El Tanque
Obanta queda lejos
de la ciudad. Cuando mis papás explican cómo llegar, es tan difícil, que tienen
que dibujarlo en un papel. Cuando los grandes olvidan comprar algo en la ciudad,
todos suspiran molestos, porque parece que nadie quiere hacer un viaje tan
largo otra vez. Y parece que siempre olvidan comprar lo que necesita el tanque.
Mi abuelo me
explicó que el agua que tomamos todos los días se saca de adentro de la tierra.
Una bomba sube el agua desde el fondo del pozo hacia el tanque. El tanque está muy
alto, se puede ver sobre una esquina del techo de la casa.
El tanque se
rebalsa cada vez que alguien olvida apagar la bomba de agua. Y siempre que pasa
esto los grandes hablan otra vez del problema en la mesa. Mi papá dice que el
defecto está en algo que flota. Mi abuelo dice que no, que es otra cosa la que
se atora cuando el agua sube mucho. Mi tío Fernando, que es otra parte la que
falla. Mi tío Marcelo, que todas esas cosas no sirven más y que hay que comprar
nuevas. Mi abuela, como amenazando con no servir la comida, dice que sin
importar como se llame eso que no funciona, alguien debe repararlo de una buena
vez.
Mis hermanos y yo
creemos que los grandes vuelven a hablar
de lo mismo, una y otra vez, porque sus charlas terminan siempre sin terminar. Por
eso, el tanque de Obanta hace muchos, muchos años que rebalsa si alguno se
olvida de apagar la bomba.
Cuando el agua cae
desde ese lugar del techo se forma una catarata helada. El agua está muy fría
porque el sol no llega hasta el fondo del pozo, como nos explicó mi abuelo. Con
mis hermanos aprovechamos para jugar. Nos divierte entrar y salir del chorro de
agua. Cuando pasamos justo debajo de la catarata hacemos caras y gritamos cosas
que los demás no pueden entender. Jugamos al “tío Marcelo”.
Mi tío Marcelo
tenía 10 años cuando pasó.
Hace mucho,
mucho tiempo, ese chorro de agua le
salvo la vida.
Nos cuenta que un medio
día, cada quien estaba en sus cosas: su mamá, ayudando con la mesa; mi abuela,
terminando de cocinar; mi abuelo, cortando yuyos del patio de las naranjas; mi
papá, arreglando una carretilla y mi mamá estaba dando la teta a mi hermano
Sebastián.
De pronto, tres camiones entraron por la avenida
atropellando las hortensias y levantando una nube de tierra. Eran muchos carros
de asalto llenos de milicos de mier… Se calla porque se acuerda que mamá no quiere malas
palabras. No nos dejan decir milico. Tampoco podemos decir mierda. Mi tío
respira hondo y sigue con la voz un poco más tranquila. Pasa que la voz se le
pone nerviosa cada vez que habla de los milicos.
Frenaron sobre el cantero de violetas, saltaron apurados
desde los camiones y entraron corriendo a la casa. Todos tuvieron que dejar de
hacer lo que estaban haciendo. Nos encañonaron contra la pared de atrás. Mi tío Marcelo nos explicó que
encañonar no significa apuntar con un cañón, pero un poco sí.
Nos apuntaban con las armas, como si estuvieran listos a
disparar. Mi
tío hace tantas formas en el aire con sus manos que podemos imaginarnos donde
estaban todos. Tu mamá estaba allá… Tu papá aquí… Tu abuela… Y yo, justo parado
en esa esquina debajo del tanque.
Dice que los
milicos preguntaban todo gritando y que él no entendía casi nada de lo que
decían, sólo que iba a terminar rápido.
Una vez le
preguntamos qué era lo que iba a terminar rápido. No nos respondió. Se quedó
callado un rato largo, con los ojos tristes. Parece que él tampoco sabe la
respuesta.
Mi tío Marcelo
cuenta que temblaba de miedo. Agarrado muy fuerte de la mano de mi abuelo le
preguntó en voz muy bajita ¿Éstos señores
nos quieren matar? En ese momento un milico vio sus movimientos, lo apuntó
directo a la cara y gritó algo. A mi tío del susto se le anudó la voz en la
garganta, soltó la mano de mi abuelo, quedó firme, pegado a la pared y sin
poder contenerse comenzó a llorar. Su mamá pidió tenerlo cerca pero no la
dejaron. El milico, gritando, le apoyó el arma en la frente a mi tío Marcelo ¡Los machitos no lloran! ¿Sos mariquita? O ¿Sos
machito, vos?
En ese momento
comenzó a caerle encima un gran chorro helado, que lo hizo soltar un gran suspiro
de frío. El milico se alejó para no mojarse, burlándose.
El tanque rebalsó
porque nadie pudo apagar la bomba.
Mi tío debajo del
chorro de agua, tiritando, pudo llorar con todas las ganas y mearse del miedo,
sin que el milico se diera cuenta.
Por eso, ese
chorro le salvó la vida.
Cuando el tanque
de Obanta rebalsa, jugamos al “tío Marcelo”. Entramos y salimos del chorro, gritando palabras que sólo nosotros
entendemos. Debajo del chorro de agua, la voz nos suena rara: “¡Milico de mierda!” “¡Si, estoy llorando,
milico boludo!” ¡Nos morimos de risa! Los grandes no pueden entender lo que
hablamos y no pueden enojarse. Ellos nos castigan si decimos malas palabras,
por eso, las decimos debajo de ese chorro, que siempre nos salva.
Del libro Patios de Obanta
3 comentarios:
Gran cuento.
Gran escritora
Sensibilidad total . Hermosa escritora.
Sublime experiencia!!
Gracias miles x tu arte!!
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