FAUCES PÉTREAS
Quienquiera que
haya caminado por las calles de Ciudad de Nieva, de seguro se habrá topado
alguna vez con una casa bastante extraña, sobre cuyo portón pareciera haber una
manchón en forma de dedos discurridos, y cuya ventana se mantiene siempre
abierta, incluso durante las noches.
Hacía más de un año desde mi llegada a Jujuy, y lo cierto es que jamás
había prestado especial atención al inmueble en cuestión. Había pasado muchas
veces junto él, cierto, pero jamás había reparado en sus inusuales
características. No fue sino hasta que me dijeron que allí vivía una bruja, que
comencé a fijarme en él con creciente interés. Y la verdad es que la casa da
miedo, o al menos genera en el espectador cierta inquietud. Esa ventana,
siempre abierta, permite vislumbrar el interior de una estancia prácticamente
vacía, ocupada solamente por una modesta estantería, en la cual yacen algunos
libros viejos. Y de noche, cuando la habitación se torna completamente oscura,
de su interior suelen manar murmullos ininteligibles.
La identidad de la supuesta bruja fue para mí un gran misterio durante
varios meses. Pasé incontables tardes contemplando la extraña residencia,
esperando a que alguien entrara o saliera, o que al menos se aproximara a ella
con cierto interés. Pero esto nunca sucedía. No fue sino mucho tiempo después,
durante una tarde en la que me encontraba disfrutando de una bebida en uno de
los bancos de la plaza, que pude ver a una señora, de aspecto humilde y
sarmentoso, aproximarse al descuidado inmueble. Una mujer mayor, de unos
sesenta años, que poseía una anatomía ciertamente anormal: una cabeza
desproporcionada, demasiado grande para un cuerpo tan pequeño y enjuto, y una
boca desagradablemente prominente, que me recordaba a las facciones de cierto
personaje ficticio, reconocido por su notable aborrecimiento hacia la navidad.
La mujer echó una mirada a su alrededor antes de decidirse a entrar a la
casa. Al cabo, satisfecha con sus observaciones, cualesquiera que éstas hayan
sido, empujó el portón de hierro e ingresó, perdiéndose por entre las oquedades
de la infame edificación.
De más está decir que aquella noche no pude pegar un ojo. Desde la
ventana de mi cuarto podía divisar con claridad la residencia de la sospechosa
mujer. Ahora que por fin había podido ubicarla, no iba a dejarla ir tan
fácilmente. Tenía planeado seguirla en cuanto saliera. Se me antojaba descubrir
qué oscuros caminos recorrería, qué nefastos lugares visitaría durante sus días
de ausencia, y quizá conocer a alguna de sus insidiosas amistades. Porque, si
de verdad era una bruja, entonces de seguro mantendría contacto con personas
interesadas en las artes oscuras. Ya me imaginaba persiguiéndola sigilosamente
por tétricos cementerios, casonas abandonadas, siguiendo su rastro a través de
oscuros bosques, ladeando pantanos sofocantes y hediondos.
Por fortuna, la mujer salió de su casa esa misma noche. La persecución
me condujo a través de las callejuelas de Ciudad de Nieva. Aquella señora
parecía no seguir ningún rumbo en especial, simplemente se detenía de vez en
cuando en alguna casa, con la intención de mendigar. Pero lejos estaba yo de
sentir pena por ella; sabía muy bien que el ascetismo constituye un requisito
esencial para conseguir elevados niveles de introspección. Por lo tanto, era
muy probable que aquella mujer fuera pobre por propia elección; porque sólo
renunciado a los placeres cotidianos, carnales y materiales, puede uno volverse
hacia adentro, encontrar el sendero hacia el alma, volviéndose de cara a la
divinidad, para contemplarla aunque sea por unos breves segundos. Si de verdad
era una bruja, debía de ser una muy poderosa, avezada ejecutora de las artes
oscuras.
Me era difícil seguirle el rastro. La mujer caminaba demasiado rápido,
sobre todo para alguien de su edad, y de algún modo siempre lograba mantenerse
al amparo de las sombras. En más de una ocasión desapareció repentinamente de
mi vista, reapareciendo varios metros más adelante. No sé bien cómo explicarlo,
pero era como si se desvaneciera tras los árboles, para luego reaparecer junto
a otros, como si los árboles encerraran en torno a sí portales desconocidos
para la gente común, para quienes no estaban iniciados en los esotéricos
misterios.
