VOLVER A NACER
Se llamaba
Inés. Tenía 7 años. Una vida corta, intensa, rodeada de abandonos y falencias.
Hija
natural de Milena, mujer adicta a las drogas. Para poder obtenerlas vendía su cuerpo al mejor postor.
El embarazo no fue previsto ni querido. Recurrió a todo para detenerlo, pese a ello Inés
sobrevivió y en un amanecer de mayo vino
al mundo. Fue la alegría de médicos y enfermeras quienes trajeron ropas,
perfumes, pañales pues ella no había traído nada.
Pesó 2.500
kgrs. Al nacer no lograban hacerla llorar, la enfermera afanosamente comenzó a
masajear su pecho, a insuflarle oxígeno. El pediatra, mirándola con lástima le
dijo:
_Basta
Elena, ya no más. Ella siguió incansable.
De pronto un chillido agudo inundó la habitación que hizo que Elena llorara
por los nervios, la emoción, la alegría.
Todos
comentaban de su milagro pero ella aparentaba enojo aunque se sentía orgullosa
de lo que había logrado.
Era
hermosa. Su ahora carita rosada enmarcaba unos ojitos achinados, negros cual carbón. Su madre no la
miró en ningún momento. Cuando el Dr. quiso ponerla sobre el pecho para que sintiera su calor iniciando así
el primer contacto, comenzó a gritar de tal manera que tuvieron que sacarle la niña.
Elena la
tomó entre sus brazos, la envolvió con un mantón, y apoyando su boca a la
carita le hablaba despacio mientras la acariciaba.
A la madre
era imposible hacerla callar. Tuvieron que llamar a la psicóloga. Luego de una
larga charla privada en el box del hospital, la profesional salió y le dijo a
la enfermera:
_ Por
favor, prenda la nena al pecho así comienza con la succión.
A pesar de
ello, el vínculo no logró formarse. Luego de dos días dejaron el Hospital.
Elena había
sido trasladada a una Sala Asistencial
del centro. Cuando volvió para ver a Inés
no la encontró más. La buscó muchos años junto a una enfermera amiga que
también había asistido al parto, pero el domicilio dado no era real y no tenía
ningún otro dato para ubicarla. Con el tiempo dejó la búsqueda más no pudo
olvidarse de la niña.
Pasaron días, meses, años. Inés fue creciendo, era muy
bonita.
Tenía ya
cinco años de una vida de miserias y necesidades. Su madre, cada vez necesitaba
más dinero para satisfacer sus vicios, ella era testigo mudo de visitantes de
todas las edades a todas horas. Cuando alguien llegaba a su casa, debía irse al
patio.
Eran tantas
esas salidas que llegó a armar su propio refugio. Con chapas viejas, maderas y
mucha voluntad hizo un lugarcito para ella y su muñeca preferida, esa que
encontró tirada en la basura porque a una nena que todo tenía ya no le gustaba
más.
La llamó Paquita,
era su eterna compañera. Aquella muda
observadora de su vida que, pese a su silencio, la acompañaba como sólo puede hacerlo una amiga real.
Comía lo
que encontraba en la calle. Su cuerpito siempre estaba sucio, la higiene no era una palabra conocida, la pre-escolaridad no figuraba en su agenda
como tampoco ropa digna y necesaria.
Siempre
miraba detenidamente a los niños que iban a la escuela, era algo que
naturalmente la atraía y pese a su falta de contacto con la cultura o la
educación tenía una inteligencia innata que comenzaba a mostrarse.
Una mañana
fría y lluviosa, vio aterrada como un grupo de personas se acercaban a “su
refugio”. Era una Asistente Social, autoridades del Consejo del Menor y la Familia, el Juez de
Menores y un Policía tutelar. Habían recibido una denuncia anónima y luego de
un seguimiento llegaron para darle a la niña una vida mejor.
Lloró mucho
cuando la llevaron, gritaba por su mamá pero ésta, obnubilada por las drogas y
la vida miserable permaneció inmutable.
Fue ese día
cuando dejó de ver a su madre, la Asistente Social, una señora dulce, agradable,
cálida, le prometió que la volvería a ver cuando ésta estuviese curada.
La llevaron
a una casa muy grande, con muchas niñas. Todas estaban vestidas de la misma
manera. Eso no le gustó.
Quedó al
cuidado de Irene, una pseudo mamá con mucha ternura, paciencia y dedicación. La
primera vez que vio la bañera con agua perfumada y espuma se asustó muchísimo, pero no demostró
su miedo, se dejó llevar y su cuerpo reaccionó favorablemente ante la
inigualable sensación que da el agua tibia sobre el cuerpo.
Fue
convirtiéndose en una niña vivaz, intuitiva, íntegra. La escolaridad la
envolvió y sus ansias de saber eran comentadas entre las maestras de la
escuela.
