RONDANDO AL AMANECER
La
verídica historia de ser dueño de un destino planificado hasta que...
Ese domingo
había tenido muchas visitas, Vecinas, niños, parientes, amigos pueblerinos, en
fin, a toda hora y por cualquier motivo. De Rengo vinieron los Sandoval, de
paso y muy brevemente, porque tenían que embarcar en el cruce de Pelequén, el
Janito que se iba a estudiar a Concepción. Temprano en la mañana, había estado
el señor cura a solicitarle que le reservase las flores que cultivaba en el sitio
colindante con la casa, para la
Fiesta de las Misiones, que luego seguirían viaje a Machalí.
Al medio día, habían aparecido los chicos de su ahijada Aída Venegas, con una
canasta de alcachofas recién cortadas. Ella amistosamente, los había dejado a
almorzar distribuyéndoles la parte de comida que era su propia ración para la noche.
Así había podido disfrutar más horas de la compañía de los muchachos y tener
noticias frescas y verídicas de cómo iban las cosas con Aída y su marido, ahora
que el bellaco ese, había abandonado a la otra mujer. En la tarde, otras
visitas cotorrearon hasta el anochecer. El tema candente y de actualidad era el
asalto a la casa de farmacéutico, frente a la plaza del pueblo. Él, o los
asaltantes habían caminado por las
parcelas vecinas. El perro no ladró, y si lo hizo, fue de una manera completamente
normal. Un par de semanas antes habían entrado a robar en las casas del fundo
de Codao, el pueblecito vecino. Por tal motivo, el señor Fernández se había preocupado de tener listo su
revolver en el cajón de su velador. Quizá una sugestión colectiva conforma la
creencia de que los ladrones, como la muerte, sólo llegan de noche. Con esta
certidumbre, don Roberto Fernández tenía el arma cerca de su cama.
Aquel día el
joven auxiliar de la farmacia dejó todo
ordenado. Contaron el dinero, hicieron arqueo, cuadraron la caja, colocaron en
su sitio los frascos dispersos en el diario muestreo. El ayudante, después de
colgar su delantal blanco, se colocó el vestón y salió casi corriendo para alcanzar
el bus de las siete y media. Fernández cerró la cortina metálica, apagó las luces
y se dirigió al interior de su casa.
Esa tarde
estaba solo, pues su señora y la hija habían ido a efectuar algunas compras a San Vicente de Tagua-Tagua y regresarían en
el último bus. Entonces pensó ir a la cocina a prepararse una taza de té.
Algo saltó desde
la oscuridad. Algo pesado y terrible. Algo instantáneo y brutal. Un golpe feroz
en el cráneo y el señor Fernández quedó tendido con la cabeza rota y la sangre escapándose
por hilos que se oscurecían al coagularse en el suelo... Este acontecimiento
tenía en tensión a todo el pueblo.
Lo recordó
una y mil veces Glafira Saldes esa noche al quedar sola en su casa. Ella no
sería tan confiada, claro está. Discurría alerta al ruido menos audible, a los
silencios y a las voces. Buen cuidado tenía de revisar todas las dependencias
cuando aún había público en su almacén.
Además, había sido excelente idea la de alojar en las piezas del fondo del
corredor, a la muchacha que le ayudaba en los quehaceres, al marido de ésta y
al crío. Mientras estuvieran allá, ella sabría defender el frontis. Lejos, sí.
Bastante lejos quedaban los alojados. Además trancaban la puerta por dentro,
atrincherándose perfectamente y sintonizando un bullanguera música en receptor
de radio a transistores, de tal manera que ya podía venirse el mundo abajo y
ellos no escucharían absolutamente nada...Sin embargo, esa luz que se apagaba tarde
le proporcionaba cierta sensación de proximidad humana, de presencia futura que
le confortaba...
Tenía ella
tantas cosas de qué preocuparse para perder el tiempo en divagaciones...
Primero, su
negocio. Un almacencito que tenía de todo un poco. Mercaderías, abarrotes cortes
de géneros, lanas para tejer toscas chombas para el frío, lápices para los
colegiales, cuadernos y dulces. Muchos dulces de marcas absolutamente
desconocidas, con papeles de colores y anilinas y sabores dudosos. Y Cecinas.
Las longanizas oscuras y secas, y los chorizos como sartas de robustos collares
danzaban en competencia con las cuelgas de choros y piures secos. En pacífica
convivencia con las zapatillas de gimnasia para los niños y los calcetines
gruesos de vivos tonos rojos, blancos o verdes, para los futbolistas. Sí, En su
local comercial había de todo. Una vitrina guardaba útiles de escritorio,
bolígrafos, gomas y papel de carta o cartas completas, con sobres y estampillas
a las que faltaba sólo escribirlas...
