miércoles, 21 de octubre de 2015

Nilo Gastón Fernández Montini-San Salvador de Jujuy, Argentina/Octubre de 2015



FAUCES PÉTREAS


Quienquiera que haya caminado por las calles de Ciudad de Nieva, de seguro se habrá topado alguna vez con una casa bastante extraña, sobre cuyo portón pareciera haber una manchón en forma de dedos discurridos, y cuya ventana se mantiene siempre abierta, incluso durante las noches.
Hacía más de un año desde mi llegada a Jujuy, y lo cierto es que jamás había prestado especial atención al inmueble en cuestión. Había pasado muchas veces junto él, cierto, pero jamás había reparado en sus inusuales características. No fue sino hasta que me dijeron que allí vivía una bruja, que comencé a fijarme en él con creciente interés. Y la verdad es que la casa da miedo, o al menos genera en el espectador cierta inquietud. Esa ventana, siempre abierta, permite vislumbrar el interior de una estancia prácticamente vacía, ocupada solamente por una modesta estantería, en la cual yacen algunos libros viejos. Y de noche, cuando la habitación se torna completamente oscura, de su interior suelen manar murmullos ininteligibles.
La identidad de la supuesta bruja fue para mí un gran misterio durante varios meses. Pasé incontables tardes contemplando la extraña residencia, esperando a que alguien entrara o saliera, o que al menos se aproximara a ella con cierto interés. Pero esto nunca sucedía. No fue sino mucho tiempo después, durante una tarde en la que me encontraba disfrutando de una bebida en uno de los bancos de la plaza, que pude ver a una señora, de aspecto humilde y sarmentoso, aproximarse al descuidado inmueble. Una mujer mayor, de unos sesenta años, que poseía una anatomía ciertamente anormal: una cabeza desproporcionada, demasiado grande para un cuerpo tan pequeño y enjuto, y una boca desagradablemente prominente, que me recordaba a las facciones de cierto personaje ficticio, reconocido por su notable aborrecimiento hacia la navidad.
La mujer echó una mirada a su alrededor antes de decidirse a entrar a la casa. Al cabo, satisfecha con sus observaciones, cualesquiera que éstas hayan sido, empujó el portón de hierro e ingresó, perdiéndose por entre las oquedades de la infame edificación.
De más está decir que aquella noche no pude pegar un ojo. Desde la ventana de mi cuarto podía divisar con claridad la residencia de la sospechosa mujer. Ahora que por fin había podido ubicarla, no iba a dejarla ir tan fácilmente. Tenía planeado seguirla en cuanto saliera. Se me antojaba descubrir qué oscuros caminos recorrería, qué nefastos lugares visitaría durante sus días de ausencia, y quizá conocer a alguna de sus insidiosas amistades. Porque, si de verdad era una bruja, entonces de seguro mantendría contacto con personas interesadas en las artes oscuras. Ya me imaginaba persiguiéndola sigilosamente por tétricos cementerios, casonas abandonadas, siguiendo su rastro a través de oscuros bosques, ladeando pantanos sofocantes y hediondos.
Por fortuna, la mujer salió de su casa esa misma noche. La persecución me condujo a través de las callejuelas de Ciudad de Nieva. Aquella señora parecía no seguir ningún rumbo en especial, simplemente se detenía de vez en cuando en alguna casa, con la intención de mendigar. Pero lejos estaba yo de sentir pena por ella; sabía muy bien que el ascetismo constituye un requisito esencial para conseguir elevados niveles de introspección. Por lo tanto, era muy probable que aquella mujer fuera pobre por propia elección; porque sólo renunciado a los placeres cotidianos, carnales y materiales, puede uno volverse hacia adentro, encontrar el sendero hacia el alma, volviéndose de cara a la divinidad, para contemplarla aunque sea por unos breves segundos. Si de verdad era una bruja, debía de ser una muy poderosa, avezada ejecutora de las artes oscuras.
Me era difícil seguirle el rastro. La mujer caminaba demasiado rápido, sobre todo para alguien de su edad, y de algún modo siempre lograba mantenerse al amparo de las sombras. En más de una ocasión desapareció repentinamente de mi vista, reapareciendo varios metros más adelante. No sé bien cómo explicarlo, pero era como si se desvaneciera tras los árboles, para luego reaparecer junto a otros, como si los árboles encerraran en torno a sí portales desconocidos para la gente común, para quienes no estaban iniciados en los esotéricos misterios.
