“Sueño” de Beatriz Palmieri |
Sueño entre nieblas
Llevaba tres
días sin pegar un ojo en toda la noche.
Larga como un áspid aparece la penumbra cuando el sueño se declara en huelga,
cuando los ojos decretan rebeldía y el
cerebro parece montado sobre un carrusel de giro descontrolado. Se acostaba
tratando de no pensar en nada de lo terrible que había vivido, solo quería
dormir tranquila para retomar las fuerzas que los años le iban arrebatando sin
permiso, dueños de ese extraño espíritu libertario que se grafica en
calendarios que van quedando calvos de a poco.
Sin embargo, el
sueño permanecía atrapado en un tejido interminable, entre redes de hilo cada
vez más entramadas. Parecían tan
urdimbres tan escarpadas como los caminos que le tocó transitar durante toda su
existencia.
Se sintió
Penélope esperando el fin de su propia guerra interna, remate que tal vez
pudiera permitirle recuperar lo perdido, pero su Odiseo no regresaría y así lo
interpretaba desde su pesadilla
despierta. Morfeo había perdido su reinado dejándolo acéfalo, se introdujo como
exiliado en algún laberinto intrincado o al menos así lo sentía ella luego de aquellas tres
interminables noches en vela forzada. Parecía como si la oscuridad estuviera
haciendo un recuento de glóbulos
pinchándole las venas a su tiempo.
En medio de su
pesadilla despierta y sin darse cuenta que el sueño, como dije, estaba ausente,
creyó ver a Herodes sumergido en una tina con cerveza, dándose un baño entre la
espuma etílica perfumada con lúpulo. Los granos de cebada eran cancerberos danzando apretadas canciones de
cuna que Medea se empeñaba en tararear desafinadamente.
Cronos, en el
rincón más descuidado de la habitación, desarmaba un reloj de colección. Cambiaba
de lugar cada pieza; semejante desatino produjo, al pretender rearmarlo, que
las manecillas que indicaban la hora anduvieran
como artrósicas, emitiendo un cric crac más parecido al arrastre de una
pierna anquilosada transitando un camino adoquinado, que haría imaginar a
cualquiera que podría perder la rótula en el primer pocito del camino.
En medio del
marasmo en que se hallaba sumergida se interpretó como Diana Cazadora, solo que
esa vez su flechazo se ensartaba en el centro de los tubos de Malpigio de una
mosca que pasaba por la habitación, despreocupa, logrando con semejante
puntería que la vida del insecto se escapara por el final de su aparato
excretor. ¡Y ella no había nacido siquiera para matar a un insecto!
–De haberme dado
cuenta antes de semejante puntería, pensó, hoy estaría durmiendo apaciblemente,
como siempre antes, pero al fin sabido es que aquila non capit muscas…
Se sintió
descender al Tártaro sobreviviendo a desgano entre la humedad reinante cuando
una voz lejana, apócrifa, irrumpió en la soledad de su cuarto poblado de
fantasmas avisándole que era el momento de levantarse.
Algo alejado de
allí Herodes sacó su pie derecho de la tina con cerveza para apoyarlo en el
suelo. Dejó que la brisa de la aurora
evaporara la espuma etílica perfumada con lúpulo. Hecho eso, se
dirigió hacia la puerta de entrada donde
llamaba Pilato, impecable como siempre, aunque acorde a los tiempos que corrían
pese a las manecillas artrósicas. Antes de fundirse en un apretado abrazo
fraternal, propio de los degenerados, Pilato
abrió su botella de alcohol en gel, se frotó las manos y ambos sonrieron
complacidos.
La tina volvía a
llenarse, lentamente, de cerveza.
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