Las “benditas” foráneas influencias
En su calidad de país cosmopolita, con su variedad de razas y etnias que protagonizó el intercambio cultural ya desde épocas anteriores a la Emancipación, la Argentina cuenta con un manantial de aportes musicales foráneos que no hacen pecaminosa su realidad, todo lo contrario, la nutren. En mi opinión, todas las culturas, por puras o autosuficientes que se proclamen, siempre le deben algo a alguien, siempre deben a otro una inyección de novedad, siempre le deben a un “jardinero de afuera” el riego de un aporte extranjero que la robustecerá con el tiempo.
Las raíces del folclore argentino se remontan al Siglo XVI a partir de dos corrientes principales de influencias: la que ingresa por el Río de la Plata con los españoles (y que luego se expande por el litoral y centro del Virreinato, por ejemplo, con las misiones jesuíticas en el Siglo XVII); la otra, es la que subsiste a partir del legado cultural Inca en el Noroeste, con sus atuendos, ritmos, melodías e instrumentos (sobre todo los aerófonos como la quena, sicus, antara y pincullo utilizados por los incas). Existen, desde luego, otras bases de influencia expresadas en los nativos precolombinos que ya habitaban a lo largo y ancho del incipiente país, pero las corrientes mencionadas son las que más impregnaron su sello, y que derivaron en variedad de ritmos o especies que vistió de música a todo el territorio.
Claro que, no siempre los aportes foráneos se instalan en un marco de común acuerdo para sentar las bases de un intercambio, a veces son impuestos a la fuerza y con violencia. Lamentablemente, gran parte de la historia se forja así. Y en lo que refiere a penetraciones culturales agresivas, con el tiempo se termina borrando con el codo lo que se ha escrito con sangre.
Pero no seamos extremistas. El intercambio cultural entre los pueblos, en ocasiones, se desarrolla con pasividad, e incluso, con manifiesta necesidad de oxigenación. Es el caso de muchos países de Europa (Alemania es un claro ejemplo) que tras la segunda guerra mundial debieron airearse de flagelos como la xenofobia y el fascismo. Hoy en día, en cualquiera de las grandes ciudades europeas, se ve transitar por sus calles a gente de las más variadas etnias y culturas, y lo hacen no como meros turistas o pasajeros de un naufragio, sino haciendo gala de su identidad cultural, con sus atavíos, costumbres, lenguaje gestual y…. ¡su música! Esto habla de una integración (con miras a un intercambio o influencia futura) que en otras décadas era impensada. Y no creamos que sólo en los siglos XX y XXI se pueda producir este fenómeno. En todas las épocas existió ese “canje”, con sus tornasoles, sus conos de sombras, sus impasses, pero con la rueda girando siempre en una dirección. Ya desde los albores de la evolución humana, con los primeros homínidos, el sentido de sociabilización se perfecciona conforme al avance del intercambio cultural entre tribus, el hombre desarrolla esa condición de “ser social” hasta niveles que, junto a otros atributos, lo distancian definitivamente de las otras especies. Si bien esta permuta contribuyó a la extinción de las tribus más rezagadas, propició un salto evolutivo a otras. Más tarde, cualquier música folclórica hallará en el intercambio, en el aporte y en la mixtura, las materias primas para su desarrollo.
Veamos esto. Si no fuera por el aporte de culturas como la hebrea, gitana y morisca, España no tendría el flamenco; si no hubieran existido los bardos de Escocia y Gran Bretaña - con sus rapsodas que acompañados de un laúd cantaban gestas de batallas – no hubieran tomado modelo los juglares y trovadores medievales ; si no fuera por el arribo de instrumentos europeos como la trompeta de pistones, contrabajo y otros, el jazz no tendría la riqueza tímbrica en sus orquestas; si no hubiera existido un ocurrente Piazzola que cometió ese “hermoso sacrilegio” de fusionar tango con jazz y música académica, nos imaginaríamos a Buenos Aires todavía con el farolito, las calles empedradas y el conventillo, y no a la Buenos Aires del Siglo XXI, vertiginosa, alocada, con sus colectivos, ruidos y neones. Y podemos seguir los ejemplos. Todos éstos que, a su vez, fueron influencia de otros también le deben aportes a alguien, pero ello nos llevaría a adentrarnos en una genealogía tan meticulosa como innecesaria.
En materia de música folclórica, abrirle paso a las influencias foráneas tampoco tiene que ver con una pretensión esnobista. Como planteábamos antes, se trata muchas veces de una necesidad. Los puristas y conservadores pueden dormir bien tranquilos, que la fusión y las influencias no le restarán legitimidad al folclore. Cualquier expresión en apariencia castiza puede convivir, sin problemas, con formas más agiornadas sin que ello demande necesariamente un juicio de valor ni jerarquización entre ambas.
