viernes, 22 de noviembre de 2019

Lucía Lezaeta Mannarelli-Chile/Noviembre de 2019


RONDANDO AL AMANECER
                                                      La verídica historia de ser dueño de un destino planificado hasta que...

            Ese domingo había tenido muchas visitas, Vecinas, niños, parientes, amigos pueblerinos, en fin, a toda hora y por cualquier motivo. De Rengo vinieron los Sandoval, de paso y muy brevemente, porque tenían que embarcar en el cruce de Pelequén, el Janito que se iba a estudiar a Concepción. Temprano en la mañana, había estado el señor cura a solicitarle que le reservase las flores que cultivaba en el sitio colindante con la casa, para la Fiesta de las Misiones, que luego seguirían viaje a Machalí. Al medio día, habían aparecido los chicos de su ahijada Aída Venegas, con una canasta de alcachofas recién cortadas. Ella amistosamente, los había dejado a almorzar distribuyéndoles la parte de comida que era su propia ración para la noche. Así había podido disfrutar más horas de la compañía de los muchachos y tener noticias frescas y verídicas de cómo iban las cosas con Aída y su marido, ahora que el bellaco ese, había abandonado a la otra mujer. En la tarde, otras visitas cotorrearon hasta el anochecer. El tema candente y de actualidad era el asalto a la casa de farmacéutico, frente a la plaza del pueblo. Él, o los asaltantes habían caminado  por las parcelas vecinas. El perro no ladró, y si lo hizo, fue de una manera completamente normal. Un par de semanas antes habían entrado a robar en las casas del fundo de Codao, el pueblecito vecino. Por tal motivo, el señor Fernández  se había preocupado de tener listo su revolver en el cajón de su velador. Quizá una sugestión colectiva conforma la creencia de que los ladrones, como la muerte, sólo llegan de noche. Con esta certidumbre, don Roberto Fernández tenía el arma cerca de su cama.
            Aquel día el joven auxiliar  de la farmacia dejó todo ordenado. Contaron el dinero, hicieron arqueo, cuadraron la caja, colocaron en su sitio los frascos dispersos en el diario muestreo. El ayudante, después de colgar su delantal blanco, se colocó el vestón y salió casi corriendo para alcanzar el bus de las siete y media. Fernández cerró la cortina metálica, apagó las luces y se dirigió al interior de su casa.
            Esa tarde estaba solo, pues su señora y la hija habían ido a efectuar algunas compras  a San Vicente de Tagua-Tagua y regresarían en el último bus. Entonces pensó ir a la cocina a prepararse una taza de té.
            Algo saltó desde la oscuridad. Algo pesado y terrible. Algo instantáneo y brutal. Un golpe feroz en el cráneo y el señor Fernández quedó tendido con la cabeza rota y la sangre escapándose por hilos que se oscurecían al coagularse en el suelo... Este acontecimiento tenía en tensión a todo el pueblo.
            Lo recordó una y mil veces Glafira Saldes esa noche al quedar sola en su casa. Ella no sería tan confiada, claro está. Discurría alerta al ruido menos audible, a los silencios y a las voces. Buen cuidado tenía de revisar todas las dependencias cuando aún había público  en su almacén. Además, había sido excelente idea la de alojar en las piezas del fondo del corredor, a la muchacha que le ayudaba en los quehaceres, al marido de ésta y al crío. Mientras estuvieran allá, ella sabría defender el frontis. Lejos, sí. Bastante lejos quedaban los alojados. Además trancaban la puerta por dentro, atrincherándose perfectamente y sintonizando un bullanguera música en receptor de radio a transistores, de tal manera que ya podía venirse el mundo abajo y ellos no escucharían absolutamente nada...Sin embargo, esa luz que se apagaba tarde le proporcionaba cierta sensación de proximidad humana, de presencia futura que le confortaba...
            Tenía ella tantas cosas de qué preocuparse para perder el tiempo en divagaciones...
            Primero, su negocio. Un almacencito que tenía de todo un poco. Mercaderías, abarrotes cortes de géneros, lanas para tejer toscas chombas para el frío, lápices para los colegiales, cuadernos y dulces. Muchos dulces de marcas absolutamente desconocidas, con papeles de colores y anilinas y sabores dudosos. Y Cecinas. Las longanizas oscuras y secas, y los chorizos como sartas de robustos collares danzaban en competencia con las cuelgas de choros y piures secos. En pacífica convivencia con las zapatillas de gimnasia para los niños y los calcetines gruesos de vivos tonos rojos, blancos o verdes, para los futbolistas. Sí, En su local comercial había de todo. Una vitrina guardaba útiles de escritorio, bolígrafos, gomas y papel de carta o cartas completas, con sobres y estampillas a las que faltaba sólo escribirlas...