La bruja —pues ya no me quedaban dudas de que lo era—, luego de haber recibido limosnas de diversos vecinos, prosiguió su marcha por calle Coronel Arias, en dirección a la placita que antecede a las escaleras que conducen a calle Belgrano. Se detuvo entonces, en la plaza, al costado del camino de piedra. Allí sola, en medio de la noche, con ese vestido blanquecino y raído que resplandecía bajo la luz de la luna, parecía una verdadera aparición. Pero no estuvo quieta mucho tiempo. De pronto alzó los brazos hacia el cielo, y pronunció ciertas palabras que me fueron incomprensibles. Luego avanzó hacia la terraza de piedra que pone fin a la plaza, y señaló los primeros peldaños de la escalera que conduce hacia la zona céntrica. A partir de entonces me invadió un miedo sobrecogedor, así que decidí terminar con mi persecución, al menos por esa noche. No quería arriesgarme a ser descubierto.
A la mañana siguiente, me llamó la atención un terrible acontecimiento mencionado en los medios informativos locales: la muerte a puñaladas de un joven escolar, aparentemente víctima de un robo, pues lo habían encontrado con los bolsillos de los pantalones vueltos hacia afuera. Al margen del escabroso hecho en sí mismo, cuya detallada descripción hecha por ciertos medios amarillistas bastó para que me sudaran las manos, lo que más me alarmó fue el sitio en el cual se había producido el terrible delito: las escaleras que daban a calle Belgrano, exactamente en el lugar que la bruja había señalado la noche anterior. Además, la espantosa muerte se veía agravada por un hecho que escandalizó aún más a nuestra sociedad, y es que el cuerpo del adolescente había desaparecido de la morgue.
De más está decir que la tétrica coincidencia despertó en mí un pavor hasta entonces insospechado. ¿Acaso podía la bruja haber predicho el asesinato?, o lo que era peor, ¿podía haber coadyuvado a que se produjera? Para descubrir la certitud de cualquiera de éstas hipótesis, no me quedaba más remedio que continuar investigando.
Para mi sorpresa, durante la siguiente noche también pude ver a la señora abandonar sus lúgubres aposentos. Realmente fue una sorpresa, porque, a decir verdad, nunca esperé tener la suerte de poder observarla durante dos noches seguidas. Ella tenía fama de desaparecer durante días, incluso semanas, y nunca nadie era capaz de informar acerca de su paradero.
Mi nuevo acecho terminó siendo mucho más breve que el anterior. La mujer había salido de su casa cargando una bolsa que, a pesar de parecer muy pesada, era manipulada por ella con suma facilidad. La cargaba por sobre su hombro, al tiempo que vagabundeaba sin sentido por las calles aledañas a la plaza. Más tarde, una vez que se hubo cerciorado de que no quedasen moros en la costa, arremetió, a paso presuroso, en dirección a la estatua de los leones, sita ésta en una de las esquinas de la plaza.
Me hubiera gustado haber visto más de cerca lo que ella hacía ahí sola, en medio de la noche, frente a la histórica estatua. Pero me encontraba en una posición desventajosa, oculto tras un árbol, a varios metros de distancia. Si yo hubiese sabido, desde un principio, que ella iba a interactuar del algún modo con la estatua, entonces no hubiese salido de mi casa en primer lugar, porque desde mi habitación hubiese podido observar la situación desde un ángulo más favorable, y a menor distancia. De todas formas, pude ver como ella manipulaba la bolsa, extrayendo algo de su interior para aplicarlo luego, al parecer, sobre el animalesco monumento. Al cabo, al emprender la bruja el camino de regreso a casa, lo hacía cargando sobre su hombro una bolsa que ahora había reducido considerablemente su tamaño.
Pasó una semana entera antes de que pudiese verla nuevamente. Apareció una tarde por las calles de Ciudad de Nieva, con las mismas ropas raídas, el semblante serio, sin reparar en ninguna de las personas que la escrutaban con desconfianza y repulsión, y se refugió en su casa hasta que asomaron las primeras estrellas. Entonces, una vez que hubo llegado la medianoche, salió al mundo.
