jueves, 21 de julio de 2016

Nilo Gastón Fernández Montini-Jujuy, Argentina/Julio de 2016



EL LAMENTO DEL SOÑADOR


Otro día más que ha pasado sin pena ni gloria, como una escena mal lograda en esta repetitiva película que es mi vida. Y mientras camino de regreso a casa, el sol va desangrándose tras los cerros, y las coloridas montañas de mi Norte van encendiéndose como volcanes de cuyas cúspides brota el inexorable magma del ocaso.
Alzo la vista hacia el cielo, y al tiempo que veo asomarse a las primeras estrellas temerosas, me pregunto por qué la vida se ha vuelto tan amarga y triste. ¿Acaso es justo que el vivir de un hombre se reduzca a repetir maquinalmente los mismos ritos día tras día? Nada me satisface en esta vida, pues la vida misma parece haber quedado chica frente a un avezado soñador de mi estirpe.
Ese es el problema, justamente. Antes, cuando niño, mi imaginación era tan grande que si hubiese podido materializarla de alguna manera, en su cuantificación hubiese superado las riquezas de todos los reyes y dictadores del mundo. Gozaba al recostar mi cabeza sobre la tibia almohada de mi cama, y al cerrar los ojos se abrían ante mí mundos maravillosos y desconocidos. Y era tan constante y dichoso mi soñar, que mi fama de experimentado soñador se extendía hacia cada rincón del mundo de los sueños. Y las aventuras que yo disfrutaba cada noche en ese mundo, más allá de los límites de la realidad evidente, llenaban mi corazón de una felicidad pura y plena.
Yo sabía, por supuesto, que ese mundo subrepticio era real; tenía la certeza de que los lugares y las personas de ese mundo eran tan reales como las de éste. Y cada vez que despertaba a la mañana siguiente, la desdicha que me conturbaba por abandonar aquellos fantásticos parajes pronto era suplida por el júbilo que me causaba el hecho de saber que siempre podría regresar, que la tierra de los sueños me recibiría, una vez más y como siempre, con sus brazos abiertos de par en par.
Pero la reverberante imaginación del niño suele ser opacada, tarde o temprano, por las pululantes sombras de la madurez; y esas sombras son proyectadas por los viles monstruos de lo cotidiano: torvas criaturas que pueblan la mente de la mayoría de los adultos, y cuya labor consiste en devorar cuanto rastro de imaginación infantil se cruce en su camino. Y cuando el don de la imaginación infantil es arrebatado a una persona, no pasará mucho tiempo antes de que ésta se vea privada también de su capacidad de soñar, pero de soñar con aquello que en verdad se anhela, pues el niño interior se verá apabullado por el más ruin de todos los miedos: el miedo a la vida misma.
He de admitir, desgraciadamente, que hablo por propia experiencia; también me ha sido arrebatado el don de la imaginación infantil. Mi niño interior serpea amedrentado por entre las oquedades de mi subconsciente, siempre temeroso de mostrarse ante el mundo exterior. Y ahora, a mis ochenta años, he abandonado mi hogar y a mi familia, para recorrer con estas frágiles piernas los recónditos caminos del Norte hasta que el último aliento de vida se escape de mi pecho. Sólo ante los mágicos paisajes del Norte, me comentó una vez un viejo sabio, puede uno mismo reencontrarse con el perdido niño interior.
Por fin, la noche despliega su manto sobre mi cabeza, y el cielo queda moteado por centenares de brillosos diamantes. Una extraña melancolía me invade al pensar que muchos de esos astros que ahora me acompañan han muerto hace ya muchísimo tiempo, pero su espectral luz todavía se manifiesta ante nuestros ojos. Me viene a la mente la idea de que las personas también dejamos después de morir una luz que es visible para los demás, y esa luz es el recuerdo que dejamos para la posteridad.
Necesito hacer una pausa y descansar. El caminar por estos terrosos senderos constituye una verdadera tortura para mi cuerpo. Las piernas, enjutas, me tiemblan a cada paso. Sé que me queda poco tiempo de vida, pero no me iré sin antes visitar de nuevo la Tierra de los Sueños. Y para hacerlo, primero tendré que encontrar a mi escurridizo niño interior.