            En la trastienda almacenaba zapallos y cebollas para el invierno, carbón y leña. Hasta dormida sentía los olores que venían el almacén. A veces imperaba el del charqui que había llegado esa mañana. O si habían pasado los representantes. Trascendía un aroma de baño oloroso y grato de los jabones y champúes. Si había recibido las cargas de leña. Hasta dormida sentía los olores del almacén. A  veces imperaba el del charqui que había llegado en la mañana. O si habían pasado los representantes de los laboratorios, trascendía un aroma a baño oloroso y grato de los jabones y champúes. Si había recibido las cargas de leña, aquello traía el olor de árboles recién cortados...Ahora venía el tufillo de los quesos, enormes y amarillentos, que habían quedado en una vitrina. Todo ello estaba involucrado en una sola palabra: abundancia... ¿Gracias a qué? A su trajo, a su tesón, su habilidad. Su prontitud para estar en pie a las seis de la mañana. Su carácter firme. Su valentía para seguir sola después de quedar viuda. A su forma de vivir, que excluía cualquier amenaza de disolución de esa estabilidad física y emocional que la hacían ser admirada y respetada en el pueblo.
            Los hijos... Todos se habían marchado. Pero la madre había quedado orgullosamente sola. No le importaba eso. Ya tenía un hijo ingeniero, otro técnico diseñador textil; el menor contador y la hija abogado. Estaban casados y lejos de allí. El mayor en el extranjero. El siguiente se iría a fines de año contratado a Venezuela. Quedaba uno en Santiago y la hija en Antofagasta. Pero... había un borrón: Belmer. Ese era, en verdad el mayor. Había salido desequilibrado y ella nunca lo mencionaba. Habían tratado de inculcarle la misma educación que a los otros. También alcanzó a estar en el internado, en San Fernando. Pudo haber aprendido igual que ellos, pero tenía una manía. Se arrancaba. Se fugaba de los colegios. Se escapaba de la casa. Aparecía en ciudades distantes. Todas las admoniciones acerca del funesto futuro que le esperaba, sin educación, sin preparación, sin trabajo y sin dinero, se estrellaban con su invariable claustrofobia.
            Esa mala semilla encaneció a Glafira y acortó los días del padre. Ruegos, insultos, amenazas. Nada consiguió aprisionar su libertad. Había aparecido en Pichidegua, la última vez, hacía ya dieciocho años. Mal vestido y barbón. No encontró a su madre, que por ser domingo, había dejado la casa con llave para acudir a una invitación en un pueblito vecino. Pero nada de eso era un impedimento para Belmer, quien con su desprecio por las normas convencionales establecidas, se subió a un árbol que había frente a la casa. Llegado al techo se descolgó al patio interior y, abriendo una ventana de la galería, entró y se sentó cómodamente en un sofá, causando casi un infarto a Glafira, quien al llegar creyó encontrar un ánima del purgatorio... Pero Belmer estaba cansado y recibió alimento y hogar. Ella alcanzó a enternecerse... Al y al cabo era su hijo...Quizás, más necesita que todos. También había sido niño. También había corrido y jugado gritando por los jardines y quinta de la casa...Quizá su cerebro no completó su desarrollo o alguna neurona se distorsionó al crecer. Su imagen del mundo circundante no era igual a la que percibían los humanos. ¿Tenía él alguna culpa de eso? Cuando Glafira creyó que este regreso al hogar estaría regenerando a su hijo, éste salió una noche y nunca más volvió...
            Por eso ella lo descontaba al hablar de su familia. En verdad, sería demasiado bueno si toda empresa acometida resultara con saldo favorable: así que ya no quería pensar más en él.
Sería como pedir demasiado a Dios. Tuvo un marido serio, trabajador, responsable, hijos inteligentes y negocio próspero. Ella lo había perpetuado y acrecentado. Si quisiera, podría cerrarlo y vivir de las rentas. Pero. ¿A qué se dedicaría? El trabajo se le había metido dentro de su piel, su sangre y sus huesos. ¿Cómo dejar estas tierras? ¿Acaso sus propias raíces no provenían de ella? Cuando la senectud invalidara sus miembros, cuando ya quedara vitalidad, energía e impulso en sus manos y en su cabeza, sus piernas, sus ojos...Sólo entonces podría pensar en retirarse y vivir en paz. Mientras ésto no sucediera, ella disfrutaba de una exultante vitalidad y su mente era perfectamente clara para resolver situaciones, ya fueran mercantiles, laborales, económicas, sociales, familiares o personales.
            Sentimentalmente, el libro de su vida, había cerrado sus páginas. Había sido leído, compartido y sufrido. ¿Qué más podía ella agregar? Había una sola cosa que no conocía, el aburrimiento. Le parecía pecado más vil y menospreciaba a la persona que diera señales de padecer ese virus. Era la mujer fuerte de la Biblia. Marchaba derechamente y no tomaba caminos equivocados. Sabía lo que hacía y era un secreto alborozo ese estado de tener toda la libertad para ella sola.
