TÍO JUAN
Mi
tío Juan fue el primogénito de tres hermanos, le seguía tía Olga y Pedro, quien
a su vez tuvo tres hijos, siendo yo el menor.
Vivíamos
en el Cerro Barón, Valparaíso, en calle Caupolicán. La casa era grande, con
varias piezas bien aireadas, sus ventanales daban al norte. La cocina, lugar de
reunión, era amplia, una larga mesa central acogía hasta diez personas,
cómodamente sentadas en dos bancos de madera.
La
amplitud de los ventanales permitía apreciar desde Con-cón hasta el Faro Punta
Ángeles, en Playa Ancha.
En
el enjambre de mástiles de navíos anclados o atracados a los sitios del puerto,
sobresalían aquellos de la “Jonson Line”, cuyos cascos lucían pintados de rojo.
En
la escuela teníamos clase sólo en las mañanas, en la tarde, iban las mujeres.
Almorzaba, luego apoyaba mis brazos en el dintel de la ventana de la cocina y
me extasiaba contemplando el movimiento marítimo. En tal posición mi fantasía
volaba recorriendo remotos lugares en otros mares, hasta que tía Olga, disponía
que era el momento de hacer mis tareas escolares.
Mi
abuela Rosa falleció en 1955 sin volver a ver a su hijo Juan, quien en 1935 a la edad de 20 años se
embarcó en un velero alemán con rumbo a China. Desde entonces se perdió su
rastro, nunca escribió, de le dio por desaparecido.
A
mediados de abril de 1958, la ciudad de Valparaíso se encontraba cubierta de
negros nubarrones, una fuerte brisa los arrastraba de norte a sur. La bandera
roja izada en el mástil del “Fuerte Silva Palma” de la Armada, empotrada en el
Cerro Artillería en Playa Ancha., indicaba mal tiempo; encontrándose el puerto
cerrado a toso zarpe o recalada de naves.
A
las 16 horas del día 16, el viento adquirió fuerza de temporal, llegando a
ochenta kilómetros por hora. Barrían la costa fuertes marejadas con olas de
seis metros de rompiente en las escolleras. Sobrevino la noche. En casa, tía
Olga aseguró temprano las ventanas, especialmente la de la cocina, pues recibía
el impacto directo del temporal.
Nos
aprontábamos a cenar cuando alguien golpeó la puerta. Tía Olga acudió al
llamado, al abrirla cambió de semblante. Quedó paralizada, asombrada,
incrédula. Su mente no daba con la respuesta.¿Dónde había visto esos ojos?...De
pronto dio un grito de alegría abalanzándose sobre el recién llegado: - ¿Eres
Juan? ¡Estás vivo hermanito! Ven, pasa, esta es tu casa.
Con
mis primos quedamos con la boca abierta: -Será un fantasma? ¿Es de carne y
hueso este personaje parado en el umbral de la puerta? Como un héroe de novela,
tío Juan fue iluminado por la luz de un relámpago. En tanto, los cielos
surcados por fuertes truenos, arreciaban con más potencia sobre los vidrios del
ventanal.
La estatua ahí erguida de un metro
ochenta de estatura, era de tronco grueso, sin ser obeso, se levantaba sobre
sus piernas como columna de templo romano. Calzaba botas negras hasta la
rodilla y un pantalón grueso. Sobre sus hombros un chaquetón de pelo de
camello. Su rostro lo cubría una profusa barba. Amplios bigotes sobresalían
sobre sus labios. Cubría su cabeza una boina griega – un poco sebosa para mi
gusto-. A su espalda colgaba un saco verde, tipo naval, de aquellos usados por
la marinería en sus trasbordos. Era todo su equipaje. La ampolleta que
iluminaba la cocina parpadeó varias veces debido al retumbar de los truenos que
corrían de norte a sur en los cielos porteños.
Pasadas
las primeras impresiones, tía Olga insistió en que pasara al interior. Fue
directamente al fogón donde gruesos leños ardían calefaccionando el recinto. Se
quitó los guantes empapados, el chaquetón que chorreaba abundantemente, lo
colgó en una percha de madera cerca del fuego. Paseó la vista sobre nosotros.
Hasta ese momento no había dicho palabra.
Nos
miraba como si fuéramos de otro planeta. De pronto abrió la boca saliendo de
ella un fuerte vozarrón: -¿Tanto ha crecido la familia, Olga? – volvió al
mutismo. Se sentó a la mesa, un humeante tazón de caldo de cebolla, ajo y
charqui, le ofreció su hermana que lloraba de alegría. Tomó el pan, lo comió
con calma untándolo en el cocimiento. Con mis primos lo mirábamos extasiados.
Acabada
la cena, nos mandaron a la cama. Los adultos, al calor del fogón y una botella
de vino festejaron al recién llegado. La Lluvia, el viento, los truenos y relámpagos,
seguían su festín invernal.
Pasó
el tiempo. Tío Juan nos reunía en el patio, bajo la higuera. Con la vista fija
en la bahía, nos relataba historias de remotos lugares. Sus cuentos y anécdotas
fueron anidando en mi espíritu deseos de aventura más allá del horizonte cercano.