Despierto cuando las primeras gotas de lluvia estallan sobre mi rostro, discurriéndose por sobre mis mejillas. Me doy cuenta de que caí dormido a causa de la fatiga. Y mientras el cielo desploma su llanto sobré mí, tanteo el suelo en búsqueda de la pequeña bolsa de víveres que traigo conmigo. No la encuentro; y por desgracia, no tengo tiempo para buscarla. Debo encontrar refugio lo antes posible, pues el frío puede terminar fácilmente con la vida de un anciano como yo.
Tras andar unos cuantos metros, en dirección hacia unos árboles que había divisado con anterioridad, de pronto me sorprende la repentina aparición de una luz en las cercanías. Me doy cuenta de que no es estática; se traslada con un movimiento oscilante en medio de la empapada oscuridad.
A pesar de haber gritado a todo pulmón varias veces, no obtengo respuesta alguna. Me doy cuenta de que he perdido mi escaso sentido de la orientación, y lo más  probable es que jamás encuentre aquellos árboles bajo los cuales pensé cobijarme. La lluvia y las tinieblas me confunden, y el frío no me deja pensar con claridad. Creo que lo mejor será seguir a aquella luz.
Tiemblo de pies a cabeza; el frío es insoportable. Calculo que debo llevar más de quince minutos persiguiendo a la dichosa luz. Por momentos desaparece, para luego reaparecer de improviso en algún lugar cercano. Seguramente —se me ocurre—, la temporaria desaparición se produce cada vez que el portador de la farola cruza por detrás de alguna roca o de algún arbusto. Pero lo curioso es que, aunque las repentinas desapariciones suceden desde hace rato, hasta ahora no me he topado con ningún obstáculo en el terreno capaz de entorpecer la visión de aquella luz.
Un hálito helado desciende desde quien sabe dónde y me cala hasta los huesos. La luz se apaga de nuevo, pero esta vez no vuelve a encenderse. La lluvia se intensifica, y el cielo nocturno queda oculto tras una argamasa de nubes cenicientas. Ya no puedo ver el camino, no sé hacia donde voy. Una roca se desprende bajo mis pies y pierdo el equilibrio. Trastabillo y me precipito hacia el suelo; pero en vez de sentir el castigo cortante de las piedras, mi cuerpo sigue su curso como por arte de magia, traspasando la tierra misma. Pero no hay nada mágico en el asunto, y ahora mi cuerpo cae descontrolado por un vacío gélido. Y mientras ruedo por los aires, dando las últimas volteretas previas a mi impostergable muerte, al mirar hacia abajo (o hacia lo que creo que es abajo) percibo de nuevo a la luz traicionera que me ha guiado hacia esta trampa insuperable.
Al recobrar el conocimiento, me sorprendo al comprobar que mi cuerpo no ha sufrido ningún daño grave; algún que otro raspón aquí y allá, así como un par de moretones de poca envergadura. Pero no me acosa ningún dolor, o, mejor dicho, ninguno que sea nuevo y que no se deba a mi conocida artritis. Y para contribuir a mi desconcierto, pronto compruebo que mis ropas están completamente secas.
El paisaje diurno que se erige ante mis ojos posee rasgos familiares; creo haber estado aquí alguna vez, pero mi defectuosa memoria no me asiste ante la necesidad de recordar. Y mientras contemplo el hermoso panorama, preguntándome como habré hecho para llegar hasta aquí sin lastimarme, percibo de pronto una presencia hacia mi derecha. No estoy solo.
—Buen sitio éste para descansar; ¿no lo cree así, amigo? —me comenta un enano viejo. Estaba tendido sobre la hierba, contemplando también el paisaje mientras disfrutaba de su acullico.
—Es un buen lugar —respondo con tranquilidad—. Sin embargo, no sé dónde estamos.
El anciano aparta su mirada del paisaje y se vuelve hacia mí, frunciendo el ceño.
—Pero, si usted tiene pinta de hombre del Norte —observa extrañado—. ¿Acaso es la primera vez que visita la Laguna de Yala?
Las palabras del enano resuenan como tambores. ¡Por supuesto que me encuentro en Yala, en la tierra de Jujuy! Ahora recuerdo haberme aventurado cuando niño por entre las montañas y las lagunas. Y también recuerdo que, cada vez que visitaba Yala en la Tierra de los Sueños, solía trepar hasta las colinas más altas, para lanzarme luego en clavado hacia las aguas distantes, mientras la gente vitoreaba enardecida mi arriesgada proeza.
—¡La Laguna de Yala! —exclamo con emoción—. Hacía tanto tiempo que no venía por aquí.
