Denuncia
Sentada en la ducha, llorando, veía el agua tibia que desaparecía llena de sangre arremolinándose en el desagüe.
Una noche más de trabajo. La misma ruta, el punto de encuentro, los clientes habituales y los curiosos ocasionales. Nada fuera de la rutina. Una rutina construida no por gusto sino por necesidad.
De pronto, el patrullero dobló por la esquina e hizo sonar la sirena. Estacionó a tres metros y los oficiales bajaron. – Documentos por favor – sentenció uno de ellos. Miró de reojo a su compañero y con una sonrisa sarcástica propia de los hijos de puta pronunció en voz alta: - Gómez, Gastón. El problema no fue el nombre. El problema fue que aquel nombre, según los cánones sagrados de la cultura instalada en este mundo creado por Dios (o por lo menos por su Dios) no condecía con la minifalda de tafeta negra, las medias de red y los tacones de diez centímetros que yo había elegido usar esa noche.
Acto seguido el oficial segundo usó la radio para consultar quién sabe qué y sentenció: - Gómez se va con nosotros. Inútil fue mi forcejeo. Los insultos que emanaban de mi garganta fueron acallados por los bastonazos policiales. De pronto las luces del patrullero se entremezclaron con la de las estrellas. El único testigo fue la luna. Pasé la noche tirada en un calabozo de la 31.
De chica, solía pasar varias horas peinándome frente al espejo. Me acariciaba el rostro, los brazos, el cuerpo, usaba las cremas que le robaba a mi mamá del baño de casa. Todo ese recorrido era placentero hasta que llegaba a mi vientre y lo encontraba allí. Esa parte de mí que no era mía. No la quería. No la sentía y sin embargo era mi verdugo. “Ya se va a caer” pensaba, con la inocencia propia de un niño que empezaba a conocer el mundo y todavía creía en la utopía de la felicidad y la justicia.
¡Mujercita! Me gritaban en el recreo de la escuela y un par de puños aterrizaban sobre mi espalda. ¡Pateá como hombre! Me decía mi viejo cuando me obligaba a ser parte del equipo juvenil del club “El potrero”, institución respetada en el pueblo si las había. Nunca nadie se atrevió a preguntarme por qué. Por qué, por ejemplo, una mañana cuando volvieron de la misa dominical, me encontraron usando el rouge y las sombras de mamá. El cinturón de papá quiso ser el correctivo. ¡Hacete hombre, mierda! Fueron las últimas palabras que le escuché pronunciar cuando, a los 16 años, salí de casa para no volver jamás.
Quizás algún día llegue ese momento en el que algunos puedan animarse a descubrir el lado oculto -de la luna-, la otra cara, la que no vemos o no somos conscientes (La que no nos animamos a mostrar). La que hay detrás de “esos putos travestis” que se convierten en los monos del circo de una sociedad hostil que prejuzga sin piedad y condena sin saber.
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