ACÁ, ALLÁ…
Caminaba lento, arrastrando los
pies por los pasillos. Afuera hacía frio. Tenía que hacer tiempo y aprovechar
la calefacción del museo
. Miraba distraídamente las
pinturas pensando en otra cosa: En el próximo examen (farmacología, bastante
difícil), en la familia (la de acá y la de allá), en el frio que entraba por
las rendijas de la pieza y calaba los huesos, en los mocasines con plantillas
de cartón sobre la media suela agujereada, en las hojas de diario debajo de la
ropa.
De pronto se detuvo, como
hipnotizado. Aquella tela parecía tener poderes magnéticos. Le resultaba
imposible dejar de mirarla. Pinceladas amarillas y anaranjadas denotaban cierta
iluminación en un ambiente más bien sombrío, de predominantes verdes oscuros.
—Waranqasach’a— dijo sin
reconocer su propia voz.
Y en un momento estuvo del otro
lado, rodeado de bosque. No podía ver claramente hacia la galería. Sombras
difusas observaban pero sin reparar en él, las miradas lo atravesaban sin
percibirlo.
Dio la espalda al enmarcado y apuntó
hacia el horizonte. Allá, a lo lejos, una enorme mancha inmensa de oro con
oleaje, como un mar. Se acercó, eran maizales.
—Chuxllu— dijo, sin entenderse.
Miró hacia aquí y hacia allá. Una
choza de piedra, una mujer apaleando un mortero. Dos pequeños cuchichiando en
la misma lengua que hablara su abuelo, descendiente directo de nobles incas,
esmerado guardián de las tradiciones de su pueblo, empobrecido hasta la
indigencia, sobreviviendo en las calles de La Paz.
Las antiguas historias que
contaba el awkillu parecían revivir en las escenas que iba encontrando.
El viejo, luego de cada relato
insistía:
—Escucha, escucha, esto es lo que
ha pasado, debe sobrevivir al tiempo, tienes que repetirlo a tus hijos y ellos
a sus hijos.
Algunas casas se esparcían desordenadas
por el amplio valle,
—Wasi-yki-kuna— exclamó, como si
hubiera hablado otra boca.
Al fondo se recortaba, majestuosa
en el horizonte, una ciudad imperial.
— ¡Cuzco!— casi gritó, sin saber
de dónde salió esa palabra. Caminó por un cementerio sagrado. Las guacas
miraban al vacío con su unánime gesto acusador.
Anduvo entre las gentes,
invisible a su pesar, dando grandes pasos, cruzando los bosques, los desiertos.
Así llegó a la playa. Algunos barcos acababan de anclar. Hombres de piel blanca
y cabellos rubios como los maizales,
transitaban la ladera calzados de peto y casco, en fila india y se
sumergían verticales en la bruma densa que era la respiración de la selva
montañosa.
Surcó el aire una flecha, dos,
miles. Cayeron armaduras plateadas. Se oyeron explosiones de fuego.
Saltaron tripas, brazos; reventaron
cráneos salpicando sesos.
Subió una hoja afilada, bajó
cortante. Caían orejas, narices, pechos de mujer, cuerpos mutilados de niños.
Una espada golpeó. Sonaron cañones.
Se abrió la tierra tragando
millones de almas que quedaron encerradas para siempre en un infierno de roca
viva; de roca plateada, de roca dorada. Y el polvo sofocante y el olor
pestilente y los huesos. Y montañas de oro y plata, y montañas de cadáveres y
calles empedradas con lingotes y calles regadas con manantiales de sangre y
largas filas de empalados interrumpiendo el verde paisaje.
Hordas de bravos a lanza y
boleadora saltando en pedazos al son de las explosiones. Hambre, sed, muerte,
olvido, destierro, derrota, esclavitud…, desprecio, desprecio, desprecio.
Selva destrozada, animales
muertos, muebles lujosos, atuendos de pieles. Jaulas ridículas llenas de seres
salvajes, jaulas rodeadas de seres salvajes.
Y el recuerdo: La niñez miserable
en Potosí, la casucha de madera y paja. La felicidad con muy poco (una pata
seca de gallina, una pelota de trapos viejos envueltos en una media, correrías
por las calles polvorientas). Los atardeceres, las historias del awilu
describiendo una época grandiosa de paz y abundancia, de antes que llegaran.
La mudanza a La Paz donde mamá había
conseguido colocarse como cocinera en una casa lujosa, donde awilu podía vender
vasijas y cacharros de su propia
fabricación.
La adolescencia, el amor.
Victoria Quispe, el juramento de nunca separarse. El abrazo en la dársena del
micro con destino a Buenos Aires.
Y aquellos últimos años, el
trabajo de sábados, domingos y feriados como lavaplatos en la confitería del
Paddock del Hipódromo Argentino; la facultad de medicina, la comida escasa. La
piecita de la pensión compartida con dos compatriotas y un peruano, donde se
cocinaban en verano y se congelaban en invierno. Y las promesas del título y el
dinero y la casa para traer a los suyos…
El agente de vigilancia encuentra
un chico desmayado, mira su atuendo y con un poco de asco trata de sentarlo.
Usa el Handy: —Jefe, acá, en la
sala de pinturas se desmayó un tipo, un negrito, parece de la villa, habrá
venido a robar. Seguro que está drogado.
Palabras en Quechua:
Awkillu y awilu: Abuelo
Chuxllu: Mazorcas de maíz
(choclos)
Wacas: Monumentos fúnebres
Wasi-yky-kuna: Sus casas
Waranqasach’a: Mis árboles
1 comentario:
Marcos: Siempre arremeten contra los que menos tienen los más fuertes y poderosos.Me encantó el relato con las palabras originarias. El ir y venir al pasado y al presente. Atrapante e ilustrativo. ¡Felicitaciones!
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