La bruja —pues ya no me quedaban dudas de que lo era—, luego de haber
recibido limosnas de diversos vecinos, prosiguió su marcha por calle Coronel
Arias, en dirección a la placita que antecede a las escaleras que conducen a
calle Belgrano. Se detuvo entonces, en la plaza, al costado del camino de
piedra. Allí sola, en medio de la noche, con ese vestido blanquecino y raído
que resplandecía bajo la luz de la luna, parecía una verdadera aparición. Pero
no estuvo quieta mucho tiempo. De pronto alzó los brazos hacia el cielo, y pronunció
ciertas palabras que me fueron incomprensibles. Luego avanzó hacia la terraza
de piedra que pone fin a la plaza, y señaló los primeros peldaños de la
escalera que conduce hacia la zona céntrica. A partir de entonces me invadió un
miedo sobrecogedor, así que decidí terminar con mi persecución, al menos por
esa noche. No quería arriesgarme a ser descubierto.
A la mañana siguiente, me llamó la atención un terrible acontecimiento
mencionado en los medios informativos locales: la muerte a puñaladas de un joven
escolar, aparentemente víctima de un robo, pues lo habían encontrado con los
bolsillos de los pantalones vueltos hacia afuera. Al margen del escabroso hecho
en sí mismo, cuya detallada descripción hecha por ciertos medios amarillistas
bastó para que me sudaran las manos, lo que más me alarmó fue el sitio en el
cual se había producido el terrible delito: las escaleras que daban a calle
Belgrano, exactamente en el lugar que la bruja había señalado la noche
anterior. Además, la espantosa muerte se veía agravada por un hecho que
escandalizó aún más a nuestra sociedad, y es que el cuerpo del adolescente
había desaparecido de la morgue.
De más está decir que la tétrica coincidencia despertó en mí un pavor
hasta entonces insospechado. ¿Acaso podía la bruja haber predicho el
asesinato?, o lo que era peor, ¿podía haber coadyuvado a que se produjera? Para
descubrir la certitud de cualquiera de éstas hipótesis, no me quedaba más
remedio que continuar investigando.
Para mi sorpresa, durante la siguiente noche también pude ver a la
señora abandonar sus lúgubres aposentos. Realmente fue una sorpresa, porque, a
decir verdad, nunca esperé tener la suerte de poder observarla durante dos
noches seguidas. Ella tenía fama de desaparecer durante días, incluso semanas,
y nunca nadie era capaz de informar acerca de su paradero.
Mi nuevo acecho terminó siendo mucho más breve que el anterior. La mujer
había salido de su casa cargando una bolsa que, a pesar de parecer muy pesada,
era manipulada por ella con suma facilidad. La cargaba por sobre su hombro, al
tiempo que vagabundeaba sin sentido por las calles aledañas a la plaza. Más
tarde, una vez que se hubo cerciorado de que no quedasen moros en la costa,
arremetió, a paso presuroso, en dirección a la estatua de los leones, sita ésta
en una de las esquinas de la plaza.
Me hubiera gustado haber visto más de cerca lo que ella hacía ahí sola,
en medio de la noche, frente a la histórica estatua. Pero me encontraba en una
posición desventajosa, oculto tras un árbol, a varios metros de distancia. Si
yo hubiese sabido, desde un principio, que ella iba a interactuar del algún
modo con la estatua, entonces no hubiese salido de mi casa en primer lugar,
porque desde mi habitación hubiese podido observar la situación desde un ángulo
más favorable, y a menor distancia. De todas formas, pude ver como ella
manipulaba la bolsa, extrayendo algo de su interior para aplicarlo luego, al
parecer, sobre el animalesco monumento. Al cabo, al emprender la bruja el
camino de regreso a casa, lo hacía cargando sobre su hombro una bolsa que ahora
había reducido considerablemente su tamaño.
Pasó una semana entera antes de que pudiese verla nuevamente. Apareció
una tarde por las calles de Ciudad de Nieva, con las mismas ropas raídas, el
semblante serio, sin reparar en ninguna de las personas que la escrutaban con
desconfianza y repulsión, y se refugió en su casa hasta que asomaron las
primeras estrellas. Entonces, una vez que hubo llegado la medianoche, salió al
mundo.
