasa ese poder a la institución. No
manejamos dinero. Para mí tienen valor solamente las monedas de cien pesos, con
ellas obtengo Coca-Colas o dulces de una máquina que está en el comedor.
El marido de Teresa busca en su memoria infructuosamente una solución, hasta
que cree haberla encontrado.
¡Los sobrinos! Podemos contactarlos si nos proporcionas el nombre y dirección-
exclama entusiasmado.
La señorita Celina lo mira con su dulcemente triste sonrisa.
-Ellos me trajeron acá. Tuve neumonía, me dieron unos sedantes durante dos días
y, al despertar, me encontré aquí. Llevo ya cinco años. A veces suelen
aparecer para cerciorarse de que aún existo,- explica serenamente.
El auto se aleja lentamente mientras la pequeña figura se pierde internándose
en los pasillos del hogar. Las luces en las galerías que conducen a los
dormitorios comienzan a encenderse.
En este momento empieza la furtiva emigración de un mundo a otro. El de la
sumisión. La tarde del domingo ha cerrado sus puertas.
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