UN DESCUIDO
DE MAMÁ
Asistir
por primera vez a la escuela es una experiencia imborrable, más aún, tratándose
de una Isla lejana, en el Archipiélago de Chiloé. Esto fue en los inicios del
siglo pasado, y eso no quiere decir que yo sea un viejo, ¡de ninguna manera!,
solamente los años han pasado por mi lado y ese espejo que mi mujer insistió
que le comprara, ¡seguro!, para observarse las arrugas y sufrir cada vez que se
mira; para mí es un vil mentiroso. Me siento joven y sano, aunque muchos me
discuten que solamente es mi espíritu el joven. ¡Total, para el caso da lo
mismo!, digo yo...
Siempre
he creído que fui producto de un descuido de mi mamá. Posiblemente en uno de
esos viajes al bosque en busca de leña, se encontró con ese “malandrín” del
Trauco, y de ahí salí yo. Después se casó con un viudo, que para mí, sin llegar
a ser mi padre, me respetó y fue un hombre bueno, porque me hizo sentir que ese
hogar era también el mío.
Cuando
nos correspondió ir a la escuela, nos mandaron en patota. Dijo mi mamá que era
para que nos cuidáramos mejor. La
Chabe, era quien seguía de mí y encabezaba el grupo, el
Samuel, el Octavio, el pequeño Rafita y yo, por supuesto. Aunque no tenía edad
para ir al colegio, mi mamá nos dijo que debíamos llevar al pequeño, porque en
la casa no la dejaría tranquila. Ella, además de trabajar dentro del hogar,
debía ayudar a su marido a trabajar la tierra.
El
camino a la escuela era largo, y los pies descalzos resentían la fría escarcha
que el tímido sol de la mañana apenas disimulaba. Pero a pesar de todos los
inconvenientes era bonito. El cielo azul y las nubes de algodón, daban vida al
paisaje verde de los sembrados de papas; los árboles que bordeaban el camino
parecían saludarnos al pasar. A menudo nos topábamos con algunos vecinos, a quienes
debíamos “dar los buenos días o las tardes” con mucha cortesía, porque según mi
mamá - aunque en casa ella y papá le cortaban “trajes” a más de alguno - los
chicos debíamos olvidar las conversaciones de los adultos y ser atentos con
cuanta persona nos cruzábamos en el camino. El comportarnos como niños amables
y educados, significó que muchas veces las vecinas nos regalaban alguna cosita,
para la colación del primer recreo: una churrasca, un milcao grande o un pan
amasado.
La
pequeña escuela estaba como a dos kilómetros de la casa. Entre los encuentros,
el mirar uno que otro pajarito, coger una piedra para tirarla, con efecto, en
la laguna - la piedra rebotaba varias veces en el agua - se nos iban unos
cuántos minutos, de tal modo que debíamos caminar más de media hora.
Cuando por fin divisábamos la escuela, nuestro
tranco se hacía más fácil. El local era
una construcción de madera forrada con tejuelas de alerce, igual que las
escamas de un gran pescado. El techo de dos aguas era igual, salvo por una
chimenea de la que salía una nube ploma que se divisaba a la distancia. Era la
estufa a leña, siempre encendida para temperar las habitaciones y calentar la
leche que nos daba la señorita Herminia apenas llegar. La vaca la habían donado
los vecinos y un empleado de la escuela la ordeñaba diariamente. Lo trágico era
cuando la vaca estaba preñada, ahí la ración de leche se cambiaba por alguna
agüita de hierba con azúcar o bien nos premiaban con té o café que alguien
había traído del Norte.
Cada
uno de nosotros teníamos una bolsa de útiles, dentro de ella: la tablilla o
pizarra pequeña con la tiza envuelta en papel, y el cuaderno con un lápiz
grafito que la noche anterior, la mamá le había sacado punta con una gillette
en desuso.
A
todos nos hacían la misma clase porque, no obstante tener años de diferencia
entre uno y otro, habíamos empezado
juntos nuestro viaje a la escuela.
Cuando
entré a la sala, por primera vez, me llamó la atención el descubrir que la
ventana estaba cubierta por algo transparente que se llamaba vidrio. En nuestra
casa las ventanas se cerraban con una persiana de madera, dejando los cuartos
totalmente a oscuras. Se iluminaba el interior con velas de cebo que encargaba
mamá al norte - decía que eran mejores –
Cuando entramos ese primer día de clases, me colé
por entre mis hermanos para elegir el lugar que más me agradara. Sin duda que
elegí el banco que quedaba al lado de la ventana.
No
tengo la menor duda que la contemplación de ese paisaje donde predominaba el
verde combinado con el azul del cielo, siempre surcado por nubes que corrían
apresuradas, o en días nublados o lluviosos, el paisaje era gris, totalmente
diferente, ambos me hacían soñar y más cuando la profesora nos daba una tarea
para hacerla en clase. Yo me apuraba bastante, para ocupar el tiempo sobrante,
en mirar por la ventana, e inventar sueños en los que estaba presente el anhelo
de convertirme alguien importante.
Y
así fue que los años pasaron, luego fui a completar mi educación secundaria a
Castro y más adelante a Puerto Montt, terminando en Valdivia mi carrera de
profesor Básico.
No
me cabe duda que de no existir esa ventana, mi vida habría sido diferente
porque mis caminos habrían sido otros.
1 comentario:
Pues Ascensión, será un cuento pero a mi me parece muy bonito y real.
Saludos, Trinidad.
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