En el Hogar
le enseñaron a rezar y durante cinco años, cada noche, oraba por esa mamá que
si bien su imagen estaba deslucida por el tiempo transcurrido, la tenía en el lugar de los recuerdos de su
corazoncito.
Un día la
llamaron del Juzgado. Le comunicaron fríamente que su madre había muerto.
Sintió que su corazón daba latidos
diferentes pero luego volvió a la normalidad. Apretó muy fuerte la mano de Irene,
preguntó dónde estaba su madre sepultada,
bajó la cabeza y salió presurosa del despacho del Juez. Ya en la calle se apoyó
en la pared y sus ojos negros,
inocentes, se nublaron de lágrimas. Se abrazó fuertemente a Irene, le pidió conocer la tumba de su
madre. Ahí fueron, se inclinó sobre ella, rezó bajito, se levantó con
dificultad y nunca más quiso hablar del
tema.
Pasaron los
años, Inés terminó la escolaridad primaria, secundaria y le faltaba una materia
para recibir su título de Doctora en Medicina. Todos estaban orgullosos de
ella. Seguía viviendo en el hogar, y esto le fue permitido gracias a su
constante ayuda al hogar y a las niñas
que ahí vivían. Ocupaba el lugar de hermana mayor, el ejemplo, la consejera.
El día tan
ansiado llegó y el hogar se vistió de gala para recibir a la flamante doctora.
Todo era risas, alegrías, nada ni nadie pudo nublar la felicidad que tenían. El
esfuerzo de Inés había recibido su recompensa.
Se
especializó en Nefrología. Sus pacientes la amaban. Ella los acompañaba con
toda su dulzura y cariño en esas largas e interminables horas de diálisis.
Un día
ingresaron dos pacientes nuevos. Una de ellas era una señora de edad con una
insuficiencia renal aguda. Entró con un coma úrico y se le indicó tres diálisis
semanales.
Puso todo
su empeño en ella, era increíble cómo esperaba ansiosa la hora de llegada de
esa paciente dulce, resignada, que nunca se quejaba de nada pese al sufrimiento
físico y psicológico que produce una dialización.
Horas
enteras a su lado, charlaban como grandes amigas. La anciana siempre la miraba
fijamente y le decía que sus ojos le traían paz a su alma, que era como mirar a
las estrellas pese a que eran negros
como la noche.
Inés la
tomaba de la mano y se la acariciaba, la llamaba “abuela” porque así la sentía,
y a ella le encantaba. Todos sus pacientes recibían nombres especiales. Los
llamaba abuela, abuelo, tío, tía. Estos epítetos creaban un vínculo tan fuerte
y especial entre ellos que los unía con mucha más firmeza
creando entre ellos una
resiliencia digna de admirar.
La madrugada del 24 de diciembre la llamaron de
urgencia, una de sus pacientes había hecho nuevamente un coma úrico y estaba
grave.
Fue el
viaje más rápido que hizo en su vida. Ya en el sanatorio y consultado con sus
colegas llegaron a la conclusión de que lo único que podía salvarla era un transplante,
pero el tiempo les jugaba en contra. Imposible era encontrar un dador
compatible, que no sea cadavérico, en tan poco tiempo. Sin pensarlo dijo:
_Háganme la
prueba de compatibilidad, si lo soy, le
daré mi riñón.
Los médicos
trataron inútilmente de convencerla, pero cuando tuvo el resultado donde le
dijeron que era compatible ni siquiera lo dudó.
A las diez
de la noche, ya le estaban poniendo su
riñón, ese mismo que la sacaría de su estado de inconsciencia y la traería
nuevamente a este mundo. Faltaban sólo dos horas para la
Navidad.
Habían
pasado dos días de la operación y del difícil y complicado trasplante
cuando ingresó a terapia intensiva a visitar su paciente. El médico terapista la recibió
risueño, le mostró la ficha con la evolución de la paciente y le dijo muy
seriamente:
_Inés, creo
que estuvimos ante un milagro de Navidad.
¡Era casi imposible pensar que podría resistir!
Inés se acercó
a la cama de su paciente, le tomó la mano en señal de cariño. Ella la miró
agradecida, sus labios le musitaron un tímido ¡gracias! que Inés atesoró en su
corazón.
_Me
salvaste la vida Doctora _le dijo_sin vos hubiese muerto.
Debe ser verdad lo que dicen que en la vida todo vuelve
y que la Navidad
trae esos misterios inexplicables.
Porque ¿sabés
que yo le salvé la vida a una beba hermosa que todos daban por muerta?
Se llamaba
Inés, como vos, pero nunca más la volví a ver.
Inés se
aferró a la baranda de la cama. Recordó que en la ficha médica que figuraba en
el Hogar hablaba de lo sucedido en su nacimiento y que fue salvada gracias al
afán de una enfermera llamada Elena Almada, exactamente el mismo nombre que
figuraba en la historia clínica que tenía en su mano.
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