LOS JUGUETES NO CRECEN
Uno
de los regalos, el único que me duró muchos años, fue el que recibí una mañana
de Reyes, al lado de mis zapatos, en la ventana: una bicicleta negra con
filetes dorados. Era una “Botafogo”, italiana, usada, pero de eso no me di
cuenta. Tener una bicicleta me pareció una cosa increíble.
Mi
padre me enseñó primero a mantenerme en equilibrio sobre ella, a pedalear
después y luego a inflar las gomas y emparchar las cámaras pinchadas. Debía
mantenerla siempre limpia, pasándole después de usarla un trapito embebido en
kerosén.
La
famosa bicicleta trajo consigo peleas y disgustos con mi hermano. Siempre se le
ocurría ir en ella en el mismo momento en que yo la usaba. A veces acabábamos
por no tenerla ninguno de los dos, ya que nuestra madre nos castigaba sin que
pudiéramos tocarla siquiera. Pero después de algunos ruegos y la promesa de
usarla “un ratito cada uno”, nos permitía salir a jugar nuevamente.
El
amplio patio de mi casa era la pista de carrera sobre un circuito trazado entre
los paraísos y la vuelta al pozo de agua. Luego fueron los mandados a la
carnicería, la panadería o al almacén, que antes hacía corriendo y ahora en la
querida “bici”.
Más
tarde, con dos o tres chicos que tenían la misma suerte que yo, la de tener una
bicicleta, hacíamos más de una legua para llegar a un charco donde pescábamos
renacuajos. A casa llegaba con un frasco lleno con animalejos negros, con cola,
que a mi madre no le gustaban.
-¡Tirá
esa porquería!, ya hay demasiados sapos en la quinta.
-No
son sapos, mamá, son ranas. Cuando crezcan las comemos.
-¡Son
sapos, tíralos enseguida y se acabó!
Pero
los renacuajos iban a parar a los tanques de agua que había al lado del brocal
del pozo. Nunca llegaron a transformarse ni en ranas ni en sapos: morían antes.
La
“bici” me daba muchas alegrías. La usaba para ir a la escuela. También aprendí
a hacer piruetas. Iba por el cordón de la vereda sin tocar el manubrio con las
manos, manejando con los pies, parado sobre el asiento. En fin, llegué a ser un
verdadero equilibrista.
Una
tarde, al regresar de la carnicería, vi a Luisa, la compañera de grado que más
me gustaba, que venía por la vereda de enfrente.
-Luisa,
¿querés que te lleve?
-No,
ya llego.
Volví
la cabeza para contestarle:
-Entonces
te llevo a dar una vuelta.
-No,
gracias... ¡Cuidado! –me gritó.
Era
tarde. Un ruido de ollas, palanganas y fuentones se sumó a mi caída. Había
atropellado al viejo tachero que pasaba de casa en casa recogiendo los enseres
agujereados para soldarlos. El hombre, tumbado sobre sus tachos, me maldecía
sin parar.
Me
levanté presuroso, subí asustado a mi “bici” y escapé en dirección a casa,
olvidándome de todo, hasta del paquete que quedó tirado en la vereda junto con
la desparramada carga del pobre viejo.
No
recuerdo qué pretextos le di a mi madre para justificar la falta de la carne
que figuraba anotada en la libreta. Solo sé que tenía un miedo terrible de que
el tachero apareciera por casa. Para mi suerte, no vino.
Desde
entonces, cada vez que veía a Luisa, me ponía colorado y miraba para otro
sitio. Aquel papelón se lo debía también a mi querida “bici”, en la que nunca
pude de llevar de paseo a Luisa.
Con
el pasar del tiempo mi padre vendió la bicicleta. Era un juguete que no podía
llevar más a dos muchachos. Ella no
creció y nos quedaba chica. La edad de los juguetes es siempre la misma, no
crecen.
Los
niños, sí.
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