PEPE
Tus pasos
siguen pegados a las
veredas del
barrio.
Algunas mañanas lo veíamos. Sentado
en un banco de la Plaza
de Munro, con la bolsa gastada por la lluvia y la tierra diaria. Los ojos de un
azul penetrante contrastaban con esa piel curtida, anegada de surcos que
partían en distintas direcciones.
Intensamente tostada, adobada por tan-
tos soles de veranos.
Los
mediodías - ante nuestra sorpresa- lo
tropezábamos en los pastitos linderos de la Gral. Paz, desafiando los rayos del
sol y cuando llegábamos a la estación Mitre, lo encontrábamos apoltronado en un
costado, cercano a las boleterías.
Una
tarde nublada en la que se desconocía qué piruetas haría el clima, se metió en la Institución donde
trabajábamos, en la sede del Instituto de Formación Docente Nº 39, y se sentó
en el suelo –como siempre- acomodando sus pocas cosas, detrás de la puerta
principal.
No
pudimos menos que acercarnos y ponernos a conversar con él. Allí, contó parte
de su historia que fui armando después, como las piezas de un rompecabezas. Su
profesión de médico, las muertes de su mujer y de su hijo y esa angustia loca
que le empañaba la mirada, y le hicieron empezar a andar el mundo de otra
manera.
De
repente, lo vimos temblar. En un principio, no entendíamos, pero después el
ulular de la sirena policial nos explicó su temor. No tengas miedo, le dijimos,
acá estás seguro. Y nos miró como asombrado. Incrédulo.
Se
me ocurrió llamar a Julio, el portero, hombre de pocas palabras pero de un
corazón como pocos, para que le preparara un café con leche, mientras que a
Carmela, la otra auxiliar, le encargué que comprara un pancho en el kiosco de
la puerta.
Me
metí en mi trabajo como los demás. Al rato, Julio me avisó que se negaba a
aceptar el café y el sándwich. Nos llegamos hasta el rincón donde estaba y tratamos
de convencerlo, refiriéndonos al frío que hacía y que al menos cuando nos
fuéramos, a las 10 de la noche, así, algo había comido. Fue entonces cuando me
clavó los ojos. Los recuerdo, azules, grandotes, redondos. No me pienso ir,
sabés. No te das cuenta que esta noche está llena de luces y se va a largar una
lluvia y un viento de aquéllos. Claro, estás en otra…como los otros…
Sólo
levanté los ojos al cielo y miré el reloj. Faltaban dos horas para las 10 de la
noche. Volví a mi lugar, a mis entrevistas, a mis papeles, para reflexionar
cómo podía ayudarlo hasta que se acercara la hora. A los pocos minutos, me
sobresaltó un golpe en la puerta. Adelante, me escuché decir. Y apareció ante
mí, un alumno veterano, con el mal servicio militar cosido al cuerpo, que
amenazante me exigía que retirara con urgencia a esa vergüenza de la casa. Si no,
llamo a la policía, agregó. Creo que fue la segunda vez que le recordé a alguien
mi función en la
Institución , además de que al establecimiento educativo no
entraría la policía, mientras yo lo tuviera a cargo. No le gustó. Cambió sus
sonrisitas saludadoras de todos los días, por una vuelta march y un portazo. Mi
bronca creció. Se hizo mayúscula, y se agigantó aún más cuando unas pocas
alumnas, muy jovencitas y sin problemas de techo, comida y dinero, le
merodeaban a Pepe con caras de narices oprimidas con ganchos de colgar la ropa,
protestando. Recorrimos los cursos con Libertad y Anita. Uno por uno. Les
recordamos qué era ser persona y no sé
si nos entendieron, pero intentamos hablarles de la solidaridad frente a
distintas situaciones. La escucha, en general, parece no estar desarrollada en
todos; el habla, en la mayoría, sí.
Regresando
cada uno hacia su lugar, me sorprendió Pepe, profundamente dormido. Junto a él,
había un Tetrabric… mientras un charco de orina se escurría debajo de las
piernas. Al lado, el café bailoteaba,
frío, en la taza.