A los 16 años ingresé en la Escuela Naval
y a los 20 egresé como guardiamarina. Junto a 120 compañeros nos embarcamos en
el buque escuela, para realizar uno de los más prolongados viajes alrededor del
mundo. En cada puerto de recalada creía ver o encontrarme con tío Juan. Pero
todo era distinto, los puertos eran los mismos, sin embargo nada igual a los
relatos escuchados con tanta atención bajo la vieja higuera.
Volviendo a nuestro
personaje. Luego de algunas semanas alojado en nuestra casa, pidió a tía Olga
le buscara una habitación por ahí cerca, quería vivir solo. Añoraba su camarote
de abordo. El dinero ahorrado por treinta años le permitía solventar, sin
restricciones los posibles años de vida que le quedaban. Fue así como, día a
día, veíamos menos a tío Juan. Tardes enteras se apoyaba en las barandas
metálicas del muelle Prat a contemplar el movimiento portuario. Otras veces en
el Paseo 21 de Mayo se le vio llorar. Alguien lo encontró en el Muelle Barón
aspirando el olor a hulla quemada que manaban las chimeneas de los buques
carboneros.
¡Tío Juan no era feliz!
Quería volver al mar, ese era su mundo. Trató de conseguir embarque en buques
de cabotaje nacional, pero fue rechazado por su edad. Compartió sus últimos
años en oscuros bares del puerto junto a viejos navegantes jubilados.
Un día, tía Olga nos dejó
almorzando, mientras llevaba a tío Juan su ración. Al volver manifestó haberlo
notado taciturno; un leve temblor en sus manos le hizo entender que el
“parkinson” le estaba afectando. Pasaron los días, ya no salía de su pieza
haciendo muy difícil su atención. La enfermedad atacó brazos y piernas. El
temblor no le dejaba caminar, apenas podía comer. De común acuerdo se contrató
a una señora para su cuidado durante el día, ella seguiría atendiéndolo por la
noche.
La recién llegada, de nombre Raquel, tenía treinta y
siete años. Se hizo cargo del enfermo. Solícitamente cocinaba, lavaba la ropa,
le rasuraba la barba, limaba sus uñas. Su cama lucía limpia y fragante. Su
pequeño closet ordenado, incluso pintó de celeste el pequeño cuarto; obteniendo
mayor claridad. Para tía Olga había sido una buena decisión.
Una tarde Raquel trepó
sobre un taburete para alcanzar con la brocha un rincón de la pequeña sala. El
esfuerzo levantó su falda más arriba de las
rodillas quedando a la vista de tío Juan, postrado en su cama, los
muslos de Raquelita; incluso divisó el borde de su calzón rojo. Su corazón
latió apresurado, sintió que su cuerpo se tensaba, la transpiración cubrió su
cuerpo, el “parkinson” se batió en retirada, se sintió joven otra vez. Quiso
levantarse, pero ella se percató del entusiasmo que había provocado en el
enfermo, obligándole a permanecer en cama. Al día siguiente, comprobó que al
bajar del taburete el paciente se encontraba eufórico. Para observar su
reacción, al otro día llegó con una blusa blanca que dejaba al descubierto una
porción de sus abultados y blancos pechos. Una minifalda mostraba un poco más
sus suaves y sensuales muslos.
Tío Juan, no soportó el estrés a que era sometido con esa
visión. Ella solícita, consciente de la atracción que ejercía su cuerpo, acercó
sus labios al oído del viejo, susurrándole “TE AMO”. Le tomó la mano derecha y
la introdujo en uno de sus pechos. –Si
nos casamos todo esto y más será tuyo…
Cuando tía Olga llegó por la tarde a la habitación de su
hermano, encontró un trozo de papel que decía: “Gracias Olga, me caso con
Raquelita”.
Volvió a casa semi enloquecida. Concurrió a carabineros
para dejar constancia del rapto de su hermano pero, ante el cartel que exhibía,
le hicieron saber que nada podían hacer.
Pasaron tres meses, la búsqueda no dio resultado. Tía
Olga lloraba día y noche. Mi padre en cambio, expresaba: “Por esas nalgas, hasta yo me escaparía”.
Un sábado en la mañana se presentó un
carabinero a informar que un anciano se encontraba en deplorables condiciones
en una pieza del barrio “Porvenir Bajo”, en Playa Ancha. Balbuceaba -“Olga, Cerro Barón”- Los vecinos lo
alimentaban pero su estado sanitario es deplorable.
Concurrió al domicilio indicado, era él, lo rescató de
la inmundicia en que estaba sumido. Sus desorbitados ojos daban testimonio de
las vejaciones a que lo habían sometido. Su cuerpo lacerado mostraba marcas de
azotes y quemaduras de cigarrillos. Treinta y cinco millones de pesos fueron
girados de su cuenta de ahorro bajo condiciones normales.
Cinco días después, al llevarle el desayuno, tía Olga,
encontró al tío Juan, vestido con botas de agua color negro, el pantalón
grueso, chaquetón de pelo de camello, su barba gris, la boina griega ladeada al
lado derecho y el saco verde a la espalda. Su cuerpo, con una soga atada al
cuello colgaba de la viga maestra de la habitación. El taburete yacía volcado a
dos metros de distancia.
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