Haydee
Te acompañaron los almendros, me dieron la
noticia, y quizá no lo creas, pero hubo dolor en mí. Al saber de tu partida te
recordé en los pasillos de las horas, charlando, buscando nuestras propias
definiciones de tristeza, para concluir siempre, que había cierta melancolía en
el paseo de los enamorados. Te recordé callando tus cortas oraciones, nunca
diluidas en los rostros insensibles de los santos, en silencios largos, que
escurrían, sin apresuramientos, como arena en los antiguos relojes, y deseabas
el morir, pues la vida te dolía eternamente.
Era grato observarte cuando no callabas el
adiós, buscando la salida de nuestra presencia -con sus ruidos-, para llegar a
tu silencio y ahí, abandonarte. Pero también dolías al sentir como te nacía la
tarde desde dentro, con las hojas caídas de los álamos en el crepúsculo y las
manos llenas de soledades, con la boca mitigada de tu sed, por palabras no
dichas y ojos que sí comprendían la
tristeza.
Tu cuerpo murió. Murió no teniendo la esperanza
de la espera, ya no caminará por los jardines, entristeciendo las flores que te
observaban, creando sus propias oraciones. Partiste, dentro de la tarde que
había salido de ti, que habías creado y depositado en tu regazo sacando el agua
dulzona de tu vientre. Hoy llueve, es de tarde, y ya no sale de ti; emana de
las cosas que tocaste, de los cristales que rompían al recibir tu imagen, de
tus gasas, algodones, ácidos; de los rostros que conociste y nunca te
conocieron, con quienes charlabas, haciendo una momentánea tregua con tus
batallas interiores. Partiste..., y vives, ahora, dentro de una noche grande
llena de adioses, el eterno amor que sólo dan los muertos.
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