En la trastienda
almacenaba zapallos y cebollas para el invierno, carbón y leña. Hasta dormida
sentía los olores que venían el almacén. A veces imperaba el del charqui que
había llegado esa mañana. O si habían pasado los representantes. Trascendía un
aroma de baño oloroso y grato de los jabones y champúes. Si había recibido las
cargas de leña. Hasta dormida sentía los olores del almacén. A veces imperaba el del charqui que había
llegado en la mañana. O si habían pasado los representantes de los
laboratorios, trascendía un aroma a baño oloroso y grato de los jabones y
champúes. Si había recibido las cargas de leña, aquello traía el olor de
árboles recién cortados...Ahora venía el tufillo de los quesos, enormes y
amarillentos, que habían quedado en una vitrina. Todo ello estaba involucrado en
una sola palabra: abundancia... ¿Gracias a qué? A su trajo, a su tesón, su
habilidad. Su prontitud para estar en pie a las seis de la mañana. Su carácter
firme. Su valentía para seguir sola después de quedar viuda. A su forma de
vivir, que excluía cualquier amenaza de disolución de esa estabilidad física y
emocional que la hacían ser admirada y respetada en el pueblo.
Los hijos...
Todos se habían marchado. Pero la madre había quedado orgullosamente sola. No
le importaba eso. Ya tenía un hijo ingeniero, otro técnico diseñador textil; el
menor contador y la hija abogado. Estaban casados y lejos de allí. El mayor en
el extranjero. El siguiente se iría a fines de año contratado a Venezuela.
Quedaba uno en Santiago y la hija en Antofagasta. Pero... había un borrón:
Belmer. Ese era, en verdad el mayor. Había salido desequilibrado y ella nunca
lo mencionaba. Habían tratado de inculcarle la misma educación que a los otros.
También alcanzó a estar en el internado, en San Fernando. Pudo haber aprendido
igual que ellos, pero tenía una manía. Se arrancaba. Se fugaba de los colegios.
Se escapaba de la casa. Aparecía en ciudades distantes. Todas las admoniciones
acerca del funesto futuro que le esperaba, sin educación, sin preparación, sin
trabajo y sin dinero, se estrellaban con su invariable claustrofobia.
Esa mala semilla
encaneció a Glafira y acortó los días del padre. Ruegos, insultos, amenazas. Nada
consiguió aprisionar su libertad. Había aparecido en Pichidegua, la última vez,
hacía ya dieciocho años. Mal vestido y barbón. No encontró a su madre, que por
ser domingo, había dejado la casa con llave para acudir a una invitación en un
pueblito vecino. Pero nada de eso era un impedimento para Belmer, quien con su
desprecio por las normas convencionales establecidas, se subió a un árbol que
había frente a la casa. Llegado al techo se descolgó al patio interior y,
abriendo una ventana de la galería, entró y se sentó cómodamente en un sofá,
causando casi un infarto a Glafira, quien al llegar creyó encontrar un ánima
del purgatorio... Pero Belmer estaba cansado y recibió alimento y hogar. Ella
alcanzó a enternecerse... Al y al cabo era su hijo...Quizás, más necesita que
todos. También había sido niño. También había corrido y jugado gritando por los
jardines y quinta de la casa...Quizá su cerebro no completó su desarrollo o alguna
neurona se distorsionó al crecer. Su imagen del mundo circundante no era igual
a la que percibían los humanos. ¿Tenía él alguna culpa de eso? Cuando Glafira
creyó que este regreso al hogar estaría regenerando a su hijo, éste salió una
noche y nunca más volvió...
Por eso ella
lo descontaba al hablar de su familia. En verdad, sería demasiado bueno si toda
empresa acometida resultara con saldo favorable: así que ya no quería pensar más
en él.
Sería como pedir demasiado a Dios. Tuvo un marido serio, trabajador,
responsable, hijos inteligentes y negocio próspero. Ella lo había perpetuado y
acrecentado. Si quisiera, podría cerrarlo y vivir de las rentas. Pero. ¿A qué
se dedicaría? El trabajo se le había metido dentro de su piel, su sangre y sus
huesos. ¿Cómo dejar estas tierras? ¿Acaso sus propias raíces no provenían de
ella? Cuando la senectud invalidara sus miembros, cuando ya quedara vitalidad,
energía e impulso en sus manos y en su cabeza, sus piernas, sus ojos...Sólo
entonces podría pensar en retirarse y vivir en paz. Mientras ésto no sucediera,
ella disfrutaba de una exultante vitalidad y su mente era perfectamente clara
para resolver situaciones, ya fueran mercantiles, laborales, económicas,
sociales, familiares o personales.
Sentimentalmente,
el libro de su vida, había cerrado sus páginas. Había sido leído, compartido y
sufrido. ¿Qué más podía ella agregar? Había una sola cosa que no conocía, el
aburrimiento. Le parecía pecado más vil y menospreciaba a la persona que diera
señales de padecer ese virus. Era la mujer fuerte de la Biblia. Marchaba derechamente y
no tomaba caminos equivocados. Sabía lo que hacía y era un secreto alborozo ese
estado de tener toda la libertad para ella sola.