Esta vez no se detuvo en ninguna casa. Avanzó sin prisa por la plaza,
hasta llegar a calle Libertad, desde donde prosiguió su marcha en dirección a
la zona céntrica. Pero en la bajada, antes de llegar a calle Independencia,
torció hacia la derecha, hacia un pequeño parquecito público, en donde yace una
descuidada fuente. Y allí, como lo hiciera aquella noche en la cual yo la
persiguiera por primera vez, elevó su mirada hacia el cosmos, y, tras
pronunciar ciertas frases que yo jamás podría reproducir, inició su fantasmal
bailoteo bajo la luz de la luna. Al cabo de un rato, al finalizar aquella
convulsiva danza, señaló de repente hacia la fuente de agua. Y a partir de ese
momento, tal cual me sucediera aquella noche en la cual yo la observara por
primera vez, arremetió en mi contra una oleada de miedo, erosionando todo
cuanto me quedaba de valiente, ante lo cual me alejé de aquella escena a paso
veloz y silencioso.
A la mañana siguiente, el pavor me invadió de nuevo al consultar los
medios informativos locales, porque se comentaba que una mujer había sido violada
y asesinada durante altas horas de la noche, junto a una fuente ubicada en un
pequeño jardín público, al costado de calle Libertad. Y su familia,
desesperada, clamaba por justicia, no sólo por su muerte, sino porque su cuerpo
también había desaparecido de la morgue,
Aquél día no pude ir al trabajo; me aquejaban pensamientos grotescos y
sanguinarios. Durante toda la tarde estuve pensando en las terribles coincidencias con las que me había
topado, y me dispuse, con tal de echar un poco de luz sobre tan sombrío asunto,
descubrir qué era lo que tramaba aquella mujer. Supuse, pues había detectado
cierto patrón en su proceder, que durante la noche la vería aproximarse a la
estatua de Los Leones, con su bolsa a cuestas.
Y así fue como sucedió. Desde mi ventana, equipado con un modesto
binocular, de esos que se consiguen en las jugueterías, pude observar el
bizarro acontecimiento. Ahí llegaba ella, cargando sobre su hombro una enorme
bolsa, que parecía demasiado pesada como para que cualquier persona —y sobre
todo ella— pudiera manipularla con facilidad. Así pues, la bruja colocó la
bolsa junto a la estatua, y pude notar que los pastos se agitaban en torno a
ella, que el cielo nocturno se nublaba de repente, que las luces de los faroles
menguaban, y que las calles quedaban todas desiertas y silenciosas.
Se oyó entonces un ronroneo prolongado, como el de un felino al
despertar de su letargo. Y el horror que presencié en ese momento hizo que se
me doblaran las rodillas, porque del interior de aquella bolsa la mujer comenzó
a extraer restos humanos: primero un pie, luego una mano, luego lo que parecía
ser un brazo. Y de pronto se oyó un gruñido profundo, seguido por un ruido como
de huesos crujiendo.
Al cabo, una vez que hubo vaciado el contenido de la bolsa, la mujer
cargó la misma por sobre su hombro derecho, y emprendió su marcha de regreso a
casa. No obstante, se detuvo un momento, sólo para volver su mirada hacia mi
ventana. Y aunque yo estaba seguro de que no podía verme, pues me encontraba
oculto tras las cortinas, observando a través de una ínfima rendija, de todos
modos la bruja alzó un dedo huesudo y tembloroso, señalándome, al tiempo que
esbozaba una sonrisa plagada de amarronados y chuecos dientes.
Desde entonces, desde aquella horrorosa noche, me aqueja un miedo
terrible y espantoso, que ha afectado tanto mi salud como mi cordura. Porque,
por desgracia, yo había tardado demasiado en comprender que aquella bruja podía
señalar la muerte. Y me pregunto, entonces, con el corazón estrujado, cuanto
faltará para que mi nombre aparezca en los medios informativos locales, cuanto
faltará para que mi cuerpo desaparezca misteriosamente de la morgue.
Y mientras espero el fatídico día de mi partida, a mi inestabilidad
mental contribuyen aquellos horrendos y pétreos felinos de la plaza, a quienes
creo haber visto en más de una ocasión, por el rabillo del ojo, relamerse
cuando paso cerca de ellos.
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