jueves, 26 de abril de 2018

Fausto Zuliani-Argentina/Abril de 2018


LOS JUGUETES NO CRECEN


Uno de los regalos, el único que me duró muchos años, fue el que recibí una mañana de Reyes, al lado de mis zapatos, en la ventana: una bicicleta negra con filetes dorados. Era una “Botafogo”, italiana, usada, pero de eso no me di cuenta. Tener una bicicleta me pareció una cosa increíble.
Mi padre me enseñó primero a mantenerme en equilibrio sobre ella, a pedalear después y luego a inflar las gomas y emparchar las cámaras pinchadas. Debía mantenerla siempre limpia, pasándole después de usarla un trapito embebido en kerosén.
La famosa bicicleta trajo consigo peleas y disgustos con mi hermano. Siempre se le ocurría ir en ella en el mismo momento en que yo la usaba. A veces acabábamos por no tenerla ninguno de los dos, ya que nuestra madre nos castigaba sin que pudiéramos tocarla siquiera. Pero después de algunos ruegos y la promesa de usarla “un ratito cada uno”, nos permitía salir a jugar nuevamente.
El amplio patio de mi casa era la pista de carrera sobre un circuito trazado entre los paraísos y la vuelta al pozo de agua. Luego fueron los mandados a la carnicería, la panadería o al almacén, que antes hacía corriendo y ahora en la querida “bici”.
Más tarde, con dos o tres chicos que tenían la misma suerte que yo, la de tener una bicicleta, hacíamos más de una legua para llegar a un charco donde pescábamos renacuajos. A casa llegaba con un frasco lleno con animalejos negros, con cola, que a mi madre no le gustaban.
-¡Tirá esa porquería!, ya hay demasiados sapos en la quinta.
-No son sapos, mamá, son ranas. Cuando crezcan las comemos.
-¡Son sapos, tíralos enseguida y se acabó!
Pero los renacuajos iban a parar a los tanques de agua que había al lado del brocal del pozo. Nunca llegaron a transformarse ni en ranas ni en sapos: morían antes.
La “bici” me daba muchas alegrías. La usaba para ir a la escuela. También aprendí a hacer piruetas. Iba por el cordón de la vereda sin tocar el manubrio con las manos, manejando con los pies, parado sobre el asiento. En fin, llegué a ser un verdadero equilibrista.
Una tarde, al regresar de la carnicería, vi a Luisa, la compañera de grado que más me gustaba, que venía por la vereda de enfrente.
-Luisa, ¿querés que te lleve?
-No, ya llego.
Volví la cabeza para contestarle:
-Entonces te llevo a dar una vuelta.
-No, gracias... ¡Cuidado! –me gritó.
Era tarde. Un ruido de ollas, palanganas y fuentones se sumó a mi caída. Había atropellado al viejo tachero que pasaba de casa en casa recogiendo los enseres agujereados para soldarlos. El hombre, tumbado sobre sus tachos, me maldecía sin parar.
Me levanté presuroso, subí asustado a mi “bici” y escapé en dirección a casa, olvidándome de todo, hasta del paquete que quedó tirado en la vereda junto con la desparramada carga del pobre viejo.
No recuerdo qué pretextos le di a mi madre para justificar la falta de la carne que figuraba anotada en la libreta. Solo sé que tenía un miedo terrible de que el tachero apareciera por casa. Para mi suerte, no vino.
Desde entonces, cada vez que veía a Luisa, me ponía colorado y miraba para otro sitio. Aquel papelón se lo debía también a mi querida “bici”, en la que nunca pude de llevar de paseo a Luisa.
Con el pasar del tiempo mi padre vendió la bicicleta. Era un juguete que no podía llevar  más a dos muchachos. Ella no creció y nos quedaba chica. La edad de los juguetes es siempre la misma, no crecen.
Los niños, sí.

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