EXTRAÑO
ENCUENTRO
Recorre
pausadamente el camino rural, va reconcentrada en sus pensamientos. Debe
decidir algo trascendental en su vida. Tiene ansias de vuelos más lejanos. Se
siente ahogada por la familia y su monótono quehacer provinciano. Sin embargo
este pasar inmediato y rutinario le permite soñar.
Viste severamente un oscuro atuendo que la
hace verse mayor; se diría que está en los límites de la juventud. No lleva
prisa, está de vacaciones y ese tiempo se lo dedica a su soledad inspiradora.
Lleva en sus manos un grueso libro. De vez en cuando lo acaricia, tal vez
pensando en su contenido.
A lo lejos
advierte el paso lento de dos jinetes en sentido contrario. En algún momento
deberán cruzarse en su camino. El sol es fuerte y el calor parece adormecer sus
pensamientos, de modo que el caminar le resulta de una inercia misteriosa.
De pronto
algo llama su atención. Un brillo extraño proveniente de uno de los jinetes y
una vara de gran envergadura, que pareciera sobresalir del conjunto, haciendo
contraste con la figura de su acompañante, achatada y desplazándose a otro
ritmo.
Ya está
casi frente a ellos y no lo puede creer. Restriega sus ojos con una mano, pensando
en una alucinación producto del calor y de la luminosidad. Sin embargo, al
abrirlos nuevamente los tiene más cerca aún.
A poca
distancia de ella detienen sus cabalgaduras. Prontamente el hombre obeso se
desmonta de su burro y solícito se
apresura a prestar ayuda a un alto y enjuto personaje que luce brillante
armadura, donde no faltan el yelmo, un extraño escudo y una enorme lanza de
caballería.
-Schits...Schits…Quieto
Rocinante, vuesa merced debe bajarse.
-Querido
Sancho, de camino a Zaragoza, tenemos la suerte de encontrarnos con esta noble
dama que sin lugar a dudas es la Condesa de la casa de
Mistral, una de las familias del más rancio linaje y abolengo de estos lares.
Con paso
seguro avanza hacia la mujer y coloca su rodilla en tierra.-Noble señora, a
vuestros pies me descubro-. Y junto con decirlo se quita su pesado yelmo, coge
su mano, rozándola con sus labios, a
manera de saludo.
La mujer no
da crédito a esta extraña visión que parece ser totalmente real, pero de
imposible certeza.
Sobreponiéndose trabajosamente a esta situación que su razón
rechaza, dice: -Estimado señor, es cierto lo que estoy viendo o es un desvarío
de mi mente. ¿Es usted el hidalgo caballero, don Quijote de la Mancha y su acompañante y
escudero, Sancho Panza?
-¿Qué duda
cabe, ilustre condesa? Venimos desde
Barataria y nos dirigimos al pueblo más
cercano de Zaragoza. ¿Y vos, os habéis
perdido por estos senderos de Dios o vais en busca de aventuras o de ínsulas
así como mi fiel escudero?
La mujer,
un poco más repuesta de su estupor asume este inusual encuentro,
respondiendo.-Señor Don Quijote, sueño o realidad, no lo sé. Pero justamente
iba reflexionando acerca de vuestra obra novelesca, es decir, sacando
conclusiones de tales aventuras y relacionándolas con mí pasar. Y heme aquí
conversando con el personaje más importante de la literatura castellana. No
acierto a concluir si algún hado de la fantasía me lo ha colocado de camino
para sacar respuesta a mis pensamientos.
- Vuesa
eminencia, vive Dios que poco entiendo de
vuestro pensar, pero mi gozo es inmenso de sólo saber que ya mis
aventuras están impresas en papel, al lado de mi inspirador, el valiente Amadis
de Gaula. Sin embargo, todavía mi alma
pena por llegar al Toboso, a postrarme a
los pies de mi señora doña Dulcinea, para narrarle mis triunfos y algunos
entuertos que permanecen aún sin resolver y que luego merecerán mi atención.
-Don
Quijote, verdad o fantasía no puedo evitar preguntarle. ¿Es usted feliz, al
esforzarse hasta malograr su salud por ideales tan difíciles de defender,
luchando contra gigantes, malandrines, maldicientes, que lo superan en fuerza y
vigor?
-Creo que
sí, ilustre condesa. Mi vida tiene la senda de resolver agravios y vengar
injurias. Mantiéneme en pie la ilusión
de llevar como presente a mi amada, la señora Dulcinea, todos estos logros.
Dicen que desvarío. Pero dígame, vuesa merced ¿quién tiene vara exacta para medir hasta dónde llega la
razón y la sin razón? Por otra parte cuento con la compañía de mi fiel escudero
Sancho. Él, más cerca de la tierra, tráeme
a temas prosaicos pero a veces necesarios, como comer, descansar y
buscar un sitio donde dormir.
-Señor Don
Quijote, ¿Cree usted realmente que una mujer merece todo el riesgo que usted
corre en tan peligrosas aventuras?
-Señora
mía, ¡Qué pregunta! Pero le responderé. Yo, Sancho y usted, somos origen de
mujer, por tanto siempre volvemos al comienzo de la vida. En mi caso, como
corresponde a un caballero, es a mi
adorada señora del Toboso.
-Me coge
una duda. ¿Cree usted que la defensa de los ideales cambiará el devenir
del mundo?
-Condesa de
Mistral, ¿Qué sería el mundo sin ideales, por tontos que ellos sean?
Una voz
gruesa y descuidada interrumpe el diálogo.
-Con el
perdón de vuesas mercedes. ¿Y qué sería
del mundo sin el suelo que pisamos y recorremos a diario? Debo recordarle, mi señor, que estamos atrasados en nuestro
camino. Debemos llegar a la posada más cercana antes que se acaben los
almuerzos, pues tanta palabrería me abre el apetito y vuesa merced está más flaco
que nunca.
-Mi buen
Sancho, siempre preocupado de mi bienestar. No os preocupéis que vuestra ínsula
os espera al final de nuestro caminar.
-Señora,
todavía no he osado preguntar por vuestro ilustre nombre de pila.
-Lucila, y
soy maestra de la escuela del pueblo-. El enjuto y noble manchego vuelve a colocar rodilla en tierra,
depositando un respetuoso beso en el dorso de su mano.
–No os
aflijáis, señora doña Lucila, Condesa de
Mistral, por difícil que ello sea, los
ideales siempre triunfarán sobre la razón. Ayudarán a gobernar todos los
lugares donde haga falta mi locura.
Un relincho
de Rocinante junto con un rebuzno del fiel jumento de Sancho, hace que ambos
jinetes se pongan en marcha nuevamente.
La mujer,
aún no repuesta de su estupor, prosigue su camino por inercia, sin mirar atrás,
pues no duda ni un instante que el caluroso sol de mediodía ha puesto este
espejismo increíble en su mente, por esas sendas solitarias de su querida
Vicuña.
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