POSTAL
Todas las tardes una bandada de palomas revolotea en círculos. Todos los días, siempre igual. Cuento unas diez. Tal vez sean dos o tres más. No lo sé. Sus siluetas se recortan nítidas, igual que pegatinas negras puestas a contraluz del cielo puro; tan celeste hoy. Las alas abiertas, inmóviles, extendidas con generosidad, como si quisieran calcular la medida del espacio aéreo que ocupan. La tarde es un agobio. Las paredes hierven, los gatos se derriten desparramados a la sombra de los árboles. Las chicharras aturden al unísono desde la espesura verde alrededor. Y de pronto callan. El silencio se hace enorme.
Giran las palomas. Lento.
Dan vueltas y vueltas en el mismo lugar.
Tan lento.
Con el letargo de un rito ancestral. Parecen buitres.
Solo el movimiento de los pájaros aleteando el aire quiebra la quietud de esta tarde. Serena como una postal. El sol se desborda en el horizonte naranja. Rojo. Con los ojos cerrados es simple imaginar África.
Una postal de África. Uno puede sentir el aleteo de los buitres que sobrevuelan allá arriba por una presa moribunda. Se deleitan. El movimiento de sus alas desplegadas deja surcos en el aire denso de esta tarde. Huelen la presa. Quizás un antílope. Una cebra. La ves ahí. Una cebra joven. El paisaje alrededor es un páramo salvaje. Hay un claro, ahí, donde la cebra yace. Está malherida. Uno se acerca al animal. Despacio. Las moscas incesantes la arremeten. El hedor es brutal. La mirada de la cebra es de tal belleza. En el silencio vasto se oye cómo resopla; cómo hace el esfuerzo de respirar sus últimos aires. El lomo sube y baja con espasmos violentos, desacompasados. Sube y baja; hace espacio en su pecho para que el aire no la abandone. No sabe qué le cuesta más: si soportar el dolor, si estar atenta a los buitres que en minutos desgarrarán su vientre abierto. Si pudiera moverse un poco para espantar la horda de moscas. Pero no puede. Los pulmones deciden por ella. Respira. Huele el hedor de su propia sangre secándose al sol. Los ojos desorbitados se abren un poco más. Los buitres, tan cerca. Unas horas antes la cebra galopaba con otras cebras hacia la salida de un nuevo sol. Galopaba en grupo, formando la coreografía polvorienta con sus iguales; sus hermanas. Y un instante confuso, turbulento: rápido, un momento sin medida, ni comienzo ni final, las fauces de una leona, o dos, o quizás mil, se cerraron sobre sus patas. Una dentellada y otra, y el dolor del infierno y otra vez los dientes, la sangre eclosionando, extendiéndose derramada sobre la hierba como una alfombra infinita, imparable, caliente como lava, brillante, roja como la tarde que se acaba. Gruñidos, zarpazos. Mordidas. Confusión. La mente nublada. Su cuerpo derribado. Y la pequeña cebra que no atinaba a entender. Qué era ese suplicio interminable, polvoriento, esas sacudidas que la hundían, la dividían en pedazos y la arrastraban hasta dejarla un paso antes de la nada. Qué era eso que sentía. Qué era. Ya no había hermanas cebras, solo una manada que se alejaba, un manojo bicolor, anónimo. Algo tan remoto. Una polvareda como de tornado en la sabana eterna. Después, silencio. Y después la inmensidad. El pastizal amarillento infinito. El sol rodando por el cielo ancho.
La mece el silencio. Algún graznido que sus ojos buscan en vano identificar, lejos. La sangre escurrida, un mazacote pastoso, algo de lo que ha dejado la devastación felina.
Tiene la idea del agua del pantano. Ah, qué bien le vendría hundirse en el agua fresca ahora. Quedarse sumergida. Quieta. Todavía tiene la sensación de haberse sumergido en ese líquido. Le vendría bien eso. Su garganta replica la mecánica de la deglución. Siente dolor; algo adentro que no tiene ningún nombre. La recorre un escalofrío. Se desvanece.
Cuando despierta, el cielo es una crema de naranjas y rosados. Ya no siente ni dolor ni lo que fue su cuerpo. Ni lo que de él queda. Solo ve. Mira el horizonte alterado, los árboles otra vez reverdecidos, la sombra, cada vez más cercana del vuelo redondo de los pájaros. El aleteo. Son muchos pájaros. Lento. Flap. Flap flap. Si pudiera, comenzaría a contarlos.
La tarde encendida se escurre en la sabana. Las sanguíneas copas de los árboles, doradas, rojizas; entintadas por un sol pulido que se inserta en el horizonte, como un cospel.
El sonido de los pájaros quiebra lo callado del día. Sereno como una postal.
Los gatos se desperezan. En las sombras se escurren patas. Algo se arrastra. Algo es arrastrado. La bandada de palomas rompe el silencio, estira su graznido sobre el horizonte. Se aleja. Se esfuma. Había una cebra más en el mundo esta mañana. Una franja azul oscuro avanza en el cielo devorando las últimas claridades de la tarde. Avanza. Lo cubre. Ya no hay palomas.
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