—Debería cambiar ese mal hábito suyo y venir más seguido —recomendó el enano-—. Este lugar le hace bien a personas como nosotros.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero, mi arrugado amigo, a que este lugar es mágico. Y la magia se lleva muy bien con los viejos.
—¿Un lugar mágico, eh? —digo con cierta duda—-. Bueno, admito que eso explicaría por qué aparecí aquí de improviso.
Al cabo, el enano se incorpora con dificultad, y escupe el acullico hacia el suelo. Procede a darle un chupón a al dedo índice de su mano derecha, y luego lo alza por sobre su cabeza, señalando hacia el cielo.
—Se avecina un viento fuerte —dice con seguridad, mientras observa como la hierba comienza a mecerse con la brisa—-. Será mejor continuar avanzando, pero no sin antes recuperar fuerzas. ¿Tiene usted hambre?
—Estoy famélico —respondo, y los rugidos de mi estómago pronto lo confirman.
Nos dedicamos, entonces, a compartir la ración de ulpada que el enano carga entre sus víveres. Entre bocados, le pregunto sobre la magia que posee el lugar que nos rodea. Y él comienza relatarme, con ojos encendidos, la Leyenda de la Laguna de Yala.
Recuerdo haberla escuchado alguna vez, cuando era niño. Se cuenta que los pueblos indígenas que poblaban las cumbres montañosas  tuvieron que hacer frente al avance de los conquistadores españoles. Pero era tan grande la superioridad bélica de los invasores, que todos los jóvenes indígenas que fueron a la guerra perecieron. Al tomar conocimiento de esto, sus madres los lloraron desconsoladamente, y fue tan grande la pena que lloraron ríos enteros, y estos ríos descendieron desde las cumbres para confluir al pie de las montañas, dando forma a la laguna de Yala, tal y como la conocemos hoy en día.
De repente, el hipnotizador relato del enano se ve interrumpido por un quejido aterrador. Ttras ese grito que nos sobresalta, comienza a soplar un viento helado cuya fuerza amenaza con hacernos rodar por el suelo. El enano se incorpora rápidamente y me toma por el brazo. Consternado, me dice que debemos huir con rapidez, pues el legendario monstruo del Norte, el Ucumari, viene a por nosotros.
Comenzamos a correr, descendiendo por las lomadas en dirección hacia la gran laguna central. El soplar del viento se vuelve cada vez más intenso, al punto que puedo sentir que me empuja de un lado al otro, como si tuviese la verdadera intención de hacerme caer. Oigo unos rugidos terribles a mis espaldas, y al volver por un momento la mirada hacia atrás, veo que el paisaje montañoso comienza a teñirse de negro; de las cúspides más altas ahora brotan, como si se tratarse de alquitrán, unas sombras chorreantes y aceitosas que lo devoran todo.
El enano, aunque aparenta ser muy viejo, corre con la agilidad de un niño, y poco a poco se va ensanchando la brecha entre nosotros. Siento que el pecho está por estallarme, y que me falta el aire; hace años que no corro de esta manera. Aunque la adrenalina causada por el miedo me permite hacer este esfuerzo impensable, no creo que pueda resistir mucho más. Si el Ucumari no me atrapa primero, de todas maneras es probable que muera muy pronto, debido al excesivo esfuerzo.
Por fin, el furioso ventarrón cumple su cometido, y termina volteándome sobre la agitada hierba.  Me lastimo el codo con una inoportuna roca, y mi grito se oye apagado a causa del bramante vendaval. El anciano enano, oteando por sobre su hombro, se da cuenta de que he caído fuera de combate. Y demostrando una valentía que parece quedarle grande a alguien de tan resumidas proporciones, retrocede en búsqueda de mi persona.
Desesperado, se descalabra en su tremendo esfuerzo por conseguir levantarme, pero mi cuerpo no responde. Siento las piernas entumecidas y pesadas, como si fueran menhires. Le digo al anciano que se aleje, que me deje allí entre los verdes pastos de Yala, bajo su cielo imponente, a merced de mi destino. Le digo que mi vida ha sido buena, y que estoy preparado para partir.
El enano niega con la cabeza. Mira hacia la lejanía, hacia donde el mundo ha comenzado a marchitarse bajo lóbregas tinieblas, y por la expresión de su rostro puedo deducir que la situación no pinta nada bien.
Se vuelve entonces hacia mí y me dice que aferre mis brazos alrededor de su cuello. Le respondo que es una tontería, que alguien como él jamás podría cargar a una persona de mi tamaño. Pero insiste a gritos; me dice que no sea cobarde y que continúe luchando. Me dice que no abandone mis sueños.
