Guardianes del Delta
Dicen los hombres viejos, los sabios más sabios, que los
ríos fueron creados por los dioses para dar origen a la vida. Dicen, también,
que sin esos ríos la vida se terminaría rápidamente.
Uno de los ríos más grandes y que más vida nos brinda es el
río Paraná, o “pariente del mar”, como fue bautizado por los tupí–guaraníes.
Desde las selvas brasileras hasta el Río de la Plata,
centenas de ríos menores, arroyos, brazos y lagunas vuelcan sus aguas en el
Paraná para luego abrazar el mar.
Cuentan estos hombres sabios que durante miles de años,
desde el origen, la misma agua pasa y
pasa y que en sus márgenes han vivido muchos pueblos.
Cuentan también que los dioses les ordenaron a sus pueblos
el cuidado y la protección de los ríos y de toda la vida que ellos generan.
Para cumplir estos mandatos, los caciques de todas las naciones se reunían cada
tanto en asambleas para tratar asuntos de gran importancia, como los límites de
sus territorios, las zonas de caza y de pesca, la división de las tierras para
cultivo, pero el principal motivo era siempre el cuidado de los ríos, de su
flora y de su fauna, que eran sagradas.
Los tupís, los guaraníes, los qom, los mocovíes, los
pilagás, los wichís, los matacos, los charrúas, los chanás, los calchaquíes y
otros pequeños pueblos participaban en las asambleas. Cierta vez, el pueblo qom
fue el anfitrión del encuentro que se realizó bien al norte, en las orillas del
río Pilcomayo.
En plena reunión, el cacique chaná quiso saber hacia dónde
mandaban los dioses todo lo que el río llevaba, cuál era el destino de los
árboles, las arenas, la tierra, los camalotes y los animales que en ellos
viajaban en las épocas de grandes crecientes cuando los dioses mandaban tanta
agua.
Todos se miraron ante la inquietud.
—Es
cierto —comentó el mocoví.
—¿Cómo
podemos averiguarlo? —le preguntó a todos el guaraní.
—Que
vaya el chaná, que es quien preguntó —dijo el qom.
—Está
bien, nosotros viajaremos.
—Y
tú, ¿tienes a alguien que pueda hacerlo? —fue la voz general.
—Claro,
mandaré a Uamá. Es el mejor remero y nadador de mi pueblo.
Así, decidieron que al día siguiente Uamá se preparara en
la orilla con su canoa de tronco de timbó a esperar el raigón más grande que
enviaran los dioses.
Navegó días y días junto al viejo tronco de ceibo que
empujaban las aguas bravas del Paraná. Luego de más de un mes de navegación, el
tronco llegó a una gran región llena de lagunas, cientos de islas pequeñas y
grandes, riachos, arroyos y canales que se abrían en todas las direcciones,
donde convivían pájaros y aves de todos colores y tamaños, variedad de peces y
animales por él nunca vistos.
Y allí se quedó el viejo tronco para siempre.
Al tiempo, Uamá volvió a su tierra deslumbrado por tanta
belleza y reuniendo a la asamblea contó todo lo visto y vivido.
La reflexión final de toda la asamblea fue que los dioses
estaban formando una nueva tierra, y que ésta sería el mayor ejemplo de
convivencia entre los seres vivos para dejarlo como enseñanza a los seres
humanos.
—Debemos
cuidar esta nueva obra de los dioses —dijo el wichí.
—Enviemos
a nuestros guerreros a defender lo que los dioses nos están entregando —fue la
decisión de todos.
—Que
sea el pueblo chaná el encargado —sugirió el tupí.
—Que
así sea.
También cuenta la historia que el pueblo chaná cumplió la
decisión de la asamblea y el mandato de los dioses y se instalaron en esa
región a vivir y a custodiarla.
Y así fue que vivieron en armonía con la flora y la fauna
durante muchos años. Hasta que un día llegaron unos barcos extraños con hombres
desconocidos usando armas poderosas que brillaban y escupían fuego, destruyendo
todo a su paso.
El pueblo chaná no pudo contra ellos y fue vencido. Desde
entonces, esa hermosa región, que hoy llamamos Delta, se ha quedado sin
guardianes.
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