sábado, 22 de agosto de 2015

Nechi Dorado-Argentina/Agosto de 2015

“Sueño” de Beatriz Palmieri


Sueño entre nieblas
Llevaba tres días  sin pegar un ojo en toda la noche. Larga como un áspid aparece la penumbra cuando el sueño se declara en huelga, cuando los ojos  decretan rebeldía y el cerebro parece montado sobre un carrusel de giro descontrolado. Se acostaba tratando de no pensar en nada de lo terrible que había vivido, solo quería dormir tranquila para retomar las fuerzas que los años le iban arrebatando sin permiso, dueños de ese extraño espíritu libertario que se grafica en calendarios que van quedando calvos de a poco.
Sin embargo, el sueño permanecía atrapado en un tejido interminable, entre redes de hilo cada vez más entramadas. Parecían  tan urdimbres tan escarpadas como los caminos que le tocó transitar durante toda su existencia.
Se sintió Penélope esperando el fin de su propia guerra interna, remate que tal vez pudiera permitirle recuperar lo perdido, pero su Odiseo no regresaría y así lo interpretaba  desde su pesadilla despierta. Morfeo había perdido su reinado dejándolo acéfalo, se introdujo como exiliado en algún laberinto intrincado o al menos así  lo sentía ella luego de aquellas tres interminables noches en vela forzada. Parecía como si la oscuridad estuviera haciendo  un recuento de glóbulos pinchándole las venas a su tiempo.
En medio de su pesadilla despierta y sin darse cuenta que el sueño, como dije, estaba ausente, creyó ver a Herodes sumergido en una tina con cerveza, dándose un baño entre la espuma etílica perfumada con lúpulo. Los granos de cebada eran  cancerberos danzando apretadas canciones de cuna que Medea se empeñaba en tararear desafinadamente.
Cronos, en el rincón más descuidado de la habitación, desarmaba un reloj de colección. Cambiaba de lugar cada pieza; semejante desatino produjo, al pretender rearmarlo, que las manecillas que indicaban la hora anduvieran  como artrósicas, emitiendo un cric crac más parecido al arrastre de una pierna anquilosada transitando un camino adoquinado, que haría imaginar a cualquiera que podría perder la rótula en el primer pocito del camino.
En medio del marasmo en que se hallaba sumergida se interpretó como Diana Cazadora, solo que esa vez su flechazo se ensartaba en el centro de los tubos de Malpigio de una mosca que pasaba por la habitación, despreocupa, logrando con semejante puntería que la vida del insecto se escapara por el final de su aparato excretor. ¡Y ella no había nacido siquiera para matar a un insecto!
–De haberme dado cuenta antes de semejante puntería, pensó, hoy estaría durmiendo apaciblemente, como siempre antes, pero al fin sabido es que aquila non capit muscas…
Se sintió descender al Tártaro sobreviviendo a desgano entre la humedad reinante cuando una voz lejana, apócrifa, irrumpió en la soledad de su cuarto poblado de fantasmas avisándole que era el momento de levantarse.
Algo alejado de allí Herodes sacó su pie derecho de la tina con cerveza para apoyarlo en el suelo. Dejó que la brisa de la aurora  evaporara la espuma etílica perfumada con lúpulo. Hecho eso, se dirigió  hacia la puerta de entrada donde llamaba Pilato, impecable como siempre, aunque acorde a los tiempos que corrían pese a las manecillas artrósicas. Antes de fundirse en un apretado abrazo fraternal, propio de los degenerados, Pilato  abrió su botella de alcohol en gel, se frotó las manos y ambos sonrieron complacidos.
La tina volvía a llenarse, lentamente, de cerveza.

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