Por algún motivo insospechado, las palabras del nonagenario enano me devuelven parte de mis fuerzas. Calculo, por la determinación que ahora veo en su rostro, que algo debe traerse entre manos. Procedo, entonces, a rodear su cuello con mis brazos.
El enano me carga sobre sus hombros con una facilidad que me resulta incomprensible. Y aunque ahora retoma el paso, avanzando a trote lento por sobre la maleza, me temo que su inestimable esfuerzo no será suficiente.
Alcanzo a ver, detrás de nosotros, a decenas de remolinos de sombras, los cuales comienzan a aproximarse los unos con los otros, aparentemente con la intención de fusionar sus existencias. Así convergen estos, dando origen frente a mis propios ojos a una terrible entidad preternatural: un gigantesco y nebuloso rostro de sombras, el cual abre sus amenazantes fauces mientras avanza a por nosotros, con el objetivo de devorarnos de un sólo bocado.
Aunque el enano no ha vuelto a mirar atrás, presumo que de alguna manera se ha dado cuenta de la gravedad de la situación. Ahora oigo su creciente jadeo a medida que se esfuerza por apresurar el paso. Sin embargo, no creo que haya salvación posible para nosotros.
El espectral rostro, cuyas tremendas dimensiones parecen abarcar el horizonte mismo, ahora se dispone a dar el bocado final. Las fauces se ciernen sobre nosotros y nos rodean. El mundo entero se apaga a nuestro alrededor.
Pero la situación no dura demasiado rato. Ni bien nos encontramos rodeados por una total oscuridad, noto que unos extraños movimientos se desarrollan entre mis brazos. Pronto percibo, con suma sorpresa, que el cuello del enano cambia en cuanto a su textura y luego en cuanto a su forma.
Se oye entonces el desgarrador alarido del burlado espíritu Ucumari, al tiempo que el maravilloso y brillante paisaje de Yala se abre de nuevo frente a mis ojos. Y mientras las sombras van alejándose cada vez más a mis espaldas, continúo cabalgando hacia la laguna, sobre el lomo de la vicuña más veloz que pueda existir en estas tierras. Yastay es su nombre.
Para mi sorpresa, Yastay no detiene su avance cuando sus pesuñas entran en contacto con las aguas. Y la magia de Yala se hace evidente cuando prosigue su marcha por sobre las aguas sin siquiera salpicar una gota.
Cuando alcanzamos el centro de la laguna, me invita a desmontar. En un principio, no me decido a hacerlo, pues temo hundirme en las frías aguas. Pero Yastay me dice que no me preocupe, que un soñador de mi estirpe puede darse el lujo de dar un paso firme y porfiado sobre cualquier superficie del mundo de los sueños.
Tal es mi sorpresa al oír dichas palabras, que tropiezo y caigo sentado sobre el agua. Y tan abrumado estoy, que no presto atención al hecho de que he caído sobre un lago cuya superficie resulta tan sólida como la de un denso vidrio.
Yastay, luego de adoptar nuevamente la dimensión antropomórfica del viejo enano (una de sus tantas formas, según se comenta), me dice que, en efecto, ahora me encuentro en la Tierra de los Sueños. Y al preguntarle cómo es que he llegado hasta aquí, una sonrisa burlona se dibuja en su arremangado rostro, al tiempo que obtiene de su bolso un pequeño farol. Él había sido mi misterioso guía durante la tormenta.
Luego de darme ciertas indicaciones, pues considera que debo estar preparado para los cambios que el mundo de los sueños ha experimentado desde mi última visita, me comenta que mi escurridizo niño interior yace cruzando la Quebrada de Humahuaca, en el sitio conocido como el Puente del Diablo.
Al cabo, luego de hacerme ciertas recomendaciones, me dice que por fin estoy listo para mi viaje. Entonces golpea dos veces sus manos en un apagado aplauso, y de inmediato me hundo en las profundidades de la mágica laguna de Yala.
Al abrir los ojos, me encuentro cara a cara con el árido pero hermoso paisaje de la Quebrada de Humahaca. Me rodean sus diversos cerros pintarrajeados por los dioses, y  su clima frío y seco me abraza dándome la bienvenida. Pero lo cierto es que esta no es la Quebrada que todos conocemos en el mundo vigil, sino que es la Quebrada del Mundo de los Sueños. Todo lo que aquí existe o sucede, existe o sucede como mero reflejo del mundo material.