Me
puse mal. Pepe no colaboraba con nuestra buena voluntad, con la de unos pocos.
Pero Pepe, tampoco podía. En mis ideas
entrecruzadas, decidí llamar a mi viejo amigo Pablo Tissera que tantos años
había dedicado a ayudar a la gente de Vicente López como a los tobas o a quien
se le acercara a su lado. Pero él, ya no estaba. El cáncer y el chagas, lo
tenían maniatado, alejado de la iglesia. Disqué el número y hablé con el nuevo
cura, al que le aclaré mi amistad con Pablo y la caridad cristiana. El hombre
le dio vueltas al pedido, hasta que conseguí que Pepe fuera para allá. De lo
contrario,¿ para qué decimos que la casa de Dios es de todos? Me lo había repetido mil veces Tissera y aún
más, de los necesitados. Pude recordárselo. Julio, Carmela, la otra auxiliar,
con sus rápidas piernas y su figura ondulante, a los que se sumaron Carmen , la
bibliotecaria que siempre portaba una sonrisa en su cara aunque su corazón
estallara de tristeza, y alumnos del Centro, lo llevaron a Pepe, justo, cuando el cura cerraba la puerta del templo.
No
fue fácil convencer a uno ni a otro. A Pepe, porque no quería irse de donde se
sentía protegido, seguro y al cura, al que no lo habíamos persuadido totalmente.
Pero los cinco, entre los que se destacaba el acento italiano de Carmela y las
voces de Susana y Carmen, alumnas del Centro, recitándole la Santa Biblia y
recordándole las Bienaventuranzas, -como si fueran parte de la Iglesia de San Pedro- logramos que Pepe, esa noche, no durmiera a la
intemperie.
A
la una de la mañana del día siguiente, desde mi cama, arropada y caliente,
sentí el ruido de un diluvio que caía sin lástima, mientras las luces de los
relámpagos atravesaban el departamento. Una sonrisa se estiró en mi cara. Pepe,
estaba a salvo. De ahí en más no pude dormirme,
porque me había asaltado un ataque
de asombro sobre el conocimiento meteorológico que tenía de su andar por las
veredas del barrio, mezclado con la alegría que esa noche al menos, uno más de los habitantes de las calles estaba
cubierto.
Al
día siguiente brilló el sol.
Otras
tantas tardes, lo encontré sentado junto
al portón del Instituto. Ya no entraba, pero nos saludábamos y a veces
conversábamos. Me contó su miedo a la cana, porque lo metía en el auto, después
lo bañaba y lo afeitaba y lo dejaba en la casa de su hermana, de donde volvía a
escaparse.
Siempre
buscaba algo con la vista en las baldosas, el empedrado y el cielo. Con esa
mirada añil, clavada en el azul grisáceo y una tremenda tristeza que se le
escurría por la cara.
La
gente, le decía, chau, Pepe. Él pocas veces contestaba. Sólo, cuando salían los
muchachos de clase, levantaba la vista; los observaba como buscando un rostro.
Dos
años más tarde, supimos que había hecho la especialidad de cirujano y su hijo
había muerto en una operación.
Ayer,
Ino, mi mano derecha en la nueva sede, me contó que había muerto. Me puse
triste pero me consolé pensando que había viajado a encontrarse en algún lado,
vaya a saber dónde, con la gente que quiso. Y por fin, sus ojos azules,
redondos, grandotes podrán volver a
sonreir,
pensé.
Lo extraño es que en el invierno y
cuando está por explotar el cielo entre descargas de luces, la gente que pasa
por Maipú, ve sentado en la puerta del colegio, a Pepe con una sonrisa que se
escurre por los labios y sus ojos azules iluminados, brillantes. Son espacios
de tiempo nada más. Después la rutina vuelve a su lugar, porque después de
todo, la vida y la muerte son parte del círculo.
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