            Preocupada con tantos quehaceres. Glafira jamás se sentía sola. Trajinaba de un lado a otro. Caminaba rápido. Atendía público. Compraba, Vendía. Viajaba a los pueblos colindantes. A Pichilemu, donde el viento sopla sin piedad hasta barrer con los humanos y dejar solitarias y tristes a las playas. O a Peralillo y Población, donde compraba a bajísimo precio cosechas enteras. O a San Vicente de Tagua-Tagua, donde brillan los naranjales con sus frutos fragantes y encendidos. Recordaba las visitas a cada pueblo. El amanecer en Curicó, calándose los huesos de frío; o el regreso anocheciendo por caminos polvorientos y oscuros donde ante los faroles del camión, brillaban fosforescentes los ojos de espantados conejos y liebres paralogizados ante la luz. O aquellos intransitables caminos de cordillera de San Fernando adentro, hacia las Termas del Flaco... En camiones que daban tumbos por Hualañé o Vichuquén...o la balsa que había que atravesar el río Tinguiririca para ir a dar a Marchigüe...En todas estas partes tenía amistades cariñosas que la apreciaban.
            Precisamente ahora debería prepararse para una ausencia de dos o tres días. Iría con su ahijada, Aída Venegas, a San Cruz, a Lolol, a visitar unos lejanos parientes. Aprovecharía para traerse de allá un par de cachorros ovejeros que le habían ofrecido. Su fiel can estaba viejísimo. El perro más joven había amanecido muerto en el jardín una mañana hacía ya un mes. Nunca se supo si lo mataron o comió veneno para los ratones del que había en la leñera. Sintió mucho al perrillo aquel. Lo había alimentado con un biberón cuando pequeñito. Pero ahora tenía que pensar seriamente en reponer el perro perdido ante los asaltos que se venían perpetrando.
            Dejó todo dispuesto para una pronta partida. Siempre que viajaba, guardaba en dos baúles las cosas más pequeñas. Era más fácil para la muchacha hacerla limpieza y no había posibilidad de escamoteo. Solamente quedaban fuera los muebles de la galería y los retratos desteñidos del marido, del matrimonio y los hijos, mirando pálidamente desde la niñez colgados en la pared. Eran nostálgicos pedazos de cartón que ya nada le decían. Naturalmente que su dormitorio quedaba con llave. Ella siempre portaba ese llavero. Estaba ahí la custodia de las escrituras de la casa y los terrenos adyacentes que ahora estaban arrendados. Algunas joyitas y bastante dinero.
            Programó todos sus asuntos para partir el día jueves. Se levantaba  todos los días de madrugada, pero ahora había aún detalles que no alcanzó a disponer la noche anterior. Así que a las cinco de la madrugada estuvo en pie.
            Había sido una noche despejada y helaba intensamente. Los techos blanqueaban con la gruesa capa de escarcha. Estaba totalmente oscuro aún y el frío era aterrador, pero Glafira estaba acostumbrada a ese inhóspito clima. Había que dejar agua en tiestos dentro de la casa, porque a la intemperie el hielo endurecía el líquido en las cañerías y sencillamente, no salía ni una gota. Justamente ahora, no había reservado una cantidad suficiente y debía salir al huerto a calentar con un mechero la cañería para derretirlo. No era la primera vez que lo hacía. A veces había que prender fuego para deshacer los diez centímetros de escarcha en el lavadero vecino al parrón.
            Se arropó la cabeza y envuelta en un grueso chal salió al patio. Miró escudriñadoramente hasta el fondo.  Algo brillaba allá. Quedó perpleja, hasta comprender que era el hacha, que el distraído hombre que partía  leña no había guardado en la bodega como se le había instruido. – ¡El muy sin seso! – ¡Cuántas veces había ordenado que todas las herramientas quedaran guardadas al fin de la jornada!  Primordialmente, para que no se oxidaran debían quedar escrupulosamente limpias, palas, chuzos, serruchos, azadones, hachas y picotas. Era precisamente el hacha grande de mango largo, la herramienta que brillaba al fondo del parrón. La luz de la galería no alcanzaba a iluminar hasta allá. Quedaba interferida por el follaje de los árboles del huerto.
            Su indignación iba en aumento. Además de la conservación de los elementos de trabajo, en resguardo de las personas, no deberían quedar herramientas tan peligrosas al alcance de cualquier advenedizo que pudiese penetrar por los campos vecinos. La reprimenda que dejaría caer sobre Romilio por no cumplir con sus obligaciones sería de cuero de diablo...Echó una furtiva mirada hacia las piezas del otro lado del patio, donde alojaban los inquilinos. La oscuridad y el silencio respondieron que su sueño era aún profundo. ¡Los muy flojos! Pensó disgustada. Avanzó resueltamente con el oído atento. Cogió la pesada herramienta que estaba totalmente húmeda y, entonces... Un ruido leve, un crujir de hojas le hizo volverse agazapadamente y se le abalanzó... Glafira reaccionó con rapidez de relámpago. Sus reflejos la impulsaron a levantar el hacha con todas las fuerzas de sus brazos y la disparó contra la cabeza del asaltante...Un bramido de animal herido, la caliente sangre chorrreante salpicó y el cráneo partido de Belmer, el hijo descarriado, cayó a los pies de Glafira...









No hay comentarios:

Publicar un comentario