Aunque este sitio se parece bastante a la verdadera Quebrada, posee ciertas características que delatan su naturaleza ensoñadora. Por ejemplo, los cerros conservan aquí los mismos vivos colores de siempre, pero no me sorprendería toparme —pues ya me ha sucedido cuando niño— con alguna montaña de color purpúreo fosforescente, cuya existencia se desvía por completo de la paleta de colores que la Pachamama ha utilizado a la hora colorear el paisaje.
Al cabo, luego de admirar un buen rato el panorama que me rodea, emprendo la marcha hacia mi destino. Luego de un par de horas, tras atravesar la legendaria Quebrada sin mayores dificultades (mi cuerpo parece no fatigarse ahora que sé que me encuentro en el mundo de los sueños), arribo primero a la conocida localidad de Tres Cruces, para alcanzar luego el infame Puente del Diablo.
Muchas leyendas intentan determinar el porqué de su nombre. Y aunque la cuestión pueda no estar del todo clara en el mundo vigil, aquí, en el mundo de los sueños, la cuestión se hace evidente. Desde aquí, parado en un extremo del puente, puedo ver de forma muy clara —como he podido hacerlo siempre— al maléfico Zupay, sentado al otro extremo. Y entre sus piernas yace dormido mi niño interior.
—¡Ya sabes cómo es la cosa! —me dice alzando la voz—. La última vez no respondiste bien a mi pregunta, y por eso no te permití regresar de nuevo a estas tierras. Pero ahora el castigo será mucho peor —se incorpora y sujeta a mi niño interior por el cuello, y lo levanta por sobre el puente, amenazando con dejarlo caer hacia el vacío—. Si no contestas correctamente esta vez, morirás, y me llevaré tu alma conmigo.
Acto seguido, el malvado Zupay formula de nuevo su pregunta. Pero no sé qué contestar, y me lamento por el hecho de no haber reflexionado sobre ella durante mi vida. No obstante, sé que, si no pude hacerlo, fue por culpa de él, del propio Diablo, que no me permitía recordar.
Zupay me pregunta por segunda vez. Y con lágrimas en los ojos contesto nuevamente: ¨no lo sé¨.
Zupay me pregunta de nuevo:
-—Si crees en Dios, entonces crees en los ángeles. Pero si eres un verdadero creyente, deberás decirme qué, o quienes, son esos dichosos ángeles.
Siento que comienza a dolerme el brazo. Me doy cuenta de que estoy sufriendo un infarto, y caigo de rodillas. Mis labios se mueven temblorosos, pues buscan reiterar la fatal respuesta que he venido dando hasta ahora.
Sin embargo, justo en el momento en que pretendo darme por vencido, mi niño interior, colgando del cuello sobre el risco, me mira fijamente a los ojos. Y entonces todo se vuelve claro para mí.
—Los ángeles son las personas que nos aman —respondo sin duda alguna—. Son los padres que dan la vida por sus hijos; son las madres que soportan tres trabajos para dar de comer a su familia; son los abuelos que cuidan a sus nietos para que los padres puedan estudiar o trabajar, aun cuando ellos ya están ancianos y cansados; son los amigos que están siempre con nosotros, en las buenas y en las malas; son los hermanos con los que hemos compartido nuestra vida. Somos nosotros mismos, cada vez que entregamos nuestro amor, cada vez que hacemos lo posible para que nuestros seres queridos, e incluso otras personas, sientan que la bondad todavía existe en este mundo, y que no hay que darse por vencido. Y mientas haya personas buenas, mientras haya bondad y fraternidad en este mundo, la magia de nuestros lugares más queridos, la magia de nuestro Norte, tierra de nuestra herencia, jamás desaparecerá. Y mientras exista su magia también existirá, ahora y siempre, la Tierra de los Sueños.
Zupay no dice nada en un principio, todo es silencio. Pero de pronto estalla en un alarido lastimero, y se aleja con convulsiva rapidez, hasta que por fin se pierde tras las cumbres montañosas.
Mi niño interior, que había sido arrojado sobre el puente, corre hacia mí con ojos llenos de lágrimas; una emoción pura y plena lo invade. Nos hemos reencontrado. Y ahora que puedo soñar de nuevo, mis días de vejez serán dichosos como nunca antes lo han sido, pues viviré lo que me queda soñando, tal y como lo hacía cuando era niño. Y tengo la dicha de saber que, cuando llegue el día de sumirme en mi último sueño, todos mis ángeles me estarán esperando.

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