Esta vez no se detuvo en ninguna casa. Avanzó sin prisa por la plaza, hasta llegar a calle Libertad, desde donde prosiguió su marcha en dirección a la zona céntrica. Pero en la bajada, antes de llegar a calle Independencia, torció hacia la derecha, hacia un pequeño parquecito público, en donde yace una descuidada fuente. Y allí, como lo hiciera aquella noche en la cual yo la persiguiera por primera vez, elevó su mirada hacia el cosmos, y, tras pronunciar ciertas frases que yo jamás podría reproducir, inició su fantasmal bailoteo bajo la luz de la luna. Al cabo de un rato, al finalizar aquella convulsiva danza, señaló de repente hacia la fuente de agua. Y a partir de ese momento, tal cual me sucediera aquella noche en la cual yo la observara por primera vez, arremetió en mi contra una oleada de miedo, erosionando todo cuanto me quedaba de valiente, ante lo cual me alejé de aquella escena a paso veloz y silencioso.
A la mañana siguiente, el pavor me invadió de nuevo al consultar los medios informativos locales, porque se comentaba que una mujer había sido violada y asesinada durante altas horas de la noche, junto a una fuente ubicada en un pequeño jardín público, al costado de calle Libertad. Y su familia, desesperada, clamaba por justicia, no sólo por su muerte, sino porque su cuerpo también había desaparecido de la morgue,
Aquél día no pude ir al trabajo; me aquejaban pensamientos grotescos y sanguinarios. Durante toda la tarde estuve pensando en las  terribles coincidencias con las que me había topado, y me dispuse, con tal de echar un poco de luz sobre tan sombrío asunto, descubrir qué era lo que tramaba aquella mujer. Supuse, pues había detectado cierto patrón en su proceder, que durante la noche la vería aproximarse a la estatua de Los Leones, con su bolsa a cuestas.
Y así fue como sucedió. Desde mi ventana, equipado con un modesto binocular, de esos que se consiguen en las jugueterías, pude observar el bizarro acontecimiento. Ahí llegaba ella, cargando sobre su hombro una enorme bolsa, que parecía demasiado pesada como para que cualquier persona —y sobre todo ella— pudiera manipularla con facilidad. Así pues, la bruja colocó la bolsa junto a la estatua, y pude notar que los pastos se agitaban en torno a ella, que el cielo nocturno se nublaba de repente, que las luces de los faroles menguaban, y que las calles quedaban todas desiertas y silenciosas.
Se oyó entonces un ronroneo prolongado, como el de un felino al despertar de su letargo. Y el horror que presencié en ese momento hizo que se me doblaran las rodillas, porque del interior de aquella bolsa la mujer comenzó a extraer restos humanos: primero un pie, luego una mano, luego lo que parecía ser un brazo. Y de pronto se oyó un gruñido profundo, seguido por un ruido como de huesos crujiendo.
Al cabo, una vez que hubo vaciado el contenido de la bolsa, la mujer cargó la misma por sobre su hombro derecho, y emprendió su marcha de regreso a casa. No obstante, se detuvo un momento, sólo para volver su mirada hacia mi ventana. Y aunque yo estaba seguro de que no podía verme, pues me encontraba oculto tras las cortinas, observando a través de una ínfima rendija, de todos modos la bruja alzó un dedo huesudo y tembloroso, señalándome, al tiempo que esbozaba una sonrisa plagada de amarronados y chuecos dientes.
Desde entonces, desde aquella horrorosa noche, me aqueja un miedo terrible y espantoso, que ha afectado tanto mi salud como mi cordura. Porque, por desgracia, yo había tardado demasiado en comprender que aquella bruja podía señalar la muerte. Y me pregunto, entonces, con el corazón estrujado, cuanto faltará para que mi nombre aparezca en los medios informativos locales, cuanto faltará para que mi cuerpo desaparezca misteriosamente de la morgue.
Y mientras espero el fatídico día de mi partida, a mi inestabilidad mental contribuyen aquellos horrendos y pétreos felinos de la plaza, a quienes creo haber visto en más de una ocasión, por el rabillo del ojo, relamerse cuando paso cerca de ellos.

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