Preocupada
con tantos quehaceres. Glafira jamás se sentía sola. Trajinaba de un lado a
otro. Caminaba rápido. Atendía público. Compraba, Vendía. Viajaba a los pueblos
colindantes. A Pichilemu, donde el viento sopla sin piedad hasta barrer con los
humanos y dejar solitarias y tristes a las playas. O a Peralillo y Población,
donde compraba a bajísimo precio cosechas enteras. O a San Vicente de Tagua-Tagua,
donde brillan los naranjales con sus frutos fragantes y encendidos. Recordaba
las visitas a cada pueblo. El amanecer en Curicó, calándose los huesos de frío;
o el regreso anocheciendo por caminos polvorientos y oscuros donde ante los
faroles del camión, brillaban fosforescentes los ojos de espantados conejos y
liebres paralogizados ante la luz. O aquellos intransitables caminos de cordillera
de San Fernando adentro, hacia las Termas del Flaco... En camiones que daban
tumbos por Hualañé o Vichuquén...o la balsa que había que atravesar el río
Tinguiririca para ir a dar a Marchigüe...En todas estas partes tenía amistades
cariñosas que la apreciaban.
Precisamente
ahora debería prepararse para una ausencia de dos o tres días. Iría con su
ahijada, Aída Venegas, a San Cruz, a Lolol, a visitar unos lejanos parientes.
Aprovecharía para traerse de allá un par de cachorros ovejeros que le habían ofrecido.
Su fiel can estaba viejísimo. El perro más joven había amanecido muerto en el
jardín una mañana hacía ya un mes. Nunca se supo si lo mataron o comió veneno
para los ratones del que había en la leñera. Sintió mucho al perrillo aquel. Lo
había alimentado con un biberón cuando pequeñito. Pero ahora tenía que pensar
seriamente en reponer el perro perdido ante los asaltos que se venían
perpetrando.
Dejó todo
dispuesto para una pronta partida. Siempre que viajaba, guardaba en dos baúles
las cosas más pequeñas. Era más fácil para la muchacha hacerla limpieza y no
había posibilidad de escamoteo. Solamente quedaban fuera los muebles de la
galería y los retratos desteñidos del marido, del matrimonio y los hijos,
mirando pálidamente desde la niñez colgados en la pared. Eran nostálgicos
pedazos de cartón que ya nada le decían. Naturalmente que su dormitorio quedaba
con llave. Ella siempre portaba ese llavero. Estaba ahí la custodia de las escrituras
de la casa y los terrenos adyacentes que ahora estaban arrendados. Algunas
joyitas y bastante dinero.
Programó
todos sus asuntos para partir el día jueves. Se levantaba todos los días de madrugada, pero ahora había
aún detalles que no alcanzó a disponer la noche anterior. Así que a las cinco
de la madrugada estuvo en pie.
Había sido
una noche despejada y helaba intensamente. Los techos blanqueaban con la gruesa
capa de escarcha. Estaba totalmente oscuro aún y el frío era aterrador, pero
Glafira estaba acostumbrada a ese inhóspito clima. Había que dejar agua en tiestos
dentro de la casa, porque a la intemperie el hielo endurecía el líquido en las
cañerías y sencillamente, no salía ni una gota. Justamente ahora, no había
reservado una cantidad suficiente y debía salir al huerto a calentar con un
mechero la cañería para derretirlo. No era la primera vez que lo hacía. A veces
había que prender fuego para deshacer los diez centímetros de escarcha en el
lavadero vecino al parrón.
Se arropó la
cabeza y envuelta en un grueso chal salió al patio. Miró escudriñadoramente hasta
el fondo. Algo brillaba allá. Quedó
perpleja, hasta comprender que era el hacha, que el distraído hombre que partía leña no había guardado en la bodega como se
le había instruido. – ¡El muy sin seso! – ¡Cuántas veces había ordenado que todas
las herramientas quedaran guardadas al fin de la jornada! Primordialmente, para que no se oxidaran
debían quedar escrupulosamente limpias, palas, chuzos, serruchos, azadones,
hachas y picotas. Era precisamente el hacha grande de mango largo, la herramienta
que brillaba al fondo del parrón. La luz de la galería no alcanzaba a iluminar
hasta allá. Quedaba interferida por el follaje de los árboles del huerto.
Su
indignación iba en aumento. Además de la conservación de los elementos de trabajo,
en resguardo de las personas, no deberían quedar herramientas tan peligrosas al
alcance de cualquier advenedizo que pudiese penetrar por los campos vecinos. La
reprimenda que dejaría caer sobre Romilio por no cumplir con sus obligaciones
sería de cuero de diablo...Echó una furtiva mirada hacia las piezas del otro lado
del patio, donde alojaban los inquilinos. La oscuridad y el silencio respondieron
que su sueño era aún profundo. ¡Los muy flojos! Pensó disgustada. Avanzó
resueltamente con el oído atento. Cogió la pesada herramienta que estaba
totalmente húmeda y, entonces... Un ruido leve, un crujir de hojas le hizo
volverse agazapadamente y se le abalanzó... Glafira reaccionó con rapidez de
relámpago. Sus reflejos la impulsaron a levantar el hacha con todas las fuerzas
de sus brazos y la disparó contra la cabeza del asaltante...Un bramido de
animal herido, la caliente sangre chorrreante salpicó y el cráneo partido de
Belmer, el hijo descarriado, cayó a los pies de Glafira...
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