LA VIEJA DEL ATADO
Vivía
sola, fuera del pueblo, en el pinar.
Allá donde al arroyo le brotan susurros y melodías. En una casita de troncos
adornada con enredaderas y campanillas.
De
tanto en tanto nos visitaba. Y todos los chicos la recibíamos alborozados.
-¡Hola,
vieja del atado!
-¡Por
fin viniste!
-¡Tardaste
mucho esta vez!
-¡Te
extrañamos!
-¡Te
queremos mucho!
-¡No
te vayas pronto!
-¡Contános
cuentos!
No
era vieja. Estaba marchita. Siempre usó vestidos negros, largos, muy limpios. Y
nunca la vimos sin el atado que llevaba sobre la cabeza.
Envolvía
con alegres paños quién sabe qué.
Cuando
ella aparecía, en el pueblo se aquietaban gritos, risas, pelotazos, carreras.
Tendidos
en la hierba, a su alrededor, disfrutábamos de horas maravillosas.
-¿Qué
guardás ahí? –y le señalábamos el trapo
anudado por sus cuatro puntas.
Jamás
varió su respuesta:
-Cosas.
No
nos conformábamos. Insistentes y obstinados, hundíamos los dedos en los
vistosos parches.
-¿Qué
cosas?
-Cosas.
-¿Ropa?
-Cosas.
-¿Comida?
-Cosas.
-¿Recuerdos?
Una
pausa y de nuevo:
-Cosas.
Finalmente
abandonábamos el juego y nos introducíamos en el mundo de la fantasía, guiados
por su voz cadenciosa y por sus manos que dibujaban en el aire mágicas
historias.
Eran
lindas aquellas largas siestas.
Mientras
la tarde dormía, junto a la vieja del atado aprendíamos a soñar. Y gracias a
ella nuestra infancia tuvo el sabor de la aventura y del encantamiento.
Después…
crecimos.
La
vieja del atado continuó viniendo al pueblo de vez en cuando. Sin embargo para
mí y los demás se convirtió en una sombra. Y durante años pasó, casi
imperceptiblemente, al lado de nuestra adolescencia y juventud.
A
veces un fugaz saludo:
-¡Adiós,
vieja del atado!
Otras
ni siquiera una mirada.
Creo
que sufrió. Yo era su preferida. Pero no le di importancia. No tenía tiempo
para detenerme, Estaban los estudios, el amor, el futuro… y mucho más.
Un
día mi hijo mayor entró en casa arrastrando un atado remendado con retazos de
colores.
Sentí
que una ráfaga de niñez me golpeaba… y supe que ella había muerto.
-Te
lo manda la vieja.
-¿El
atado? ¿Para qué?
No
sé. Ella lo abrió para sacar algo cuando se sintió mal.
-¿Qué
había adentro?
Mi
hijo se encogió de hombros y terminó de armar un avioncito de papel.
-Cosas.
Echó
a volar hacia fuera el avión y fue tras él.
Apreté
contra mi pecho el atado. Olía a hierba, como antes.
Poco
a poco fueron acercándose aquellas voces infantiles y alegres que iban al
encuentro de la vieja del atado.
-¿Qué
guardás ahí? –pregunté bajito, mientras desataba el nudo.
Sobre
la mesa cayeron papeles arrugados y amarillentos.
De
pronto me pareció oír la voz de ella, llena de cadencias, que respondía:
-Cuentos,
nada más que cuentos…
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