lunes, 22 de abril de 2019

Marcela Predieri-Argentina/Abril de 2019

Casta de Hembras

Cuando cargó con la hermana y su vientre todavía chato creyó que la primera noche en Retiro sería la peor. Pero no, lo peor vino después, con el invierno, los vómitos y esos hijos de puta que no dejaban de robarles lo poco que juntaban en las esquinas entre las flores y los clavas.
Como la necesidad tiene cara de hereje, ella no cree en Dios, y porque Dios es macho. Así se lo enseñó a la hermana; de modo que aprendieron pronto sin ningún santo que las cobije, las mañas de la calle: a pedir con los ojos dulces y enormes de las vacas, a acostarse sobre sus pocas pertenencias, y que no hay hombres con códigos, que todos son la misma mierda. Como el Hugo que al principio, cuando no llegaban para el paco, les compartía unas secas a cambio de nada. Pero eso fue sólo por un tiempo.
Porque fue también el Hugo el que le puso el fierro en la mano. Es una pistola Beretta 9 mm, le explicó. Para vos, tu hermana ni la toca ¿estamos? todavía es muy pendeja. Claro, pero a la tuya bien que se la dejaste agarrar. Y ahora le gusta. Lo hago porque me gusta y encima traigo plata. Sí, hasta que te puedan preñar o te pegues la papa, pelotuda. Vos no sos mi madre.
Ella también era una pendeja cuando encontró a su viejo al costado de la madre muerta y la obligó a decirle a la cana que la habían encontrado juntos cuando volvían de la escuela. Pero yo volví y vos… Volvimos, dije. Juntos. Fueron los de la otra cuadra, vos los viste.
Después empezó todo aquello, pero de eso no quiere ni acordarse.
De lo que sí se acuerda es que al chumbo primero lo llevaba descargado, para asustar no más; pero como la gente anda con poca plata en el bolsillo y tampoco vale la pena jugársela por monedas, el Hugo le fue metiendo en la cabeza que tenían que entrar a darle a las casas. Que él se quedaría afuera de campana, que al fin y al cabo la otra ya no era tan chica y que nadie desconfiaría de dos minas, mucho menos de ella embarazada. Eso sí: Tenés que cargarlo, no hay que ser boludos. Si alguna vez estamos en el horno, va a ser a matar o morir; me entendés ¿no? Y ella lo cargó, pero no por lo que le había dicho el Hugo.

La cosa daba, venía fácil. Entonces, ¿por qué ahora se la están viendo tan fiera? Por qué la hermana la sacude del brazo. Largalo, grita, ¿Qué te pasa? Ella no contesta. No para de golpear y de escupir al anciano que, de rodillas alza las manos y se agarra a los costados de su cadera. Pará viejo ¿qué carajo hacés?
Por piedad, ya te di todo… Tengo dos hijas. Ella lo mira con asco. ¿Vos también te las cojés? El viejo está aferrado a su jogging y cuando trata de empujarlo hacia atrás, casi se lo arranca. ¿Qué te pasa Nena? grita la hermana ¿Qué mierda está pasando?
Por favor, suplica el anciano. Por favor papá, suplica ella. ¡Cortala Nena! Dejate de joder, rajemos. Pero ella no puede moverse. La tiene otra vez parada sobre el inodoro, ya le sacó la camiseta. No, papá, no… Porque es al viejo, a su viejo, a quien ve arrodillado con la cara sudorosa entre sus piernas. Al viejo de mierda, que con una mano le desliza el pantalón del jogging desteñido hacia abajo y con la otra le acaricia la carita mojada. Ella no entendía entonces, pero aquella tarde entendió. Por eso cuando vuelve a sentir esa lengua áspera contra su pubis aun sin vello, gime: Por favor papá, basta…  La hermana grita que lo suelte. ¡Soltálo Nena! El viejo sólo quiere que lo sueltes. Yo quiero que lo sueltes. ¡Ahora!
Pero ahora ella ve la sangre en su pantalón. El anciano está llorando. Ella no. Como aprendió a dejar de hacerlo cuando el vello le creció y él dejo de besarla. Puta, tenés sangre ¡puta! Cuando por primera vez la dio vuelta, el brazo retorcido hacia atrás mientras la tironeaba del pelo para empujarla contra el catre. Siente el mismo tufo, siente esa baba, el ardor cuando le arranca la bombacha, su cara contra el colchón, el peso que no la deja respirar… ese dolor.
¡Puta! Ella se resiste. Ya no resiste. Traé a tu hermana, carajo, la abofetea, que la traigás te digo.
Ella quedó a un costado de la cama, deshecha; fue cuando escuchó los gritos, cuando no pudo hacer nada o sí pudo, poco antes de llorar juntitas, abrazadas, mientras se limpiaban la sangre entre las piernas. Entonces supo que tenían que irse de la casilla. Que a su hermana no iba a volver a tocarla. Y se fueron. Esa noche en Retiro una monjita le puso el primer pan sobre la palma sucia. Agarrálo, es tuyo, le dijo, y ella lo apretó fuerte, como ahora al chumbo.
Al mes siguiente no hubo sangre, tampoco al otro, ni el que vino después. Que no sea nena, por favor que no sea nena. No puede soportar que tenga que sufrir así, como ella, como su madre, como su hermana. Que no sea nena… Te digo que no, de una que es machito, vaticinaban las amigas. Esto no falla: si el anillo gira para de la derecha, es varón; y mirá, gira como loco… ¡Basta! Tampoco voy a parir otro animal. Quiero sacármelo. Por eso cargó la Beretta, por eso está entrando a las casas; después del sexto mes es más difícil.
Ahora patea al viejo con furia, con la misma con la que trataba de sacarse al suyo de encima; entonces no podía, ahora sí. ¡Viejo de mierda, largáme, mal parido!

Entonces las sirenas, el viejo que se le abalanza, el culatazo en pleno rostro, dos disparos… Y las puteadas del Hugo afuera, que se raja mientras ella cae sobre el piso de baldosas y se asfixia con el peso del otro sobre su cuerpo; y la necesidad urgente de sacárselo de encima, de pujar… Ella que no aguanta, que se ovilla entre la sangre, que desgarra la placenta, que quiere creer que Dios existe: Que no sea una nena, Dios, que no sea nena…
Su mueca entre estertores se parece mucho a una sonrisa.




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