En su calidad de país cosmopolita, con su variedad de razas y etnias que protagonizó el intercambio cultural ya desde épocas anteriores a la Emancipación, la Argentina cuenta con un manantial de aportes musicales foráneos que no hacen pecaminosa su realidad, todo lo contrario, la nutren. En mi opinión, todas las culturas, por puras o autosuficientes que se proclamen, siempre le deben algo a alguien, siempre deben a otro una inyección de novedad, siempre le deben a un “jardinero de afuera” el riego de un aporte extranjero que la robustecerá con el tiempo.
Las raíces del folclore argentino se remontan al Siglo XVI a partir de dos corrientes principales de influencias: la que ingresa por el Río de la Plata con los españoles (y que luego se expande por el litoral y centro del Virreinato, por ejemplo, con las misiones jesuíticas en el Siglo XVII); la otra, es la que subsiste a partir del legado cultural Inca en el Noroeste, con sus atuendos, ritmos, melodías e instrumentos (sobre todo los aerófonos como la quena, sicus, antara y pincullo utilizados por los incas). Existen, desde luego, otras bases de influencia expresadas en los nativos precolombinos que ya habitaban a lo largo y ancho del incipiente país, pero las corrientes mencionadas son las que más impregnaron su sello, y que derivaron en variedad de ritmos o especies que vistió de música a todo el territorio.
Claro que, no siempre los aportes foráneos se instalan en un marco de común acuerdo para sentar las bases de un intercambio, a veces son impuestos a la fuerza y con violencia. Lamentablemente, gran parte de la historia se forja así. Y en lo que refiere a penetraciones culturales agresivas, con el tiempo se termina borrando con el codo lo que se ha escrito con sangre.
Pero no seamos extremistas. El intercambio cultural entre los pueblos, en ocasiones, se desarrolla con pasividad, e incluso, con manifiesta necesidad de oxigenación. Es el caso de muchos países de Europa (Alemania es un claro ejemplo) que tras la segunda guerra mundial debieron airearse de flagelos como la xenofobia y el fascismo. Hoy en día, en cualquiera de las grandes ciudades europeas, se ve transitar por sus calles a gente de las más variadas etnias y culturas, y lo hacen no como meros turistas o pasajeros de un naufragio, sino haciendo gala de su identidad cultural, con sus atavíos, costumbres, lenguaje gestual y…. ¡su música! Esto habla de una integración (con miras a un intercambio o influencia futura) que en otras décadas era impensada. Y no creamos que sólo en los siglos XX y XXI se pueda producir este fenómeno. En todas las épocas existió ese “canje”, con sus tornasoles, sus conos de sombras, sus impasses, pero con la rueda girando siempre en una dirección. Ya desde los albores de la evolución humana, con los primeros homínidos, el sentido de sociabilización se perfecciona conforme al avance del intercambio cultural entre tribus, el hombre desarrolla esa condición de “ser social” hasta niveles que, junto a otros atributos, lo distancian definitivamente de las otras especies. Si bien esta permuta contribuyó a la extinción de las tribus más rezagadas, propició un salto evolutivo a otras. Más tarde, cualquier música folclórica hallará en el intercambio, en el aporte y en la mixtura, las materias primas para su desarrollo.
Veamos esto. Si no fuera por el aporte de culturas como la hebrea, gitana y morisca, España no tendría el flamenco; si no hubieran existido los bardos de Escocia y Gran Bretaña - con sus rapsodas que acompañados de un laúd cantaban gestas de batallas – no hubieran tomado modelo los juglares y trovadores medievales ; si no fuera por el arribo de instrumentos europeos como la trompeta de pistones, contrabajo y otros, el jazz no tendría la riqueza tímbrica en sus orquestas; si no hubiera existido un ocurrente Piazzola que cometió ese “hermoso sacrilegio” de fusionar tango con jazz y música académica, nos imaginaríamos a Buenos Aires todavía con el farolito, las calles empedradas y el conventillo, y no a la Buenos Aires del Siglo XXI, vertiginosa, alocada, con sus colectivos, ruidos y neones. Y podemos seguir los ejemplos. Todos éstos que, a su vez, fueron influencia de otros también le deben aportes a alguien, pero ello nos llevaría a adentrarnos en una genealogía tan meticulosa como innecesaria.
En materia de música folclórica, abrirle paso a las influencias foráneas tampoco tiene que ver con una pretensión esnobista. Como planteábamos antes, se trata muchas veces de una necesidad. Los puristas y conservadores pueden dormir bien tranquilos, que la fusión y las influencias no le restarán legitimidad al folclore. Cualquier expresión en apariencia castiza puede convivir, sin problemas, con formas más agiornadas sin que ello demande necesariamente un juicio de valor ni jerarquización entre ambas.
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